sábado, 27 de noviembre de 2010

10. Una sospecha infamante


Una vez franqueada la entrada al venerable edificio de Moreno y Cevallos, entré como una tromba al despacho del subcomisario Santiago.
–¡Ya te voy a dar yo psicólogas, mocoso de porquería!
El subcomisario Santiago retrocedió, encogiéndose como un murciélago, hasta un ángulo del despacho. Al verse atrapado, pretendió establecer un armisticio.
–No se ponga así, comisario. La psicología no hace daño a nadie.
Lejos estaba yo de revelarle lo que había provocado en el cerebro de la oficial Bellamor. No quería que una comisión policial interrumpiera al brasilero, no, por lo menos, antes de que realizara su merecida parada higiénica bajo el puente de Zarate. Por otra parte, ignoraba hasta qué punto el jarabe había incidido en el extraño comportamiento de la oficial. Si alguna vez recuperaba la razón, podía revelar que yo le había administrado un medicamento, aunque –y me atrevo a sostenerlo ante una junta de especialistas– abrigo serias dudas de que el Expectoran no haya hecho más que disparar algún mecanismo de su mente enferma. Llevo años tomando ese jarabe, varias veces al día, y aquí me ven.
Envalentonado por mi silencio, Santiago insistió.
–Consultar a un psicólogo no significa, necesariamente, que uno esté loco.
Y eligió un ejemplo –desafortunado, si debo decirlo– para redondear su idea.
–Que usted vaya al proctólogo no quiere decir que padezca de algún mal en el colon. ¡Ay!
Dijo "ay" cuando le aticé con el bastón. Lo único que faltaba era que ahora pretendiera enviarme a un proctólogo.
–¡Sepa, mocito, que no voy a permitir que nadie me meta un dedo en el culo!
–El dedo no es lo peor– gimoteó Santiago, quien, según me enteré después, cuando confesó todo en medio de una crisis de llanto, había padecido una infección genitourinaria.
No podría precisar si era un joven muy emotivo, su experiencia con el especialista de marras había sido en extremo traumática o se sentía culpable por las ofensas que me había inferido. Como fuera, tenía una constitución débil. Al tercer bastonazo cayó de rodillas, le pisé los dedos de una mano y se echó a lloriquear.
Y cuando digo “las ofensas que me había inferido” lo hago ubicándome en la situación exacta en que encontraba en ese momento, y no me refiero a la suela de mi zapato apisonando sus dedos, sino al hecho de que aún ignoraba hasta qué extremos había llegado la campaña de agravios en mi contra.
–¡Usted sugiere que Pérez y yo...!
Era una idea tan atroz que el más elemental pudor me impediría repetirla. Tuve la tentación de buscar otro camión brasilero, pero estaba algo lejos de avenida Huergo y no me resultaría sencillo secuestrar a un subcomisario en el propio Departamento Central de Policía.
–La oficial Bellamor –intentó explicar Santiago simulando una calma desmentida por el rictus de dolor que deformaba su rostro– estudió cuidadosamente su caso.
–Pero no sea imbécil, Santiago. A Pérez lo mataron por teléfono.
Santiago meneó la cabeza, varias veces. No, no se había reportado ningún crimen en El Español.
–Por supuesto que recordaría un asesinato de esas características –se encrespó el subcomisario, pero sin mucho énfasis, porque yo seguía sin mover el pie de lugar y mantenía el bastón firmemente aferrado en mi puño derecho.
Todavía me quedaba una pregunta por hacer.
–¿La oficial Bellamor elevaba sus informes por escrito?
Planeaba destruirlos. No podía permitir semejante borrón en mi legajo.
Santiago me miró como si en vez de legajo yo hubiese dicho “triceratox”.
–Hace más de veinte años que está retirado, Petorutti. El legajo suyo debe andar en algún museo de Ciencias Naturales.
Sentí un ardor en el pecho. Y como un vahído. Retrocedí. Santiago aprovechó para ponerse de pie. Lo dejé hacer. Yo ya no tenía voluntad para nada: había dejado de existir.


Un coche de alquiler hasta El Español
El reloj marcaba las cuatro cuando me desperté. Julioscar acababa de llegar y todavía era de noche, de lo que deduje que no había estado durmiendo la siesta. Madrugar más de la cuenta es uno de los daños colaterales de la vejez. Lo desubica a uno.
Intenté trazar un cuadro de situación. En la cocina, Rita comía pasta frola con una amiga. Ambas reían tontamente, como suelen hacerlo las niñas. Julioscar les pidió un cigarrillo, pero se limitaron a convidarle del que fumaban.
Desayuné, o acaso merendé, me di un baño, me coloqué mi mejor traje y sin darme cuenta de cómo había sido, ya terminábamos de cenar. Se me había hecho tarde, aunque no recordaba muy bien para qué.
–¿Dónde vas, abue? –me preguntó Rita. Yo ya me había puesto el saco y me aprestaba a salir. Dije lo primero que me vino a la mente.
–A darle mis respetos a una anciana. Está internada en un geriátrico.
–¡Qué copado! –dijo la amiga de Rita.
Al parecer el programa les resultaba atractivo, pues decidieron acompañarme. Era una buena idea: la visita de esos jóvenes constituiría un motivo de alegría y distracción para los solitarios ancianos. Decidí llevar mi cámara de fotos e inmortalizar el momento. Le enviaría unas copias al eficiente ascensorista que me había llevado sin tropiezos hasta el estudio del doctor Martínez Espósito.
Hubo un momento de confusión cuando no encontré la tarjeta con la dirección del geriátrico. Estábamos en un coche de alquiler y no había buena luz. Vacié mis bolsillos en el asiento, mientras Rita encendía fósforos para iluminarnos. El chofer miraba por el retrovisor, pero seguía conduciendo. Yo le había dicho “Tome por el bajo”. Me pareció lo más apropiado.
La amiga de Rita no cesaba de reír, tentando a mi nieta. Me encontré con los ojos del chofer, en el espejo.
–Estas niñas...– dije sin apenas controlar la risa.
Al fin encontramos la tarjeta rosa.
––Dámela –dijo Julioscar desde el asiento del acompañante. La estudió un momento –¿Estás seguro de que es acá?
–¡Por supuesto!
Julioscar se alzó de hombros y dio algunas indicaciones al taxista, mientras yo seguía riendo con las niñas. Tuve un acceso de tos. Afortunadamente había traído el jarabe y me eché un trago. Sabía a aperitivo Lucera, lo que tuvo la propiedad de retrotraerme al momento que levanté la vista y me encontré frente a frente con Zúñiga, que miraba con preocupación a mis espaldas.
–Espero que esta vez haya venido solo.
Me di la vuelta, apoyando mi codo en el mostrador a la manera de los compadritos.
–Mis nietos estaban por acá –murmuré–, en un taxi.
Zúñiga se alzó de hombros y volvió a llenar mi vaso.
–Se habrán ido, a hacer su vida. Los viejos sólo somos un estorbo. Si ya no servimos ni para morcilla, vea lo que le digo.
Lo miré, pero no vi nada, aunque advertí que en el vaso Zúñiga no había dejado espacio para la soda.
–¿Por qué me hace esto, Zúñiga? ¿Pretende alcoholizarme, acaso? Deme otro vaso.
–Tenga cuidado comisario, que gracias a usted he tenido que comprar toda la cristalería nueva.
Volqué la mitad del contenido en el nuevo vaso y le eché un chorro de soda.
Zúñiga se secó las manos con un trapo rejilla.
–Así serán dos copas.
–Es la misma cantidad...
–Claro, porque a mí la soda me sale gratis. Como cada vez que voy de cuerpo cajo sifones...
Había algo definitivamente anormal en esos españoles.
–¿Usted también estuvo en la guerra civil, Zúñiga?
–¿Qué guerra? Pegan cuatro tiros al aire y ya hacen de ello un follón internacional. No señor, yo me mantuve aquí, al pie del cañón. Y no me venga con eso de que soy un cobarde, que muere mucha más gente en la retaguardia que en el frente.
–Pero estaba del otro lado del océano...
–¿Ve usted? Me está dando la razón. Si esto no era la retaguardia no sé qué coños era.
Tenía que cambiar de táctica. En cualquier momento podría trabarme en una discusión grotesca. Probé con una aproximación directa.
–¿Cómo se hizo amigo de Pérez?
Zúñiga repuso que él no era amigo de Pérez. Ni de nadie.
–Además, nunca le tuve confianza –añadió– Ese galhego trabalhaba pra ustezes.
Había logrado intranquilizarlo. Su acento se volvía más cerrado, como si tuviera un orificio del tamaño de una moneda de un peso en el centro del paladar y otro en la lengua. Comenzó a farfullar una serie de onomatopeyas prehistóricas de las que logré deducir que Pérez era un informante policial. Como ya dije, fue una deducción: Zúñiga insistía en hacerme creer que era a mí a quien Pérez pasaba sus informes. No parecía importarle que llevase varios años retirado de la actividad. Para él, ser policía era como ser italiano, o, para decirlo con mayor propiedad y ateniéndome a la acepción que la palabra “policía” adquiría en sus labios, como ser microcéfalo, o tener seis dedos en cada mano; en fin, una anormalidad con la que se carga toda la vida.
No se si fue a raíz de sus juicios peyorativos sobre la fuerza o el descubrirme burlado por Pérez, quien, según Zúñiga, durante los últimos años había vendido información a la División Gerontes (¡Ni siquiera al Dirección de protección del orden constitucional!), y, lo que resultaba todavía más agraviante, entresacada en el transcurso de nuestras partidas de dominó.
Respiré hondo tratando de tranquilizarme y por esas extrañas cosas del destino, Zúñiga desapareció como por encanto y sin saber cómo me encontré hablando con el subcomisario Santiago. Me había telefoneó una tarde. Dijo estar muy preocupado por la oficial Bellamor. Parece que ha desaparecido.
–Menos mal que me avisa –mentí–. Tenía turno con ella esta semana.
–No se haga problema –repuso Santiago con el aire eficiente de un ejecutivo de marketing–, lo atenderá otro profesional.
Dije que me tomaría algún tiempo para pensarlo.
–Me había aficionado mucho a ella –añadí– y teníamos mucho en común.
–¿Qué cosas? –preguntó sorprendido el subcomisario.
–El jarabe para la tos.
Y colgué.


Una aparición espectral
Cuando Zúñiga me reveló que Pérez había estado vendiendo informes sobre mí al subcomisario Santiago, tuve un incontrolable acceso de tos. Zúñiga giró para alcanzar algo de la repisa del frente bar y lo depositó orgullosamente sobre el mostrador como si fuera una botella de whisky importado
–Tómese esto –dijo.
Era un frasco de Expectoran Plus, tamaño familiar.
–¿Usted lo usa muy seguido? –pregunté con un silbido que surgía de lo más profundo de mis bronquios.
–Un frasco cada día –declaró Zúñiga.
–Entiendo.
Ya me daba la vuelta para salir de ahí, dudando de todo cuanto hubiese visto u oído desde el inicio de mi bronquitis, cuando tuve una súbita inspiración.
–Présteme el teléfono.
Sorprendido, Zúñiga se agachó mecánicamente, y depositó sobre el mostrador el antiguo teléfono de vela. Descolgué el auricular y lo estudié con detenimiento. La tapita agujereada que cubría al parlante era nueva.
–Entonces no fue mi imaginación. Todo ocurrió según yo lo recuerdo.
–Este...– vaciló Zúñiga, antes de lanzarse a tartamudear en su cerrada jerga natal.
–Usted es cómplice del anarquista López.
–¿López dice usted? –Zúñiga simuló meditar en mis palabras– Primera vez en la vida que escucho ese nombre.
Estuve a punto de asestarle un bastonazo, pero lo pensé mejor. Zúñiga podía tener una pistola o, peor, si, como lo sospechaba, era un activista ácrata, seguramente escondiera en el bajo el mostrador un par de cartuchos de dinamita.
–¿Por qué lo mataron?
Zúñiga miró a mis espaldas. Por el desastrado espejo del frentebar alcancé a distinguir una silueta avanzando en mi dirección. Me di vuelta y me encontré cara a cara con el anarquista Remigio López.
De no ser por las canas que le daban a su pelo rubio una tonalidad ceniza podía decirse que se veía exactamente igual que en el año 50. Tal vez las arrugas de su rostro fueran un poco más profundas y menos severo el corte del bigote, pero, más allá de esos detalles, era el mismo y afable López del viejo café de Hidalgo y Rivadavia.
–¿Qué haremos con usted, comisario?
Si realmente estaba interesado en conocer mi opinión hubiera respondido: dejarme salir vivo de aquí. Pero conjeturé que su pregunta era retórica.
–Le aconsejo –dije, dominando un acceso de tos– que no agrave más su situación.
López alzó las cejas y cabeceó, resignado.
–Debo reconocer que el asunto se nos fue un poquitín de las manos. Pobre Yupanki.
–Anda, hombre, que murió feliz –intervino Zúñiga–. Hubieras visto tú lo que eran las bragas de esa hembra. Se ha llevado impresa en la retina la más bella imagen...
–No blasfemes, Zúñiga.
Miré a López con curiosidad.
–Un anarquista hablando de blasfemia...
–Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Zúñiga asintió. Yo no estaba de ánimo como para comenzar una discusión ya no con uno, sino con dos españoles. Además, el catarro había vuelto a fastidiarme. Eché un vistazo al Expectoran Plus, todavía sobre el mostrador, y me alcé de hombros. Total, ya estaba perdido: nunca me dejarían salir vivo de bar. Abrí el frasco y bebí un buen trago. Luego se lo pasé a López, que hizo lo propio y lo ofreció a Zúñiga.
–No hombre –dijo Zúñiga–, que por hoy yo ya he colmado mi cuota. Pero vamos, calentad al pico, que es invitación de la casa.
–¡No me dejéis afuera! –exclamó Pérez desde la puerta.
Miré con aversión el frasco de jarabe, que había vuelto a mis manos.
–Creo que es demasiado fuerte.
Pérez se aproximó, me quitó el Expectoran y tomó el resto del frasco. Era real. ¡Y estaba vivo!
–Pues luego de tantos años, días pasados nos encontramos de casualidad –explicó más tarde, palmeando la espalda de López– y se nos ocurrió gastarle una bromilla.
–Está pálido, comisario –dijo Zúñiga– ¿Se siente usted bien?
Yo miraba los rostros sonrientes, girando a mi alrededor, y trataba de agarrarme de algún lado.
–No me diga que se ha creído toda mi historia –rió Pérez–. Pero mire que había resultado pelotudo, comisario.
A esas alturas ya había entrado en la fase eufórica del Expectoran Plus, y me sumé a las carcajadas generales.

