jueves, 2 de septiembre de 2010

6. El caso del carnicero de Bosnia


Un ligero momento de confusión
¿Eyzaguirre? ¿Quién había hablado de Eyzaguirre?
–Usted
Miré al hombrecito que temblaba frente a mí. Tenía un ojo en compota y algunos magullones en la cara entre los que destacaba, muy notoriamente, el que se había formado junto a una de las comisuras de su boca. Le daba un cierto aire a payaso entristecido. La paliza había excedido los límites constitucionales. Evidentemente, alguien se había pasado de la raya. Debía averiguar quién había sido antes de que se enterara algún reporter. Y por qué. Tener un lejano parecido a Sandrini no era un delito tan grave, si acaso era un delito.
–¿Cuánto hace que está detenido?
Me miró con una expresión que no vacilé en identificar como temor. O desconcierto.
–¿Estoy detenido?
–¿Y qué le parece?
–Que no.
–¿A no? –pregunté– ¿Dónde cree que estamos?
Era importante saberlo pues de golpe me sentía perdido. Tomé un traguito de jarabe, por si las moscas.
–No sé –