La oficial Bellamor no volvió a aparecer por el Departamento Central de Policía ni por ninguno de los otros sitios que solía frecuentar. Pero volví a verla, de pura casualidad. Había detenido el Buick en un semáforo en avenida Huergo y miré distraídamente a mi derecha. Ahí estaba ella, al volante de un camión Volvo de treinta toneladas con un enorme container en la caja. Le hice señas pero no pareció advertir mi presencia. Miraba hacia adelante de un modo obsesivo y fruncía el ceño tratando de fijar la vista. Sobre el tablero del camión, muy cerca del volante, distinguí el envase de Expectoran Plus.
Por precaución, cuando el semáforo se puso en verde, dejé que se me adelantara.
La matrícula era de Sao Pablo.

lunes, 8 de noviembre de 2010

9. Una ligera intoxicación


La oficial Bellamor era una bonita muchacha de no más de treinta años, grandes ojos negros, pelo recogido en un prolijo rodete, y lentes de aumento. Cuando la conocí los llevaba colgando del cuello con un cordel. Y vestía de civil.
–Razones de servicio –explicó, cruzando las piernas con coquetería.
–Comprendo.
Pareció sorprendida.
–¿De veras?
–He sido policía desde antes que naciera su madre.
–¿Cómo lo sabe?
¿Cómo sabía qué? Esa mujer comenzaba a exasperarme.
–Si estamos en una misión secreta es lógico que no vista uniforme.
–Bueno, yo no diría tanto como secreta –rió la oficial Bellamor sacudiendo un par de robustos y turgentes pechos–, pero podríamos muy bien llamarla discreta.
Yo conservaba la posición de firme, junto a la puerta. Me invitó a tomar asiento. En realidad dijo: “Póngase cómodo”, un formalismo estúpido. Si hubiese querido estar cómodo habría ido con mis pantuflas. O directamente me quedaba en casa, apoltronado en la mecedora, con una copita de jerez a mi lado y una película de Spencer Tracy en el televisor. Eso es lo más aproximado a mi idea de estar cómodo.
Con esto quiero decir que empezamos mal. Había algo exasperante en esa mujer. Tal vez una noción errónea de la autoridad, o una ambición descontrolada. Probablemente sentía la necesidad de demostrar superioridad. Como sea, el caso fue que desde un principio se comportó conmigo de un modo ¿cómo decirlo? complaciente sería la palabra, aunque, mucho me temo, que maternal definiría con mayor precisión esa actitud suya, esa sutil combinación de indulgencia, severidad y sobreprotección. Exactamente como lo haría con un chico de doce años.
Me recordó a mi hija.
Cuando vivía con ella, mi hija acomodaba el nudo de mi corbata, me daba un beso en la mejilla y justo cuando yo abría la puerta para salir, no tenía mejor ocurrencia que preguntar: “¿Llevás pañuelo, papá?”
No es justo que a cierta altura de la vida uno se vea obligado a responder a preguntas de esa clase. Más aún si tomamos en cuenta que yo jamás he pisado la puerta de calle sin llevar dos pañuelos: uno para mi uso personal, y el otro, llegado el caso, para enjugar las lágrimas de una dama. Ellas nunca llevaban pañuelo. Y se les corría el rimmel. Ahora, en cambio, usan kleenex
¡Imagínense!
Si en mis tiempos yo me llegaba a sonar la nariz con un pedazo de papel mi padre me daba vuelta la cara de un cachetazo.

Mi padre era muy severo. Y nos educó en la estricta observancia de las normas de la moral, las buenas costumbres y el respeto a las jerarquías, comenzando por la suya. Era un gigante hosco que repartía mandobles desde la cabecera de la mesa. Así y todo, no pudo librarse del despiadado amor de mis hermanas. Creo que ellas fueron realmente felices recién cuando la enfermedad postró a mi padre ya definitivamente. No podía arreglarse solo casi para nada, y se le fue quebrando la voz. Supongo que algo tuvo que ver en esto la costumbre de mis hermanas de cambiarle la sonda más a menudo de lo razonable.
No imagino peor modo de morir que a manos de una mujer piadosa.

La oficial Bellamor, debo reconocerlo, me escuchó con atención. Yo había contado la historia de mi padre de pie, casi sin toser, en un tono algo apasionado, sintiendo cómo la ira bullía en mi interior. La firmeza de mi voz se atenuó en el instante en que evoqué el mudo pedido de auxilio que debí haber leído en los ojos de mi padre. Pero en ese momento yo era un oficial joven, fuerte, seguro de mí mismo –Requena todavía investigaba ilícitos en la Puna– y no tenía idea del daño irreparable que puede ocasionar la conmiseración femenina.
Todavía me pesa el no haber hecho algo por él. Me limitaba a besar su frente ya marchita y partía a cumplir con mi deber dejándolo a merced de mis hermanas.

La oficial Bellamor echó una mirada a su reloj pulsera.
–Bien, comisario. Pero se nos pasó la hora. Si le parece nos vemos el viernes próximo. Entretanto, piense en lo que hemos hablado.
¿Hablado? El único que lo había hecho era yo.
–Pero si ni siquiera entramos en tema –protesté.
–No crea –repuso la oficial con una sonrisa–. Por ser la primera vez lo ha hecho usted muy bien.
Asentí, complacido. La vanidad suele jugarnos malas pasadas.
Bellamor estrechó mi mano con la suficiente firmeza como para que yo no olvidara que era una oficial de policía, pero sin exagerar, recordándome a la vez que también seguía siendo una mujer en el apogeo de su turgente feminidad.
–Nos vemos el viernes.
–Pero todavía no hablamos de Pérez...
–Tiempo al tiempo, comisario. Ya llegaremos a eso.
“Tiempo al tiempo”. Me gustó.
Prefiero, por así decirlo, el ritmo cansino de la Scotland Yard al desenfreno de los detectives norteamericanos. La paciencia rinde mejores frutos que el empeño impetuoso, a menudo irracional, de los policías modernos. Eso sí, me resultó algo extraño que fuera precisamente una joven quien me lo recordara.
Caminé satisfecho a lo largo de los entrañables pasillos del Departamento, observando con simpatía los rostros de los nuevos efectivos. Detrás del desagradable desaliño que en su momento me había impulsado a elevar –junto a un centenar de retirados– una nota formal de protesta a la superioridad, creí ahora entrever un reservorio moral y profesional –del que la oficial Bellamor se había transformado casi en un paradigma– capaz de retornar a la Federal a la altura de las mejores del mundo.

En el lugar de los hechos
Lamentablemente, también en el caso de la oficial Bellamor se cumplió el viejo axioma de que la primera impresión es la que vale. Demostró ser una vulgar entrometida.
–Hábleme de su madre– dijo en nuestro segundo encuentro.
Tuve un acceso de tos. ¿Por qué iba a hacer yo semejante cosa? La camaradería, que se nutre de compartir tareas comunes, no debe confundirse con una excesiva familiaridad. En caso contrario ¿hasta dónde llegaríamos? Uno comienza por las confesiones íntimas y acaba llevándose a la cama a su compañero.
Suena repugnante ¿verdad?, pero téngase en cuenta que en este caso mi compañero era una mujer, aunque yo hiciera todo lo posible por negarme a verla de esa manera. Quiero decir, mis esfuerzos por ignorar los extremos de sus pechos constriñendo el delgado tejido de su tricota eran realmente denodados. Fuera de eso, me la imaginaba debajo de la falda azul marino exactamente igual a las muñecas plásticas con las que solía jugar mi hija, esas que no hacen pipí. Jamás fui partidario de los juguetes escatológicos, ni parlantes. Mucho menos de los robots autopropulsados: limitan la imaginación de los niños.
Contra eso precisamente luchaba yo mientras la oficial Bellamor preguntaba por mi madre, contra mi imaginación, tal vez sobre incentivada por la billarda, el dinenti y los demás juegos premecánicos de mi infancia.
De haber sido otras las circunstancias me hubiese abandonado a la peligrosa familiaridad que la oficial pretendía introducir en nuestra relación, pero el cadáver de Pérez, con el extremo ensangrentado de un estilete asomando de su oído, seguía en mi mente y se superponía a la redondeces de mi compañera, recordándome las razones que me habían llevado al Departamento Central de Policía.
–Prefiero que hablemos de Pérez –dije al cabo de un rato.
–Significa mucho para usted... ¿verdad?
¡Qué ocurrencia! Por supuesto que un asesinato perpetrado en mis narices tenía que significar algo para mí.
–Se lo voy a preguntar de otro modo –dijo la oficial Bellamor tomándose todo el tiempo del mundo para seleccionar sus palabras– ¿Qué era Pérez para usted? Quiero decir: ¿qué papel jugaba en su vida?
Me encogí de hombros.
–Un mozo.
La oficial asintió con un cabeceo y anotó algo en su cuaderno.
–¿Y que clase de vínculo... los unía?
Era una pregunta difícil. Podía haber contestado: el dominó, pero hubiera sido una respuesta muy imprecisa.
La oficial Bellamor intentó romper mi mutismo con una nueva pregunta.
–¿Diría usted que Pérez era muy buen mozo?
–En absoluto. Tenía experiencia y se comportaba de un modo muy profesional, pero temblaba demasiado.
Bellamor no consiguió disimular el asombro.
–¿Temblaba?
–Si, su mano. Usted sabe.
Hizo unas nuevas anotaciones en su cuaderno.
–¿Y eso le resultaba a usted una arista irritante, o por el contrario, algo que lo atraía de su comportamiento?
Jamás se me había ocurrido verlo en esos términos, aunque debo admitir que no resultaba muy agradable recibir la mitad del café dentro del pocillo y la otra mitad volcada en el plato. Pero ya no iba a responder más preguntas inconducentes.
–Quiero saber –dije– cuando vamos a ir al lugar de los hechos.
La oficial Bellamor pareció dudar.
–No es lo usual...
Estuve a un tris de perder los estribos. Podían inventar todos los días nuevos métodos investigativos pero ninguno prescindiría de la observación de la escena del crimen.
–Aunque en este caso –prosiguió luego de echar una mirada a su reloj– podríamos hacer una excepción. Mi turno termina dentro de diez minutos.
Salimos por la puerta de Virrey Ceballos. Había dejado mi automóvil estacionado a sólo media cuadra del Departamento, sobre Moreno, estaba seguro; exactamente frente a una marroquinería.
–Lo recuerdo porque me quedé un rato admirando el repujado de esas botas. ¿Ve? Esas que están ahí.
La oficial Bellamor me tomó del brazo.
–Tranquilícese, comisario. Se lo habrán robado.
¿Robado? ¿A mí? Y esa mocosa lo sugería así, lo más campante.
–Pero ¿qué clase de policía es usted?
–Del Servicio Profesional –repuso–. Pensé que ya lo sabía.
Qué podía saber yo si luego de veinte años de retiro ignoraba hasta la existencia misma del “Servicio Profesional”. En mis tiempos ese término aludía a una ocupación muy específica, en un todo reñida con una normal actividad policial. No era posible que el organigrama hubiera cambiado hasta ese punto. Tomé un traguito de jarabe y me cuidé de hacer algún comentario. Bellamor acudió en mi auxilio, sin proponérselo.
–Más probablemente –dijo– se lo haya llevado la grúa.
Hablaba de mi automóvil, no del organigrama, aunque por un momento tuve la imagen de una gigantesca grúa manejada por un acicalado proxeneta polaco arrancando de cuajo el edificio del Departamento Central de Policía. Tenía que hacer algo con el jarabe para la tos.
“Es buenísimo, abue” –había dicho Julioscar cuando deshice el envoltorio de la farmacia.
En un principio supuse que se refería a las propiedades curativas del medicamento, pero luego comencé a tener extrañas visiones. Como la de la grúa. O los mamelones de la oficial Bellamor atravesando la apretada trama de su jersey.
Cuando recuperé una adecuada percepción de la realidad, estaba junto a la oficial Bellamor en el asiento trasero de un automóvil de alquiler. Su falda se había levantado hasta la mitad del muslo y nuestras rodillas se rozaban cada vez que el conductor hacía una maniobra brusca. Preferí mirar por la ventanilla. Y me eché otro trago de Expectoran Plus.
En un santiamén llegamos al Español, la escena del crimen. Entramos por la puerta de la ochava. Inmediatamente, las cabezas de los escasos parroquianos se volvieron hacia la oficial.
–No es lo que esperaba –dijo ella cuando nos sentamos a la mesa junto a la ventana de la calle Estados Unidos.
–Es uno de los pocos bares que se han mantenido intactos en los últimos cuarenta años.
–Y desde entonces a nadie se le ocurrió pasar una escoba.
La oficial decía eso porque todavía no había probado el café. Sabe como si hubieran escurrido el trapo de piso dentro del pocillo. No la detuve cuando pidió un express; tal vez una buena lección le bajara un tanto los humos. Yo opté por un aperitivo Lucera.
La oficial Bellamor echó un vistazo a su alrededor.
–Así que acá se encontraba con Pérez.
–En esta misma mesa, año tras año, todos los jueves.
–Es un lugar un poco deprimente ¿no le parece?
–¿Qué esperaba encontrar? ¿Un dancing?
Lanzó una carcajada burbujeante
–¿Y a qué hora empieza la movida?
–No comprendo...
–¿Cuando llegan...?
En ese momento Bellamor llevó a sus labios el pocillo conteniendo el brebaje espeso, amarronado, de consistencia y, lo que es peor, gusto semejante al barro, sobre el que, previamente, como en una ceremonia ritual digna de mejor fin, había volcado dos gotitas de edulcorante.
Me echó una mirada al estilo Paulette Goddard, revoleando los ojos, súbitamente ribeteados con una aureola escarlata, y apretó los labios. Después tragó. Y comenzó a toser. Y siguió tosiendo, arqueada sobre sí misma como un senador romano en un vomitorio público, hasta que le alcancé mi frasquito de jarabe. Despistada por su gustillo dulzón, o aturdida por las convulsiones, lo confundió con un naranjín y lo vació de un trago.
Mientras ella secaba sus ojos con mi pañuelo de reserva, tomé el envase de Expectoran Plus y me lo eché al bolsillo.
–Gracias –dijo, descargando su nariz en el pañuelo. Rogué por que no intentara devolvérmelo. Tosió un par de veces más, se limpió los labios y miró con aire preocupado el tono rojizo de su saliva (restos del Expectoran, sin duda).
–¿Qué me dio?
–Un remedio que me recetaron en el Pami.
Asintió con un cabeceo. Otra incauta convencida de la inocuidad de los productos medicinales.

Expectoran Plus
Después de vaciar de un trago el frasco de Expectoran Plus, la oficial Bellamor dejó de toser. Miró las paredes del bar con cierta aprensión.
–No lo puedo creer ¿Está seguro de que aquí se encontraba con Pérez? El ambiente es medio deprimente ¿no?
Paseé mi vista por la descascarada pintura al aceite, de un gris verdoso, que en algunos sitios dejaba ver aureolas marrones y en partes, hasta el celeste que había alegrado el salón en sus épocas de esplendor, allá por el 42, o todavía antes, pero no mucho: en tiempos del comisario Santiago las paredes del Español habían lucido un tono rosado, que se tornaba granate luego del anochecer, gracias a la peculiar iluminación ideada por el ingeniero Kurioski, un judío polaco que había huido de los pogroms entremezclado entre las prostitutas de la zar mizdah.
Desde ya, el bar no llevaba el mismo nombre, ni el café tenía gusto a trapo rejilla y a Ramón Zúñiga, actual propietario del establecimiento, lo habrían echado a patadas dejándole el trasero más tumefacto que el del mandril de Abisinia del gobernador Lacerda, que pasaba por ser el suegro de Marita Estigarribia, una hermosa feminista que, extrañamente, me recordaba a la oficial Bellamor. O viceversa. No podía estar seguro: en esos momentos se me había formado una laguna en la memoria, pero no una cualquiera sino de la clase que mi nieto Marcelo denomina “la ciénaga”.
Para peor, la oficial Bellamor había dado cuenta de mi tónico de la memoria, que mezclo a un aproximado 50%, con el jarabe para la tos a fin de no andar cargando con tantas botellitas.
Sospecho que había pasado un buen rato cuando me sorprendí relatando las derivaciones del encuentro que los delincuentes ácratas Segundo David Peralta y Juan Bautista Bairoletto habían sostenido en un templo masónico de Barracas y que puso al borde del frenesí al legendario comisario Requena.
La oficial Bellamor asistió boquiabierta a mi relato, aunque, según me pareció, sin prestarme demasiada atención. Por un momento, su expresión alelada llegó a desconcertarme, pero luego advertí que, a pesar de sus esfuerzos –que se evidenciaban en un anormal fruncimiento del ceño– no conseguía fijar la vista. Lo realmente descorazonador sucedió después, cuando pretendió corregir su maquillaje.
¿Vieron alguna vez esos negros del África que se pintarrajean con ceniza y sangre de bueyes recién degollados?
La oficial Bellamor no, ni siquiera en ese momento, a pesar de sostener un espejito en sus temblorosas manos. Cuando terminó su disparatada obra de redecoración facial se entretuvo reflejando la luz del sol sobre los ojos de los automovilistas que bajaban por la calle Estados Unidos.
–Va a provocar un accidente.
–Estoy aburrida.
Plegó los labios, como una niña enfurruñada, aunque la línea de rouge que subía en diagonal por su mejilla le daba una expresión risueña
–¿Cuando llegan los strippers? A ver usted, Zúñiga –gritó, girando hacia la barra– ¡Ale! ¡Ale!
Zúñiga, que la miraba con el belfo caído, llevó su índice hasta la boca del estómago.
–Si, a vos te hablo, corazón –se extralimitó la oficial Bellamor–. Vení para acá.
Me puse de pie y fui al baño. Tiré el envase vacío de Expectoran Plus al inodoro y regresé al salón.

Un momento de distracción
Regresé del baño tratando de ocultar el lamparón que aparece en mi entrepierna cada vez que voy a orinar y me encontré en el salón del Español. Fue una auténtica sorpresa: en el trayecto me había parecido estar en el camarote del SS Río Santiago mientras Mesic se colocaba las medias de punto de Marita Estigarribia.
¿No les conté de Marita Estigarribia y su extraña relación con un famoso criminal croata?
Sucedió hace unos años. Lo deduzco del hecho de que todavía me encontraba de servicio, escoltando hacia su destino final a Milan Boleslao Mesic, un temible asesino de los Balcanes.
Estábamos en el camarote de Marita, que observaba con curiosidad mientras Mesic revolvía en su baúl. Finalmente el croata eligió una corta pollera tableada, una blusa a lunares y las medias de punto de color ámbar. Los zapatos de taco le iban un poco estrechos, pero se los calzó con estoicismo.
–Son esenciales para el disfraz –dijo.
Luego se colocó una peluca morena y se encerró en el baño. Salió al cabo de una hora, perfectamente maquillado. Con la capelina echando una sugestiva sombra sobre su rostro, Mesic era toda una mujer. Tenía, incluso, bonitas piernas. Podíamos pasearnos sin temor delante de las mismas narices de Stephanoski, el asesino serbio contratado para matar a Marita, quien huía de su suegro después de contraer matrimonio con la hija de un importante ministro gobernador de Getulio Vargas.
Me volví hacia Marita. Sus ojos brillaban de excitación: la perspectiva de correr una nueva aventura hacía fluir la adrenalina a todo vapor por su organismo. Por su seguridad, argumenté, no podía venir con nosotros. Era conveniente que aguardara en su camarote. Hizo una escena de llanto. Las lágrimas diluían el maquillaje que corría por sus mejillas haciéndola ver como el mandril sagrado de Abisinia que Rafael Leonidas Trujillo gustaba de mecer en sus rodillas.
¿O sería el gobernador Lacerca?
Como fuere, se lo hice notar. Marita me dio un puñetazo y caí sobre Mesic.
–¡Mis medias! –chilló el Carnicero de Bosnia.
Fue entonces que advertí la estimulante cadenita de oro que rodeaba el tobillo de Mesic y sufrí un vahído. ¿Hasta dónde era capaz de llegar al influjo del alcohol y la excitación?
Nunca habría de saberlo. Cuando me recompuse, incorporándome lentamente del piso de mosaico al que nadie había pasado un lampazo en el último siglo, me encontré en el salón del Español.
Contra lo que puede pensarse, descubrirme en el Español no me tranquilizó en absoluto. Ni mucho menos lo hizo el que nadie advirtiera mi ligera lipotimia. No era para menos: la oficial Bellamor se había trepado al mostrador y ensayaba unos pasos de zapateo americano. Los únicos tres parroquianos le hacían coro, golpeando sus palmas.
Zúñiga, tieso como un menhir céltico, me echó una mirada furibunda.
–Comisario, hágame el favor de llevarse de aquí a esta beoda.
–Vamos –dije a la oficial–, baje de ahí.
–Mami –cantó la oficial–, yo quiero un novio...
Sacudía frente a sí las manos, con las palmas enfrentadas, aludiendo inequívoca y soezmente a uno de los atributos que esperaba del pretendiente.
Yupanki, el lustrabotas oficial de la casa, un tucumano de edad provecta insólitamente parecido a un famoso folclorista francés, que barría el salón a cambio de que se le permitiera ejercer su oficio, y que ya llevaba calzadas un par de copas de Chissoti, intentó trepar al mostrador haciendo escala en su modesto banquito profesional.
El banquito crujió bajo su peso pero, antes de que se desarmara por completo, Yupanki alcanzó a levantar la pierna derecha y enganchó el talón en uno de los soportes de la bandeja secavasos. Los otros dos miembros del improvisado auditorio –entre ambos superaban holgadamente los ciento cincuenta años– lo sostuvieron con sus hombros. Yupanki adelantó una zarpa ávida hacia el tobillo de la oficial Bellamor que –recién ahora me percataba de semejante detalle– lucía una muy antirreglamentaria cadenita de oro, más propia de un asesino de los Balcanes que de un oficial de policía.
Ignoro qué extraño influjo ejercen los tobillos femeninos en los hombres de mi generación, pero si además están rodeados de una cadenita, el efecto sobre las glándulas llega a ser devastador.
Una dosis masiva de testosterona irrigó el cerebro del lustrabotas, obnubiló su ya muy menguado criterio y le otorgó un sorprendente vigor. Se asió al tobillo de Bellamor, dio un rugido, y trepó sobre el mostrador. Entonces todo se detuvo un instante y, como la imagen de un film proyectado en reversa, Yupanki fue deslizándose hacia atrás, soltó el tobillo de la oficial y se desplomó, definitivamente muerto, arrastrando consigo la bandeja secavasos sobre la menguada humanidad de sus auxiliares.
Llevé a la calle a Bellamor, ya más mansa, adentrándose en la fase depresiva del Expectoran Plus, y caminamos rumbo al bajo. En el trayecto me explicó la repugnante misión del Servicio Profesional, al que yo, erróneamente, había atribuido funciones de contrainteligencia. Pero lo que acabó por sacarme de quicio fue el mote de la sección a cargo del subcomisario Santiago: División Gerontes.
Subí a Bellamor a un camión que tenía como destino la ciudad de Sao Pablo, sin escalas, guardé los reales en la faltriquera, y me encaminé decididamente al Departamento de Policía.

domingo, 10 de octubre de 2010

8. El caso de los gastronómicos espías


–Fue un jueves, de eso no le quepa la menor duda.
A veces me pregunto si el amigo de Rita no será medio lelo. Se me queda mirando, sin responder a mis preguntas, ni siquiera cuando se las hago. Para no ser menos, yo también guardé silencio y lo miré a los ojos. Luego de un rato, asintió.
–Así me gusta –dije–. ¡Sepa que mi palabra es un documento!
Volvió a asentir.
–Sí ¿qué?
–¿Qué? –farfulló.
–Eso le acabo de preguntar, mocito.
El tipo es realmente un pusilánime. No entiendo cómo Rita pierde el tiempo con él, aunque, bien mirada la cosa, quien perdía el tiempo era yo, porque Rita no estaba ahí.
–¿Dónde está mi nieta? –pregunté, súbitamente inquieto por el paradero desconocido de Rita.
El lelo suspiró.
–¿Por qué no retomamos el hilo de la historia, comisario?
–Me parece muy bien –repuse satisfecho, aunque un poco inquieto por no estar muy seguro de qué historia hablaba–. Continúe, entonces.
–Me decía que fue un jueves.
Ya veía que así no iríamos a ningún lado.
–¿Quién le decía?
Usted me decía.
¿Por qué diablos yo le iba a decir que había sido un jueves? ¿Qué había pasado un jueves?
–Los jueves jugaba al dominó en El Español –le expliqué–. Lo recuerdo perfectamente porque lo tengo anotado.
Hace años comprobé la eficaz ayuda que los ayudamemorias prestan a la investigación policíaca. A fin de facilitarme la tarea, mi nieto Julioscar colgó un útil pizarrón de corcho en mi área del loft, a un costado de la heladera Siam del 46. Con unas chinches de colores fijo ahí breves recordatorios. Varios de ellos dicen: “Jueves, dominó, Español”. Otros, son más específicos: “Jueves, dominó, Español, Bolívar y Estados Unidos”. Me ayudan a no deambular los jueves, sin ton, ni son, en busca de algún español con quien jugar una partida de dominó.

Asesinato en El Español
Fue justamente un jueves cuando, luego de colocar el doble seis, Pérez me miró con sus diminutas pupilas de roedor ibérico.
–Juegue.
Yo no iba a desaprovechar semejante pie para reiniciar nuestra conversación del mes anterior. Dije:
–Así que había sido un agente comunista...
–¡Silencio! Hable más bajo, pedazo de botara…
Metí mi mano dentro del saco, bajo la axila izquierda. Pérez palideció. Extraje el frasco de Expectoran Plus y bebí un sorbito.
–Continúe. La historia de García y Stalin que me contó los otros días me resultó apasionante.
–¡Pero me cajo en la puta madre!
Pérez miraba estupefacto la verde superficie del linóleo donde brillaban, solitarios, su doble seis y mi seis-dos. Su mano izquierda se dirigió, temblorosa, hacia el pozo. Dio vuelta un dos-cinco y sonrió.
–Soy un hombre de suerte.
Simulé reflexionar. Lo tenía en mis manos y quería gozar todo lo posible de mi revancha.
–Por eso se salvó de los fascistas...
Y sin darle tiempo a responder coloqué el cinco-seis.
Gruesas gotas de sudor le brotaban en la línea de nacimiento del pelo y se escurrían a lo largo de su frente. Pude notar que llevaba dos coronas de oro en el lado izquierdo de la boca y un puente entre el primero y el tercer molar inferior derecho.
Robó tres fichas hasta dar con la adecuada y la colocó sin hacer ningún comentario. Ya no sonreía y en sus ojitos despuntaba un brillo de alarma.
–Se le acabó la suerte.
–No diga usted eso... –suplicó con un hilo de voz–. En mi oficio resulta fundamental.
Lo observé revolver el pozo con avidez mientras me preguntaba por qué la suerte resultaría un factor fundamental en la vida de un gastronómico jubilado. Dio vuelta una ficha y suspiró con alivio.
Me tocó robar a mí. Sin embargo, Pérez ya no exhibía su sonrisa sarcástica y hasta parecía ausente, ensimismado en sus tribulaciones.
–Cuando vi a García sentado a la diestra de Stalin comprendí que todo estaba perdido. ¡Era un agente fascista!
Bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
–Pero yo tenía mi propio agente infiltrado en el riñón del régimen –prosiguió–: Montserrat Puig. Di instrucciones a Vázquez para que la llevara a Moscú.
–¿Qué Vázquez?
–El mozo de la mañana, ¿no lo recuerda? –repuso con naturalidad– Pertenecía al POUM, pero en realidad era un agente de la Checa. En honor de verdad, el mejor que he visto a lo largo de mi carrera: jamás lograron descubrirlo. Con decirle que fue él quien señaló a los fascistas la verdadera ubicación del escondite de Trotski.
–A los estalinistas –corregí– Conozco la historia: Ramón Mercader lo asesinó con un pico de andinista.
–¡Ese no era Trotski, hombre! Fue por eso que Mercader, un agente trotskista, desfiguró a su víctima con el pico. El auténtico Liev Davídovich Trotski estaba oculto en Buenos Aires, donde tenía un corretaje de café en grano. Y fue buscándolo que mil trescientos cincuenta y seis españoles vinimos a este país de indios y bárbaros como ustez, pero, eso sí, cada uno por su lado. Claro que al cabo de un tiempo, de tanto discutir en los cafés de Avenida de Mayo, algunos acabamos por hacernos compinches y pusimos un bar. Además, de ese modo podíamos mantenernos bajo vigilancia los unos a los otros.
Recordé al otro mozo de la mañana, el asturiano que no se cansaba de hablar de la dinamita.
–López, un anarquista –explicó Pérez.
Rebuscó entre las fichas, levantó una y volvió a cagarse, esta vez en la Virgen desatanudos. Luego añadió:
–Lo usábamos como cobertura. Al fin y al cabo él era un verdadero exiliado. Juega usted.
–¿Qué?
–Que ponga una ficha. Estamos jugando dominó.
Me pareció que Pérez no había colocado la suya, pero no podía asegurarlo. El catarro, que me obligaba volverme hacia un costado para toser, me impedía seguir el juego con la debida atención. Tomé un nuevo traguito de jarabe.
–Monsterrat Puig se convirtió en mi amante –decía Pérez–. Una vez al año viajaba a la Unión Soviética a copular, que buena falta le hacía. ¿Qué le parece?
–Que juega usted.
Pérez parpadeó.
–¿Ya?
Había acumulado una gran cantidad de fichas y su mano temblequeaba como en sus buenas épocas de gastronómico. Asentí con un cabeceo, sonriendo para mis adentros. Después de diez años estaba, por fin, a punto de ganarle una partida.
–Pero cometí un error fatal –dijo, sin jugar–. Durante una de mis visitas, mientras tomábamos unas botellas de vodka en mi dacha de las afueras de Moscú, revelé a Montserrat su verdadera identidad. Imagine su frustración: hasta ese momento la pobre creía ser un fascista homosexual. En cuanto supo que en realidad era una cupletista ninfomaníaca, creyó haber perdido todo su sex appeal. Desde entonces juró matarme y, en venganza, se alió a los requetés. Juegue.
A pesar de su evidente esfuerzo por distraerme, gracias al Expectoran Plus yo había conseguido mantenerme alerta.
–No. Usted juega.
–Le toca a ustez –insistió Pérez.
–De ningún modo. Estas dos fichas las coloqué yo.
–Pero no sea cabrón y mal perdedor, hombre.
–Lamento informarle, señor Pérez, que yo estoy ganando la partida.
Se alzó de hombros.
–Eso nunca se sabe hasta llegar al final. Y luego, ya no importa.
En un juego donde el perdedor abonaba las copas su filosofía carecía de utilidad práctica.
–Beria nunca me lo perdonó –suspiró Pérez.
–¿De qué habla? Juegue de una vez.
–Del comisario del Pueblo para Asuntos Internos Laurenti Pávlovich Beria. Montserrat se había convertido en un mito para los soviéticos. Imagínese lo que significó para ellos que de buenas a primera se volviera requeté.
No había hecho el menor amago de robar otra ficha.
–No hable tanto y siga jugando.
–Ustez siempre preocupado por tonterías, Petorutti. Mientras en el café se libraba la más importante batalla de la guerra fría, ustez nos fastidiaba con sus procedimientos en busca de quinieleros.
–Era mi trabajo –tosí.
Sonrió de costado. Una mueca desagradable deformó su rostro.
–Lo único que ambicionaba era el soborno, el sobre que todos los meses pasaba a recoger el comisario Requena.
Tuve un vahído. Requena podía ser capaz de las más grandes canalladas, pero ¿soborno?
–Y después –prosiguió sin abandonar su sonrisa torcida– lo repartía con ustez.
Me puse de pie de un salto.
–¡No le permito!
Pérez también se incorporó, pero apoyándose en un ángulo de la mesa, que se inclinó hacia un costado. Las fichas de dominó se deslizaron por el linóleo y cayeron en el piso de mosaico con un tintineo de campanillas.
–¡Tablas! –exclamó Pérez.
–Pero hijunagran...
Tanteaba el respaldo de mi silla en busca del bastón cuando desde el mostrador, detrás de la bandeja posavasos, se escuchó la voz de Zúñiga, el propietario del establecimiento.
–¡Pérez, teléfono para ti!
Pérez sonrió, me dirigió una leve inclinación de cabeza y se encaminó hacia un antiguo teléfono de vela que, con el auricular descansando sobre el mostrador, se erguía junto a la caja registradora. Pensé detenerlo, obligarlo a admitir su derrota, pero el catarro volvió a jugarme una mala pasada.
Llegó junto al mostrador, aferró la vela con la mano izquierda, acercó la bocina a su boca y colocó el auricular en su oreja derecha.
–Hola –dijo antes de girar sobre sí mismo, con los ojos y la boca muy abiertos. Quedó un instante, de pie, con la mirada perdida y cayó al suelo arrastrando consigo el aparato telefónico.
Corrí hacia él. El auricular permanecía adherido al costado derecho de su cabeza. Por la oreja izquierda asomaba el extremo ensangrentado de un estilete.
Tomé el resto de jarabe que aún quedaba en el envase, salí del bar y recién al llegar a mi casa atiné a llamar al comando radioeléctrico.

Una amenaza telefónica
Cuando corté la comunicación después de denunciar al comando radioeléctrico el asesinato de un gastronómico en San Telmo, me quedé mirando el teléfono.
–¿Qué hacés abuelo? –me preguntó Julioscar cuando volvió de su trabajo.
Parpadeé, recordando que estaba en el loft. Había anochecido.
–Estaba viendo si funciona el contestador –me apuré a responder.
¿Sabe qué pasa, Sandrini?
–No soy Sandrini –me contestó un tipo de anteojos que no sabría decir si era alto o bajo. Se entiende: estaba sentado frente a mí y me miraba con atención–. Soy el doctor Glazer, de Ginebra –agregó.
–En uno de mis casos tuve oportunidad de conocer a un homicida chileno que se hacía llamar Glazer. Era bizco. No como usted.
El tipo meneó la cabeza.
–El único Glazer que usted conoce soy yo.
Me alcé de hombros. Daba igual cómo se llamara el tipo. La cuestión era contarle lo del teléfono. Ocurre que tengo en casa un contestador automático. Nuevecito. Lo compré luego de verme obligado a impostar la voz, fingiendo ser un aparato electrónico, ante las insistentes llamadas de una buscona que decía trabajar de adicionista en no sé qué cabaret del Bajo. A veces, hasta recuerdo escuchar los mensajes.
Hoy encontré uno del comisario Benítez, que comenzó a teclear sus primeros sumarios cuando yo ya estaba a punto de jubilarme.
“Se lo advertí, comisario”, dijo el contestador, imitando asombrosamente la voz de Benítez.
Mi mente estaba en blanco y así permaneció. Bastante es con que me acuerde de Benítez como para encima tener que recordar sus advertencias.
¿Y por qué me advertía? Miren el tupé del mocoso: hacerme advertencias a mí, nada menos. Me pregunté si no me habría estado amenazando. Sandrini dijo que le parecía improbable.
¿Qué hacía ahí Sandrini? Si yo había estado hablando con el doctor Glazer.
Sandrini dijo que yo lo iba a volver loco.
Sonreí para mis adentros: el tipo estaba por confesar. Pero había algo extraño, perturbador, que me hizo sospechar. Lo miré con atención: no era Glazer, definitivamente, pero tampoco Sandrini. Se trataba de un impostor: no le llegaría ni a la barbilla al auténtico, un hombre alto y calvo, muy bien plantado. Lástima que usara peluquines estrafalarios y en el momento menso pensado el muy maricón se largara a llorar. Un tipo tan grandote... si daba pena, hasta vergüenza ajena, y un poco de indignación. Más de una vez mi hija tuvo que hacerme sentar en la butaca del cine mientras varios comedidos, amparándose cobardemente en el silencio de la sala, chistaban para acallar mis protestas.
No era raro que el petisito se hiciera pasar por Sandrini: muchos locos creen ser personajes famosos. Lo raro era que supiera tanto de mí. Comprendí la razón en cuanto reanudó su interrogatorio.
–Seré curioso –dijo, como si no me hubiera dado cuenta–, ¿cómo es que sabe tanto de la guerra civil española.
–Por consejo de mi abogado, no voy a responder las preguntas de un detenido.
Yo no tenía ningún abogado, pero el truco funciona. Sandrini permaneció en silencio, pensativo, mientras me solazaba para mis adentros. No iba a darle el gusto de revelar nada acerca de la íntima amistad que me había unido a la bibliotecaria de la Casa del Pueblo. Marita Estigarribia, una mujer de belleza arrebatadora.
A veces, cuando pienso en ella acabo evocando a la oficial Bellamor oprimiendo sus rodillas contra las mías en un coche de alquiler.
Lo que no consigo recordar es qué hacíamos con la oficial Bellamor en un coche de alquiler, aunque tengo la seguridad de que fue culpa de Pérez, un mozo de bar que resultó ser un peligroso agente del Komintern. Lo habían asesinado ante mis propios ojos por medio de un sofisticado artilugio implantado en el teléfono. ¡Qué no inventan hoy día!
Recuerdo perfectamente las facciones del asesino. Subió a bordo del S.S. Río Santiago en el puerto de Santos. Me lo señaló Mesic, un asesino serial croata que fumaba en cubierta vigilando el muelle. Lo llevaba detenido a Estados Unidos, donde se haría famoso y moriría electrocutado, o en la cámara de gas o ganaría un Oscar, algo así como eso.

Un agravio innecesario
El comisario inspector Bermúdez escuchó mi relato en silencio, sin mostrar el menor signo de impaciencia, ni siquera cuando, muy ostensible, dudé del destino final de Milan Boleslao Mesi.
Bermúdez tenía los ojos semicerrados y una de las comisuras de su pequeña boca, en forma de corazón, se arqueaba levemente hacia la izquierda. Se enderezó en el asiento.
–¿Es todo?
–¿Le parece poco?
–Más que suficiente –suspiró Bermúdez–. Lo que no entiendo es la relación entre el doctor Glazer de Ginebra, un carnicero croata en un barco atracado en el puerto de Santos y el supuesto asesinato de su amigo un bar de Montserrat.
–¡No era mi amigo! ¡Era un agente soviético!
Yo me había incorporado a medias y aferraba el puño de mi bastón de un modo inconsciente pero, mucho me temo, también amenazador. Bermúdez adelantó las manos.
–¡Y no fue un asesinato supuesto! ¡Yo mismo pude ver el cadáver!
–Tranquilícese, comisario. Quería saber si había terminado.
Respondí con un seco “Sí”.
–Y pretende que investigue. Me lo imaginaba. Es lo que todo el mundo espera del DPOC. Supongo que los confunde el nombre de la Dirección. Cuando nos llamábamos Coordinación Federal la cosa era más sencilla, y nuestra tarea, mucho más acotada, pero Protección del Orden Constitucional despista hasta al presidente. Un opositor se tira un pedo, y ya está el ministro de Interior llamándome por teléfono, así sean las cuatro de la mañana. Claro, todo pertenece al orden constitucional y esperan que yo lo proteja. Pero sepa que apenas cuento con una plantilla de sesenta efectivos, ochenta eventuales afectados a distintos casos y un par de cientos de informantes pagos. Le confieso que a veces me gratifica eso de ser El Defensor de la Constitución, pero no soy Superman, comisario. ¡No soy Superman!
Nunca me gustaron los policías especializados en las investigaciones políticas. Supongo que algo tenía que ver en esto el comisario Requena, quien saltó de la seccional Balvanera Sur a la jefatura de Investigaciones gracias a su vinculación con un grupo de militares golpistas. Pero en este caso las fuerzas del orden público (o constitucional, como insistía en denominarlo Bermúdez) debían tomar cartas en el asunto. El antiguo café Gran Visir había sido un nido de espías peor que el Grand Hotel Berlín.
Bermúdez suspiró. Tenía un aire demasiado melancólico para mi gusto.
–Vamos por partes –dijo–. En primer lugar, el caso de espionaje, como usted le llama, ocurrió hace mucho tiempo.
Fruncí el ceño: ¿acaso el delito había prescripto?
–Me refiero –prosiguió Bermúdez con liviandad– a que esos viejos están ahora todos caducos.
–Tienen más o menos mi misma edad...
Al advertir el temblor de mi barbilla y mi puño crispado sobre el bastón, Bermúdez adelantó nuevamente sus manos regordetas.
–Están jubilados, eso quise decir. Esos tres espías son ahora ancianos inofensivos.
Apartó las manos a tiempo y mi bastón chasqueó sobre la tapa del escritorio.
–En primer lugar, mocoso inoperante, Pérez acaba de ser asesinado hace apenas dos días.
Bermúdez se acurrucó en la silla. En su rostro fláccido habían aparecido unas cuantas motitas rosadas.
–Y los espías –añadí, descargando un nuevo bastonazo que destrozó su portalápices de plástico, imitación mármol– no eran tres, sino cuatro. Cuando me inclinaba sobre el cadáver de Pérez miré hacia el mostrador y vi, como en un celaje, la silueta de un hombre ancho, fornido, de baja estatura: era el anarquista López. Surgió de detrás de la bandeja posavasos y desapareció en la puerta que da a la calle Chile.
–Como en un celaje... – murmuró Bermúdez. Luego se enderezó en el asiento y me miró con interés.
–¿Sabe comisario? Usted debería dedicarse a la literatura. ¿Nunca pensó en escribir sus memorias?
En ese entonces yo ignoraba la riqueza de las experiencias acumuladas a lo largo de mis noventa años de vida, pero ya habían comenzado a preocuparme ciertos olvidos sorpresivos, como para no percibir en las palabras del comisario inspector el tono inconfundible de la cachada. Más adelante pensé si acaso el pobre Bermúdez no habría realmente presentido mis condiciones literarias. En todo caso, fui un poco injusto. Mi bastón lo alcanzó en un costado de la cabeza.
Bermúdez pegó un grito y llevó una mano hacia su oreja mientras con la otra se cubría el rostro.
Cuando el cabo de guardia entró al despacho, alarmado por los gritos, yo estaba de pie junto al escritorio enarbolando mi bastón ante el aterrorizado Protector del Orden Constitucional.

Federal en comisión
Algunos días después del desagradable incidente con Bermúdez y mi expulsión del señero edificio del Departamento Central de Policía, el subcomisario Santiago me recibía en la puerta de su despacho.
–¡Comisario Petorutti! Adelante, pase por favor.
Me acompañó hasta el interior, arrimó una silla frente al escritorio y me quitó el bastón.
Confundido por tanta amabilidad, no atiné a oponer resistencia.
–Así estará más cómodo. Y, si me permite decirlo –añadió con una risita–, todos nos sentiremos un poquitín más seguros.
Lo estudié con atención. Era la viva imagen de su padre, compañero mío en la escuela de oficiales. Estatura mediana, pelo lacio, rostro anguloso con un poblado mostacho que le daba una expresión de fiereza, inmediatamente desmentida por su tartamudeo y un tic en el ojo izquierdo que lo había inhabilitado de por vida como jugador de truco. Ni el padre ni el hijo habían logrado librarse de la sombra del abuelo, el célebre comisario Santiago, Jefe de Investigaciones en tiempos de don Hipólito y responsable de haber enviado al comisario Requena a investigar ilícitos en la puna jujeña.
Nunca dejé de lamentar el retiro de Santiago, pero mis sentimientos de veneración hacia él no eran compartidos por su hijo y –supuse– tampoco por su nieto. Les sucedía lo mismo que a todos los descendientes de las grandes personalidades: jamás logran recuperarse del sentimiento de inferioridad que les produce la inevitable comparación con sus ancestros. El joven y sonriente subcomisario Santiago cargaba con la misma cruz que su progenitor.
–Mi padre le manda muchos saludos –dijo.
Le agradecí, con un cabeceo, y pregunté por su abuelo.
–Falleció hace treinta años.
Traté de disimular mi confusión. A veces, la memoria me juega malas pasadas.
–Lo sé. Y ahora que recuerdo tengo que ir a presentar mis respetos a la viuda, además de hacer lo propio con la abuela de un ascensorista.
El subcomisario tuvo la delicadeza de cambiar de tema. Tal vez para él también fuese un alivio, pues hablábamos de su poderoso abuelo, pero de todos modos se lo agradecí mentalmente.
–He sabido que tuvo algunos problemas con el comisario inspector Bermúdez.
Ese gordinflón pusilánime ya le había ido con el cuento a la superioridad. Así que por eso me habían citado del Departamento.
–Hay muchos casos como el suyo –añadió Santiago.
–¿Si? –pregunté con interés.
Santiago asintió.
–Supongo que será debido a la tensión del mundo moderno, usted sabe – hizo un gesto vago con la mano–. El aceleramiento, los cambios vertiginosos y todo eso.
Si los cambios vertiginosos “y todo eso”, como ambiguamente lo había descrito el subcomisario, tenían algo que ver con los correctivos bastonazos que yo había aplicado a Bermúdez, el pobre debía tener el lomo cocido a golpes. No, Santiago estaba en un error.
–Le pegué porque es un gordo presumido e irrespetuoso.
–Sí, sí. Es lo que dicen todos.
¿Todos? ¿Cuánta gente le había pegado a Bermúdez? Por un momento me sentí un abusador. Pero se lo tenía merecido. Y en todo caso, si no podía defenderse a sí mismo mal podría proteger el Orden Constitucional. De todos modos debía dar una explicación. No quería que mi trayectoria quedara mancillada por un asunto de menor cuantía
–No lo sabía –dije–. No soy de la clase de persona que hace leña del árbol caído.
Santiago me miró con curiosidad. Y, una vez más, cambió de tema.
–Le he concertado una cita con la oficial Bellamor.
–¿Una mujer? ¿Y la cree suficientemente capacitada?
Santiago suspiró. Por un momento me pareció que emanaba un aire a cansancio, a hastío, un penetrante efluvio a fatiga moral. Pero inmediatamente después, exhibió su dentadura en una sonrisa juvenil.
–Es una oficial muy experimentada y está a cargo de muchos casos como el suyo.
Una experta en espionaje. Bien, bien.
–Gracias, subcomisario. Y saludos a su señor padre.
–Le serán dados –Santiago abrió la puerta del despacho y me palmeó la espalda–. Hasta pronto, comisario. Y ande con cuidado.
Sonreí y le guiñé un ojo.
–El zorro pierde el pelo pero no las mañas.
–No comprendo...
–Quiero decir –añadí, algo irritado– que he sido policía durante más de cuarenta años. Sé cómo cuidarme.
–Si –dijo Santiago–, pero tengo entendido que no le renovaron el registro.
–¡Ese oculista era un inepto!
Santiago volvió a palmear mi espalda.
–Conduzca con cuidado. Y la próxima vez no estacione su automóvil sobre la avenida Belgrano. Está prohibido ¿sabe?
–Federal en comisión.
Santiago suspiró. Sí, era hastío. Probablemente había tenido un día muy agotador.
–Quiere decir que soy un policía...
–¡Ya se lo que quiere decir! –exclamó– ¡Mi abuelo lo repetía cada vez que yo golpeaba la puerta del baño! Se encerraba ahí horas y horas –añadió, ya algo más calmado–, y cada vez que uno pretendía hacer sus necesidades, desde adentro mi abuelo contestaba: “Federal en comisión”.
–Lo siento –tosí.
Nuevamente, el catarro había comenzado a fastidiarme.
–Usted también está retirado, comisario, así que no me joda con esas pelotudeces. Y ahora váyase, y tenga cuidado al poner en marcha su automóvil.
–¡No soy un inútil!
Me coloqué el sombrero y caminé por el corredor. Santiago me gritó algo, pero no me detuve para escucharlo. Creo que quería decirme que me habían colocado un cepo en la rueda delantera izquierda. Avancé a los saltos unos veinte metros antes de darme cuenta.

sábado, 18 de septiembre de 2010

7. El salto a la fama


–¿Le hablé del Servicio Profesional?
Hice la pregunta a bocajarro. Un joven algo excedido de peso, que pretendía disimular su prematura calvicie debajo de un manojo de desordenados cabellos y al que alguien –tal vez el sargento Baltiérrez– había dejado un ojo en compota, tomaba notas con su brazo sano mientras yo lo sometía a un severo interrogatorio, se estremeció en su silla.
–Algo me dijo...
–Algo le dije... Ajá.
Para mis adentros me pregunté por qué.
–¿Por qué, qué? –preguntó el reo. Era igualito a Sandrini.
Se ve que últimamente pienso en voz alta. Debe ser una especie de incontinencia oral, como la de la señora Ibarlucea, pero más peligrosa. Fíjense que en lugar de hacer confesar a un detenido, el que confesaba era yo, nada menos que un comisario de la mejor del mundo.
El reo me miraba con extrañeza, desde abajo. ¿Qué hacía yo en posición de firme, haciendo el saludo reglamentario, inspirado en la señal en clave de la policía secreta del Kaiser, según me contó Pérez en una oportunidad?
¡Perez! Todo fue su culpa.
Me dejé caer en la silla, abatido. Siempre sospeché que debí haber atropellado a Pérez cuando algunos años atrás, en la esquina de Chile y Piedras, se cruzó en el camino de mi Buick.

Un encuentro fortuito
Perez iba con la cabeza gacha, la vista en el suelo y la mente perdida en vaya uno saber qué inanidades. Operaciones matemáticas, seguramente.
El cerebro de un mozo de bar es lo más parecido que puedo imaginar a una calculadora científica. Pérez debía venir haciendo sumas de números de tres cifras con decimales, una habilidad para la que los gallegos parecen étnicamente superdotados. También son muy propensos a la fabulación. Y poseen personalidades adictivas. En buen romance, significa que adquieren inofensivos vicios y pequeñas manías de las que son eternamente esclavos.
Estas características se acentúan con la edad.
Imaginen el estado mental de Pérez cuando desistí de atropellarlo en Piedras y Chile si cuarenta años antes ya insistía en mostrar al comisario Requena la herida que había recibido en la guerra civil española.
Por alguna razón que todavía hoy no alcanzo a comprender, Requena se empeñaba en llevarme consigo cuando a la salida del servicio pasaba a tomar una copa por el bar El Gran Visir, atendido por sus dueños: Pérez, García, Vázquez y López.
La primera vez que Pérez –el mozo de la tarde– mencionó su herida de guerra, Requena exhibió una auténtica curiosidad, pero se sintió un poco desilusionado cuando Pérez extendió ante nosotros el meñique de su mano derecha.
–Así como la veis –dijo– es una herida de guerra.
Ni Requena ni yo alcanzamos a distinguir nada, pero Pérez mostraba tanta pasión al contar sus hazañas bélicas que no nos atrevimos a contradecirlo, aunque me parecía muy extraño que siguiera con vida llevando en la cartera una foto del generalísimo Francisco Franco, a quien llamaba “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.
–Por la gracia de su puñetera madre –proclamaba desde la caja registradora su socio, el valenciano García, un furibundo estalinista.
La pareja de mozos de la mañana, más parca y al parecer mejor avenida, se componía de dos asturianos, Vázquez y López. Vázquez, el único cuya apariencia general le hubiese evitado figurar en el catálogo del doctor Lombroso, había pertenecido a un partido de intelectuales trotskistas diezmado a partes iguales por estalinistas y fascistas. López, por su parte, un anarquista ancho y bajo, de crespo pelo rubio y rostro esculpido a buril, parecía cobrar animación únicamente al hablar de la dinamita.
No debe extrañar entonces que desconfiara de la veracidad de Pérez. Su franquismo era indudablemente tan falso como su herida de guerra. En caso contrario, difícilmente hubiera sobrevivido a semejantes asociados.
Desde luego no pensaba en eso, ni mucho menos, cuando muchos años después se cruzó en mi camino y clavé los frenos. Detrás mío venía un auto pequeño, un Renault Gordini con motor de 36 hp y carburador Solex de 32 milímetros. Probablemente tenía tablero color té con leche. Imposible saberlo con seguridad, pues apenas frené, el conductor del pequeño bólido que hizo famoso a Gastón Perkins alcanzó a torcer el volante hacia la derecha para evitar estrellarse contra la poderosa carrocería de mi Buick. Una motocicleta, que contraviniendo al menos dos ordenanzas municipales –la que prohíbe conducir sin casco y la que indica que los vehículos deben ser rebasados por la izquierda– avanzaba a toda velocidad junto a la línea de automóviles estacionados, se incrustó en el guardabarros delantero del Gordini, pasó por encima del capot dibujando una curiosa voltereta y aterrizó a los pies de Pérez, quien, sobresaltado por el chirrido de frenos había levantado su cabeza y miraba en mi dirección. Metió la mano al bolsillo y se echó un trago de un frasco que contenía –lo supe luego– jarabe para la tos.
Lo saludé con la mano, pero su atención era atraída por algo que ocurría a mis espaldas. Miré por el retrovisor: un camión recolector de basura patinaba sobre los adoquines. El conductor cerró los ojos antes de convertir al Gordini en una albóndiga de chatarra. Parte del contenido del camión cayó sobre el pequeño automóvil, comenzando por el peón que encaramado en lo alto, apisonaba la basura con las plantas de sus pies, una costumbre de los camiones recolectores de basura de la época (la de la compactadora humana, no la de aplastar Gordinis).
Toqué la bocina y recién entonces Pérez reparó en mí. Le hice señas de que se acercara.
–¡Comisario Petorutti!
–Suba, Pérez. Lo llevo.
Se sentó a mi lado. El motor zumbó con la serenidad de un ascensor automático y nos pusimos en marcha, con un pequeño tirón. Pérez suspiró:
–Usted siempre igual, comisario.
Asentí, con una sonrisa. Me precio de conservarme joven y de buen ver.
–En cambio a usted lo noto mucho más pálido. ¿No estará enfermo?
–No –dijo Pérez–. Pero, por favor, mire para adelante: acaba de pisar un perro.
Desde entonces, comenzamos a encontrarnos todos los jueves a jugar una partida de dominó en el café-bar El Español, de Bolívar y Estados Unidos.

Un hombre de suerte
Pérez estaba muy avejentado, con el cabello completamente cano y cortado al rape. Y aunque era propietario de una media docena de hoteles –todos ellos en la zona de Montserrat– vestía muy humildemente. El saco de gabardina gris, los pantalones de sarga y las zapatillas azules lo hacían ver como un prisionero del Gulag. Pero viajaba dos veces al año a su tierra natal. Quitaba entonces las fundas a sus ternos a medida confeccionados con casimires de Rocha y calzaba en su anular izquierdo un anillo de oro con sus iniciales entrelazadas. Y siempre, absolutamente siempre, recibía el doble seis en la primera mano. Y sonreía al decir: “Soy un hombre de suerte”.
Llevábamos algo más de quinientas partidas de dominó, de las que no había conseguido ganarle ninguna, cuando en una oportunidad, luego de repetir su rutina, añadió:
–Los fascistas aún no han conseguido dar conmigo.
–¿Cómo los fascistas? Si usted es fascista...
–¡Qué va, hombre! –exclamó.
Y luego de echarse al garguero un traguito de jarabe, me relató una extraña historia
–Verá usted... – Pérez colocó un doble tres que me obligó a robar siete fichas del pozo y me provocó el primer acceso de tos de la jornada. Lo maldije por lo bajo y tomé una cucharadita de mi propio frasco de Expectoran Plus–, como todo el mundo sabe –prosiguió– el cajero García..., ¿lo recuerda? ¿Ese que pasaba por miembro del Partido Comunista? Pues bien, era un agente de Falange Española y de las Jons infiltrado en las filas republicanas.
Encontré por fin un tres cinco y suspiré.
–¿Lajons?
–Jons. Juventudes Obreras Nacional Sindicalistas. Me extraña en usted comisario, que no esté al tanto, porque usted estaba en orden político ¿verdad? Y dedicado a espiar a los exiliados republicanos.
Naturalmente, eso no era cierto.
–No diga pavadas –coloqué mi ficha y recé porque Pérez no dispusiera de ningún cinco.
Pérez se echó otro trago de jarabe directamente del frasco.
–La misión de García era espiar al general Líster. E informar de sus movimientos al propio Serrano Suñer. Lo conocí en Rusia.
–¿A Serrano?
–¡Pero qué dice hombre! –se escandalizó Pérez– Serrano Suñer jamás pisó el frente de batalla. Ni en Rusia ni en ningún otro sitio. Era propiamente lo que se dice un combatiente de escritorio. Bueno para disfrutar los goces de la victoria, pero inoperante a la hora de quemarse los cojones para quitar las castañas del fuego.
Tuve un estremecimiento y un nuevo acceso de tos. El salvajismo de los españoles jamás dejará de sorprenderme. Pérez malinterpretó mi gesto: acababa de colocar el doble cinco y me dirigió una sonrisa bestial, propia de quien está dispuesto a todo con tal de comerse un puñado de castañas.
–Se dice por ahí que durante la Segunda Guerra, Serrano Suñer hizo una visita a los fascistas de la División Azul, en las afueras de Moscú. Pero no era Serrano, sino su doble, la actriz catalana Montserrat Puig, a quien los nacionales habían sometido a un lavado de cerebro. La pobre llegó a creer que Pilar Franco era La Pasionaria.
–No comprendo. ¿A quién conoció en el frente ruso?
No era eso lo único que no entendía, pero a cierta altura de la vida hay que tratar de disimular
–A García. Yo había cruzado las líneas para brindar mi informe al Padrecito y ahí lo vi por primera vez, sentado a su diestra.
–Al lado del cura... – dije, distraídamente, mientras robaba otras cuatro fichas hasta dar con un cinco.
Pérez me estudió unos minutos durante los que creí leer en sus pequeños ojos de rata una muda pregunta: “Al fin de cuentas ¿no tendría razón el comisario Requena?”. Dio un largo suspiro y dijo:
–Hablo de Josep Stalin. García estaba sentado a su derecha y cuchicheaba en su oído.
Esta revelación echaba por tierra todos mis preconceptos sobre la revolución rusa. ¡Stalin un sacerdote! ¡Jamás lo hubiera creído!
La historia, que se inició como una de esas charlas intrascendentes que tienen lugar durante una partida de dominó, había comenzado a interesarme. Pérez, entretanto, me estudiaba una vez más, entrecerrando los ojos. Tosí varias veces, tomé un trago de expectorante y lo alenté a seguir.
–Naturalmente –dijo–, yo ya sabía que se trataba de un agente fascista. Me lo había revelado Serrano Suñer antes de morir.
–¡Pero si Serrano Suñer falleció muchos años después!
–Hablo del verdadero –explicó Pérez–. Lo matamos en julio del 37, después de reemplazarlo por Montserrat Puig. Lamentablemente, los fascistas convencieron luego a Montserrat de que Pilar Franco era La Pasionaria y nada varió, excepto para la cuñada del caudillo, claro está.
–Me imagino.
Pérez asintió:
–Recibió una ardiente artista del varieté a cambio de su abogadillo de sacristía. ¡Fíjese si no habrá ganado con el cambio!
Me fijé, con disimulo, porque no sabía bien dónde mirar. Mientras tanto, Pérez colocaba su última pieza, se ponía de pie y suspiraba:
–Gané, una vez más. Ya me aburre un poco jugar con usted, Petorutti. Lo venzo con excesiva facilidad.

Una llamada imprevista
No sé muy bien qué hice el resto de la tarde, hasta que me encontré delante de la jaula de los monos. Le hice unas morisquetas a un chimpancé que mostraba la aburrida expresión de un cajero de banco y salí del zoológico por la puerta de Sarmiento. Lo demás ya fue fácil: sólo tenía que caminar hacia la izquierda, cruzar la avenida evitando que me pisara algún colectivo y bajar al subte. Si bien me llevó hasta Pacífico, con limitarme a seguir sentado, tarde o temprano aparecería en la Plaza de Mayo.
A la mañana siguiente desperté con una idea fija: llamar por teléfono, pero ¿a quién?
Vacié sobre la mesa el bolsillo superior de mi saco y ordené el centenar de tarjetas, recortes de papel y fichas de archivo Centinela número 3, que conservo siempre a mano, por las dudas. Un nombre me llamó la atención: señorita Adela. Debajo, un número y una indicación “restaurante - adicionista”.
Lo pensé unos instantes tratando de entender para qué podía uno necesitar el teléfono de la adicionista de un restaurante. Se trataba, indudablemente, de uno de esos misterios que hacen que la vida conserve la debida dosis de interés e imprevisibilidad. No hay nada peor que la rutina: saber siempre todo lo que va a pasar a continuación es muy aburrido. Envejece. Para mí, en cambio, todo es novedoso. Hasta hay gentes que dicen conocerme y que resultan completamente nuevas para mí. Por eso me mantengo joven y activo.
Fue así que llevado por mi amor a la aventura, al mediodía marqué el número de Adela, la adicionista. ¿Le hablé de ella?
Sandrini dice que sí. No le pregunto qué hace aquí, conversando conmigo en vez de casarse con Tita Merello, y continúo la historia, antes de que sea tarde.
Del otro lado del cable, porque aunque parezca mentira del otro lado del cable hay otro aparato telefónico, me atendió un desagradable y ciclotímico espécimen de una raza inferior.
–Aquí no hay nadie con ese nombre –gruñó.
Adela se estaba haciendo negar. Entonces me vino como un flash. Recordé. Recordé y quise desaparecer tragado por el loft. ¿Sabe qué recordé?
Y sin darle a Sandrini tiempo para responder, recordé su nerviosismo y el molesto ano contranatura que la señorita Adela llevaba en su cintura.
La pobre muchacha trataba de llevar una vida lo más normal posible, haciendo de cuenta que ese desagradable apósito en su costado no existía y, bestia de mí, no tuve mejor ocurrencia que mencionarlo, obligándola a farfullar una explicación .
Era evidente que su íntima confesión la había avergonzado. Debía hablar con ella a fin de reparar el daño. No era la primera vez que un inocente sufría en medio de la lucha contra el crimen, pero jamás he podido acostumbrarme a ello.
Di unas breves instrucciones a Rita, que frunció el ceño mirándome con curiosidad. Debía llamar al restaurante, preguntando por la adicionista. Probablemente Adela fuese un nombre falso.
El gallego respondió con una carcajada.
–¿La adicionista dice usted? Nunca dejaría a una mulher andar con cuentas. No sirven para ello. Sepa usted, señorita, que aquí las mulheres trabalhan en la cocina. Y sólo como frejonas.
–¡Cretino! –respondió Rita, mirándome directamente a los ojos.
¿Cómo podía ser que la señorita Adela se hubiera evaporado? ¿Eh?

Estrella mediática
Resolví el misterio quince días después, gracias a la indeseada ayuda del sargento Orduna, siempre de guardia en su puesto de la feria de Pompeya.
–¿Se vio en la revista, comisario?
Y desplegó ante mí una doble página, a todo color. Ahí estaba yo, platicando con la señorita Adela en la confitería de la avenida Santa Fe.
Demoré un buen rato hasta que mi visión se aclaró lo bastante como para leer la nota. Tal como había supuesto, la señorita Adela no se llamaba así. Ni era una triste adicionista deseosa de compañía. Sin dudas, su vida no había sido ese monótono relato costumbrista de Manuel Gálvez, pero tampoco era una agente de la mafia de la pornografía, sino algo muchísimo peor. Lo comprendí al instante: su ano contranatura había grabado, palabra por palabra, mis picarescas historias de crímenes sin castigo. Varias estaban ahí, ante mis ojos, reproducidas en letras de molde, pero apenas podía reconocerlas: adquirían una dimensión fantástica, casi sobrenatural. Por un momento, también a mí me parecieron fascinantes.
Yo no era el único conejillo viviseccionado por la falsa señorita Adela: había entrevistado a un travesti platinado, al inefable trío Abelarda, Fanny y Daisy, al velludo profesor de natación y se había sometido al baño espumoso de la masajista haitiana que espero haya utilizado con ella dolorosos instrumentos de penetración. Pero mi vida de gigoló, bonvivant, amante ocasional de la Reina Madre durante mi breve estadía en Inglaterra integrando la delegación nacional de polo y mis hazañas de fullero profesional habían resultado tan atrayentes como para merecer un aparte de dos páginas ilustrado con tres fotografías.
–Se la tenía guardada, comisario –exclamó con falsa admiración el sargento Orduna.
–¡Pelotudi! ¡Pelotudi! –graznó el loro. Trataba de alcanzar el ala de mi sombrero con su inmundo pico impregnado de polenta. Le pegué con la revista.
El pájaro resbaló por la espalda de Orduna, y agarrándose a su saco, aleteó desesperadamente. Pero ya había olvidado cómo volar. Le atiné un segundo revistazo. Orduna iba a reaccionar contra mí cuando el loro trató de trepar ayudándose con el pico y se prendió al lóbulo de su oreja. Mi tercer revistazo le acertó a Orduna en la frente. En el cuarto, afiné más la puntería y di de lleno sobre la cabeza del loro.
Los gritos del sargento llamaron la atención de varios paseantes y un par de puesteros vecinos que corrieron hacia nosotros. Su interpretación de la escena fue del más elemental sentido común: un anciano, valiéndose de una revista arrollada y de sus menguantes fuerzas, trataba de librar a otro del ataque de un pájaro enfurecido.
Mientras me alejaba creí escuchar el sonido de los huesos del loro al ser triturado por el enorme zapatón de un feriante.

Treinta años atrás hubiera paseado a la señorita Adela por todas las seccionales de la Capital por lo menos durante dos meses. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Irle con el cuento a Benítez?
–Le advertí, comisario –diría apenas controlando la carcajada.– El mundo actual es demasiado complicado para usted.
No soportaría los cuchicheos y las risitas del personal policial. Y Jefatura sería perfectamente capaz de volverme a enviar al Servicio Profesional.

¿Nunca le conté del Servicio Profesional?
–Algo me dijo.
–¿Algo le dije?
El reo asintió y, por un instante, me pareció estar viviendo ese mismo momento por segunda vez. Ya se me va a pasar, pensé.
El reo volvió a asentir. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Por qué asentía? La función social de un reo al ser interrogado es hablar, no asentir en silencio. ¿Qué le había dicho yo? La situación se estaba tornando inquietante.
–¿De qué hablábamos?
–Del Servicio Profesional.
¿Cómo podía ser que un detenido estuviera enterado de la existencia de un servicio exclusivo para el personal policial? Decidí sonsacarlo.
–¿Y usted que sabe del Servicio Profesional?
–Nada.
–Y si no sabe nada ¿por qué se mete?
El tipo me estaba sacando de las casillas. En cualquier momento le cruzaría la cara con un bastonazo. Debería controlarme. Además, era evidente que ya alguien le había pegado antes que yo. ¿O había sido yo?
–Yo no me meto –dijo el tipo con un gritito histérico– ¡Es usted el que me mete!
–¿Y qué esperaba? ¿Delinquir y que no lo meta preso? ¡Sepa mocito que está hablando con el comisario mayor Américo Petorutti!
¡El tipo volvió a asentir! Esto ya era el colmo.
–Tranquilo comisario. Mejor respire hondo y siéntese.
Me senté y respiré hondo. ¡Era al revés!
–Discúlpeme –dije, poniéndome de pie. Entonces respiré hondo y recién me senté –¿Así está bien?
El reo asintió. De nuevo. Como siguiera asintiendo a cada rato me iba a volver loco. Decidí cambiar de tema y hacerle una pregunta que no pudiera contestar con un cabeceo.
–¿De qué hablábamos?
–Del Servicio Profesional –dijo.
Esta vez el que asintió fui yo. Lo había madrugado y, lo más importante, recuperaba el hilo de la conversación: el Servicio Profesional.

En el Servicio Profesional conocí a la joven oficial Bellamor, una hermosa e inteligente mujer a la que su adicción a los alucinógenos arrastró al bajo mundo del Mercosur. Me sentía culpable: algo había tenido que ver en eso y no podía sacármela de la cabeza. Además, tenía bonitas piernas. Aún creía verla, a la oficial, no a sus piernas, aunque la oficial iba con sus piernas, pero no era a sus piernas a las que veía…
Me refiero a que todavía creía verla, en el momento menos pensado y en cualquier parte, hasta en el Midland, mientras regresaba de la feria de Pompeya hecho un basilisco, si es que los basiliscos matan a los loros del sargento Orduna. También, no había sido para menos…, pero no podía evitar ni ver a la oficial Bellamor ni la sensación de que los otros pasajeros del tren me observaban de reojo intercambiando sonrisas y miradas de complicidad.
Cuando bajé en la estación Barracas había tomado una decisión: revelaría toda la verdad, la verdad sobre Marita Estigarribia ¿le hablé de ella?
–Me habló.
–Bueno. Iba a revelar la verdad también sobre ella, y sobre la oficial Bellamor y especialmente sobre la señorita Adela. Toda la verdad sobre todo, a los directivos de esa revista que había publicado mis fotos, a los diarios y ante las cámaras de televisión. Destruiría a esa periodista. Nunca más conseguiría un trabajo decente y tal vez hasta acabara por engrosar los anuncios de servicios y ocupaciones útiles para el hombre y la mujer. “Adela. Señorita madura, culta, buena presencia. Mi ano contranatura está calentito para vos. Acepto TC.”
En lo que a mí respecta, ya no tenía nada que perder.
Cuando llegué, Julioscar colgaba un poster en la parte más visible del loft. Varios de sus amigos formaban un semicírculo a sus espaldas comentando con admiración. También Caról, que en realidad no se llama así pero se parece muchísimo al ingeniero químico que muestra en televisión un par de piernas más lindas que las de la Mistinguette.
–¡Ahí está! –exclamó Rita apenas traspuse la puerta– Un aplauso para el abue.
Todos aplaudieron, y me palmearon la espalda y las chicas me dieron besos. Julioscar se abrió paso entre el grupo y me estrechó en un abrazo. Luego me llevó a ver el poster. Era una ampliación del artículo de la revista, un fragmento en realidad: el recuadro con mis tres fotografías. Ocupaba casi toda la pared.
Mi vieja heladera Siam del 46, el poster y yo somos el orgullo de la casa. “Super”, exclaman las amigas de Julioscar.

jueves, 2 de septiembre de 2010

6. El caso del carnicero de Bosnia


Un ligero momento de confusión
¿Eyzaguirre? ¿Quién había hablado de Eyzaguirre?
–Usted
Miré al hombrecito que temblaba frente a mí. Tenía un ojo en compota y algunos magullones en la cara entre los que destacaba, muy notoriamente, el que se había formado junto a una de las comisuras de su boca. Le daba un cierto aire a payaso entristecido. La paliza había excedido los límites constitucionales. Evidentemente, alguien se había pasado de la raya. Debía averiguar quién había sido antes de que se enterara algún reporter. Y por qué. Tener un lejano parecido a Sandrini no era un delito tan grave, si acaso era un delito.
–¿Cuánto hace que está detenido?
Me miró con una expresión que no vacilé en identificar como temor. O desconcierto.
–¿Estoy detenido?
–¿Y qué le parece?
–Que no.
–¿A no? –pregunté– ¿Dónde cree que estamos?
Era importante saberlo pues de golpe me sentía perdido. Tomé un traguito de jarabe, por si las moscas.
–No sé –admitió–. Usted me trajo...
Ajajajá. Había pretendido engañarme. Era hábil. Con razón a algún suboficial se le había ido la mano.
–...y Rita –agregó.
–¿Es su cómplice?
–Su nieta –dijo con fastidio. Se entiende: a ningún delincuente le gusta admitir su culpabilidad o denunciar a sus cómplices.
Detenido con la nieta. De manera que estábamos hablando de un hombre mayor. Y delinquiendo. ¿Qué ejemplo le daría a sus nietos? Yo tengo tres, no sé si lo saben. Nahuel, Julio Oscar y Rita. Igual que la nieta del delincuente. Extraño.
Me pareció que algo no andaba del todo bien y me había extraviado nuevamente. Debía recuperar el hilo del interrogatorio. Si obraba con astucia el sospechoso me brindaría una pista, inadvertidamente, se entiende.
–¿De qué hablábamos?
–De Margarita...
–Ah, Marita...
–...Eyzaguirre –dijo tratando de despistarme.
–No, Elizalde.
–¿Así se llamaba la hermana de Eyzaguirre?
–¡Y dale con Eyzaguirre!
Admito que me dejé llevar. Ayudé al detenido a incorporarse del suelo, donde había caído entre un montón de cuartillas de papel, compuse mi ambo gris perla de los 49 auténticos y eché una mirada a mi bastón. Comprobé satisfecho que no se había astillado.
–¿Decía usted? –pregunté tratando de ganar tiempo.
El reo meneó la cabeza con pesadumbre. Estaba empecinado en llevar su impostura hasta el final. No obstante, pude identificarlo: Sandrini.
–¿Se niega a colaborar? Mejor recapacite, mocito, porque si me sigue buscando las cosquillas lo llamo al sargento Novoa para que lo revise…
Sandrini ocultó la cabeza entre sus manos. Me pareció que lloraba. Por un momento me compadecí: no debía ensañarme de esa manera con el pobre infeliz: seguro que ya había sido revisado por Novoa.
–Bueno, tranquilícese y empiece a contar por el principio.
Me murió con furia. Evidentemente se trataba de un ciclotímico.
–¡Usted estaba hablando! –gritó.
Me tomó de sorpresa. ¿Por qué yo iba a estar hablando en un interrogatorio? Por un momento, vino a mi mente la peor de las posibilidades: ¿me habían detenido?
–¿Y de qué hablaba, si se puede saber?
Sandrini ordenó las cuartillas que había arrastrado en su aparatosa caída. Luego de revisarlas, me dirigió una mirada tan cargada de tristeza que inmediatamente me recordó a Peter Lorre. Siempre me impresionó Peter Lorre, supongo que por su gran semejanza con el Carnicero de Bosnia.
–¿Sabía que Peter Lorre era igualito a Milan Boleslao Mesic?
Quedamos sumidos en un largo silencio preñado de presagios. Los peores presagios.
–¿Y? ¿No tiene nada que decir?
Siempre en silencio, Sandrini insistió en mirarme con su mejor cara de idiota.
–¿Sabía o no sabía? –insistí.
Luego de un suspiro, salió de su empecinado mutismo:
–No se distraiga, comisario. Me estaba contando el caso de las Eyzaguirre.
–Sí claro, las forzadoras de Montserrat.
–Y resulta que imprevistamente me vengo a enterar de que no era Margarita sino Marita Eyzaguirre.
–De ningún modo. Marita no era Eyzaguirre sino Elizalde, si lo sabré yo. ¿Cómo se imagina que alguien podría haberlas confundido? ¡Por favor!

Una mujer extraordinaria
La última vez que supe de Marita Elizalde me encontraba prestando servicio en la delegación argentina de Interpol. Había recibido un pedido de captura contra el célebre criminal croata Milan Boleslao Mesic, más conocido como El carnicero de Bosnia, si bien en los ambientes del arrabal se lo llamaba El Peter Lorre de la feria de Constitución.
Cursé de inmediato orden para su captura al ayudante Meneses, un impulsivo oficial recién egresado de la escuela Ramón Falcón.
Meneses sorprendió al croata en su puesto de la feria, mientras despostaba una media res, fuertemente armado. Mesic se había vuelto hacia los oficiales con un cuchillo en la mano derecha y una chaira en la izquierda. Meneses extrajo la 11,25 y abrió fuego.
Ninguno de los seis disparos dio en el blanco pero destrozaron la cámara frigorífica detrás del croata. Cuando fue puesto en mis manos lucía una palidez cadavérica y era afectado por un incontrolable tartamudeo.
Se quejó de que los serbios habían querido matarlo una vez más. Cuando le comuniqué que lo deportaríamos a los Estados Unidos donde era buscado por una infracción de tránsito impaga en el estado de Florida, Mesic perdió el conocimiento.
–El gobierno estadounidense es manejado por el lobby serbio –dijo más tarde–. Me condenarán a la cámara de gas.
–¿Por cruzar una luz roja?
Mesic asintió. Estaba en lo cierto, relativamente, ya que acabó electrocutado en una silla. Eso ocurriría quince años después, tras una veintena de apelaciones que fueron complicando su situación procesal hasta que un mozo Nailer, o Neiler, lo entrevistó en la penitenciaría de Tucson, Alabama. Del producto de sus conversaciones surgió un libro que le valió el Pulitzer al periodista y a Mesic una insospechada fama internacional y su final sentencia a morir en la silla eléctrica.
El propio cardenal Pacceli pidió por su vida, pero todo fue en vano y las autoridades desecharon una a una las veintitrés apelaciones de Mesic. Al fin de cuentas, el criminal croata parece haber tenido razón en cuanto al poder del lobby serbio.
Pero estábamos todavía muy lejos del infausto desenlace y me sentí muy gratificado al ser distinguido con la responsabilidad de poner al asesino croata en manos de las autoridades norteamericanas, en Nueva York. Hicimos la travesía a bordo del SS Río Santiago, un carguero que transportaba cincuenta toneladas de arroz y una treintena de pasajeros.
La primera escala fue en Porto Alegre, donde pasamos más de una semana presenciando la lenta operación de carga y descarga. Aproveché para llevar a Mesic a un paseo por el zoo, pero el chimpancé hemipléjico que los bandeirantes del gobernador Lacerda capturaron en la selva del Congo había sido reemplazado por un ejemplar de orangután hembra, joven –a juzgar por el cartel en la puerta de la jaula–, pero sin mayores atractivos.
Una vez que el arroz estuvo en puerto y el cargamento de bananas acomodado en la bodega, tuvimos que aguardar el embarque de un nuevo grupo de pasajeros, entre quienes distinguí nada menos que a Marita Elizalde.
Marita Elizalde... todavía me estremezco al pronunciar su nombre.

Caprichos de mujer
Era una furibunda militante feminista que alquilaba una pieza en la pensión de doña Jacinta Iniesta, quien miraba con desconfianza sus trajes sastre y, directamente con horror, los pantalones y su pelo cortado a la garçone.
Las tardes en que estaba de franco solía acompañar a Marita hasta la Casa del Pueblo, en la calle Sarandí, a pocas cuadras de la pensión. Las prendas masculinas de Marita no conseguían disimular, y más bien realzaban, la redondez de sus caderas y el andar cimbreante que le había valido no pocas reconvenciones de las autoridades partidarias y los avances de un lechuguino socialista que se daba aires de importancia, pero que en nuestros cortos paseos vespertinos avivaban el espíritu burlón de los muchachones de Balvanera. Ignorantes de nuestros respectivos secretos, nos hacían objeto de pullas de tono subido y dudoso gusto.
El secreto de Marita era su rotunda femineidad. El mío, la no menos rotunda Ballester Molina que llevaba oculta bajo el sobaco izquierdo. Ambos tuvimos el tino de nunca exhibirlos en la vía pública como no fuera en casos de extrema necesidad.
Era una mujer muy bella. Y propugnadora del amor libre, circunstancia que la hacía doblemente apetecible. Pero traía aparejados algunos inconvenientes que iban más allá de los derivados de su inclinación a vestir ambos de La Mondiale o peinarse con gomina.
En ocasiones nos encontrábamos en la Ideal, que acababa de inaugurar un palco flotante con orquesta de señoritas. Marita había adoptado la inquietante costumbre de llevar un bigote postizo. Le sentaba muy bien, porque jamás olvidaba dibujar el lunar en su mejilla izquierda, cerca de la comisura de la boca. ¡Cuantas veces no lo habré besado, víctima de un súbito arrebato de pasión, mientras las niñas del palco arrancaban con “Palomita Blanca”!
Una de ellas, violinista, intercambiaba intensas miradas con mi compañera. Una tarde, acababa de separar mis labios de los de Marita cuando el mozo carraspeó a mi lado.
Caballero –dijo–, la violinista lo espera en su camerino.
El comentario era francamente inoportuno. Abrí la boca para cantarle cuatro frescas, pero Marita me ganó de mano.
–¿La rubia de ojos café y mirada lánguida?
–Si usted lo dice…
–¿Y tetas grandes?
Al ver el asentimiento del mozo, Marita se puso de pie de un salto. Antes de encaminarse hacia los camerinos me dio un largo beso.
–Disculpame un minuto –dijo– tengo algo que hacer. Si querés, podés entretenerte con este señor tan amable.
El mozo retrocedió.
–Hoy tengo mucho trabajo. Tal vez otro día...
Dio media vuelta y se escabulló detrás de la barra.

El sabor del Campari
Había pasado más de una década sin que supiera de Marita, y mi corazón se paralizó al verla trasponer con su andar decidido la pasarela del SS Río Santiago atracado en la rada de Porto Alegre. Los años la habían hecho menos deslumbrante, pero más bella. Serena, parecía Marita, con esa plácida apostura de las mujeres enamoradas. Acababa de contraer nupcias, hacía apenas un mes, me enteré más tarde mientras tomábamos un aperitivo en el bar del buque. Su nombre de casada era Ramírez, Juan Manuel.
–El problema es mi suegro –Vació de un trago el largo vaso de Campari–. No soporta nuestra felicidad.
El suegro era un ministro del gobierno federal, irascible y chapado a la antigua.
–Un reaccionario hijo de puta –precisó Marita–. Contrató un matón para eliminarme. Por eso viajo de incógnito.
La miré alarmado y advertí que ya no vestía traje ni llevaba bigote. Hasta el momento mis ojos apenas habían conseguido apartarse de su escote el tiempo necesario para pedir otra copa. De la fina cadenita de oro pendía un relicario que se hundía entre sus pechos morenos, tostados por el tórrido sol de Brasil. En eso también era una mujer de avanzada y gustaba tomar largos baños de sol, completamente en pelota, por así decirlo, desde sus tiempos de bibliotecaria en la Casa del Pueblo.
Unas gotitas de Campari cayeron junto al relicario y rápidamente se deslizaron dentro del hueco. Me incliné a sorberlas. Tenían un regusto salobre.
Marita ronroneó.
–Por qué no te sacás a éste de encima y vamos a mi camarote...
Recién entonces recordé a Milan Boleslao Mesic que, esposado a mi muñeca, seguía la conversación con interés.
–Por mí, no se preocupen.
–Cállese.
Le apliqué un codazo en las costillas y lo arrastré fuera del bar. Tuve que cargar también con Marita, que parecía algo aturdida. La dejé en su camarote y luego me dirigí al que ocupábamos con Mesic.
–Si quiere –dijo Mesic mientras lo esposaba a su cama–, puedo ocuparme personalmente de ese matón.
Recordé que hablaba –¡y convivía!– con El carnicero de Bosnia. Tuve un estremecimiento.
–Lo tendré en cuenta –dije–. Gracias.
–Por nada. Para mí sería un placer.
No lo puse en duda.
Luego regresé al camarote de Marita. Se había quitado las ropas y realizaba unos ejercicios calisténicos de carácter afrodisíaco. Al menos, su efecto en mí fue casi instantáneo.

El precio del deber
Antes del amanecer dejé a Marita y salí a cubierta, a tiempo de presenciar un fenómeno extraordinario: el mar había desaparecido como por encanto. La luna llena daba a la noche una luminosidad casi matinal. Caminé hacia adelante, unos quince metros, por un piso peligrosamente inclinado hasta una balaustrada detrás de la cual no encontré el mar, sino el empedrado de la calle México.
Súbitamente comprendí que, como a veces ocurre, me encontraba en otro momento y lugar. Se trataba de la casa de las Eyzaguirre, en el momento de disponerme a ejecutar una maniobra sumamente arriesgada.
No me refiero acá a descolgarme del techo sino a la verificación de la verdadera identidad de las dos sospechosas: una de ellas debía ser, necesariamente, el temible homicida Aníbal Eyzaguirre.
Llegué hasta el final del techo de chapas y miré hacia abajo. Estaba junto al patio, pero me sentía en la cima del Empire State. Vacilé unos instantes. En vez de proceder a verificar in situ y personalmente el sexo de las sospechosas, podría regresar hacia el frente y bajar con facilidad hacia la calle, asiéndome a las molduras que abundaban en las fachadas de las viejas casonas del barrio sur. En su momento no había prestado mayor atención, pero la de las Eyzaguirre no podía ser muy diferente. Después, a encontrar al primer vigilante de facción o correr veinte cuadras hasta la seccional y junto al sargento Baltiérrez, si de casualidad estaba sobrio, dirigirnos al domicilio del comisario Requena, sacarlo de la cama y ...
Tuve un estremecimiento al imaginar las posibles consecuencias de despertar al comisario en plena noche y en su propia cama, acaso sorprendiéndolo en la alborotada compañía de Enrique Damián Santiesteban, escribano público nacional.
Deseché la idea y comencé a deslizarme silenciosamente por las chapas cuidando de no resbalar, hasta encontrarme con el caño de desagüe que bajaba hasta al patio desde el extremo de la canaleta. Estaba adosado a la pared por sólidas grampas de hierro. No me equivoqué respecto a ellas: quedaron en su sitio cuando el caño se deshizo en mis manos y me despeñé, arrastrando siete metros de canaleta, sobre un macizo de rozagantes azucenas que crecían en un cuidado cantero, a un costado del patio.
Cuando abrí los ojos y terminé de sacarme de encima plantas, trozos de canaleta y algunos cascotes, Rosa estaba ante mí, embellecida aún más por la tenue luz de la luna.
–Señor Petorutti –susurró– no esperaba de usted tanta intrepidez.
–No, yo...
–Podría haberse matado.
Cruzó los brazos sobre su pecho y tembló.
–Siempre supe que alguna vez encontraría un hombre como usted.
La situación estaba tomando un giro imprevisto. Por un momento, ante el aroma de esa muchacha hincada a mi lado, acariciándome con dulzura, olvidé mi comisión, mi uniforme, mi extraviada Ballester Molina y hasta la existencia misma del comisario Requena.
–Tanta pasión –dijo Rosa–, tanta energía...
Tomó mi mano entre las suyas.
–Siento un fuego arder dentro de mi pecho. Toque, señor Petorutti, toque.
–¡No!
Además de ponerme al borde del paro cardíaco, el grito sobresaltó a Rosa, que se incorporó de un salto y se volvió hacia sus espaldas. Desde la puerta de la galería, en chancletas y vestida con un terrorífico camisón de traslúcida muselina, Margarita nos observaba con sus gruesos brazos en jarra.
–Andate –dijo Rosa sin poder disimular la furia que experimentaba–. Dejanos solos.
–No, no y no.
–¿Pero es que nunca me voy a librar de ustedes? –Rosa se volvió hacia mí. Sus ojos parecían arrasados por las lágrimas– Todos mis festejantes huyen espantados de esta casa por su culpa.
–Peto es mío, mío.
–¡Ni lo sueñes!
Alguien me había sacado la palabra de la boca, y no había sido Rosa. Me incorporé a medias. Aníbal Eyzaguirre estaba ahí, detrás de Margarita, en una postura exactamente igual a la suya y con un camisón de idéntica factura. Ahogué un grito de espanto.
–Andate bruja, prostituta –dijo Margarita. ¿O sería Aníbal?
–Mirá que te reviento, meretriz decadente –amenazó Aníbal. O Margarita.
Eran imposible distinguir uno de la otra. O viceversa.
Los dos monstruos empezaron a girar con lentitud en el centro del patio como luchadores de sumo dispuestos a embestirse. Rosa se había apartado de mi lado y sollozaba recostada contra la pared.
–Puta.
–Horrible.
–Piruja.
–Cachirula.
–Horripilante.
–Copiona.
–Mas copiona serás vos
–A mi no me digas copiona.
–¡Copiona! ¡Copiona! ¿Viste como te digo?
En ese momento, cuando Aníbal, o Margarita, había aferrado los pelos de Margarita, o Aníbal, y éste, o ésta, se defendía con ampulosos golpes de puño, se encendió la luz del patio y la viuda Eyzaguirre, vestida con ropas de cama, abrió la puerta de su dormitorio.
–¿Qué es todo este escándalo?
Luego reparó en mí. Permanecía en el cantero, aplastando sus azucenas.
–Me parece que usted deberá esforzarse en dar una explicación satisfactoria, señor Petorutti.
Sí, debía esforzarme.
–El oficial Petorutti y yo estamos enamorados –dijo Rosa sin darme tiempo a nada.
–Eso no es cierto –chilló Margarita–. ¡Peto es mío!
–¡No! ¡Es mi novio! –chilló a su vez Aníbal, o Margarita. Lo mismo daba.
La viuda miró por turno a cada una de sus hijas, y luego se volvió hacia mí.
–Me ha decepcionado señor Petorutti. Lo creía un caballero no un Casanova, ¿qué digo un Casanova? ¡un Príapo es lo que es!
–No, yo…
–Un incontinente sátiro dispuesto a seducir a todas mis hijas.
Traté de incorporarme.
–¡No me aplaste las azucenas!
–No, yo...
–Va a tener que reparar esta enojosa situación, señor Petorutti. No puede andar enamorando así como así a mis hijas. Elija una, por favor.
–¿Cómo?
–Ya me oyó, señor Petorutti.
–¡No, así no vale! –chilló Margarita.
–¡Trampa, trampa! –dijo Aníbal.
El rostro de Rosa había vuelto a la vida. Se enjugó las lágrimas y me dedicó una larga y prometedora sonrisa. Con decir una palabra podría gozar de una inolvidable noche de amor en el cuartito de la terraza. Desalojando antes al doctor Glazer, claro está.
Tal vez fue ese pensamiento, el del doctor aguardando en la terraza, que me hizo reaccionar, despertando el instinto de policía momentáneamente adormecido por la deslumbrante belleza de Rosa Eyzaguirre.
–Me resulta difícil decidirme. Voy a tener que revisarlas –dije–. Es que son tan parecidas...
Rosa ahogó un grito y corrió dentro de la casa. Los monstruos se abrazaban, saltando en medio del patio, como figuras de un grotesco tiovivo.
–Esto es algo inusual –se quejó la viuda Eyzaguirre, pero de todas maneras me autorizó a realizar una inspección más exhaustiva en el cuartito de la terraza.
Fue así que subí con Margarita y Aníbal –o viceversa– hasta el cuartito de la terraza mientras la viuda intentaba consolar a Rosa. Tuve un momento de vacilación al escuchar sus sollozos desde mitad de la escalera, pero me sobrepuse. En pocos minutos tendría en mis manos a Aníbal Eyzaguirre, el asesino de Montserrat. Y nadie, ni siquiera el comisario Requena, podría ya negarme el demorado ascenso.
No puedo decir que haya olvidado lo que ocurrió después, pero me abstendré de relatarlo. El doctor Glazer lo hizo en la indagatoria, con pelos y señales y exceso de imaginación. Bien poco era lo que podía ver desde abajo de la cama. No obstante, el comisario Requena se ensañó en su interrogatorio obligándolo a inventar más y más detalles.
Todo es falso. ¡Y mis gritos eran de auxilio!
Requena leyó la declaración en voz alta, una y otra vez, ante el alegre personal de la comisaría. Cuando el doctor estampó su firma, Requena sonrió satisfecho. No era para menos: el sargento Baltiérrez le había acercado el cable con una buena noticia: Aníbal Eyzaguirre acababa de ser detenido por los carabineros chilenos. Jamás había conseguido salir de Punta Arenas.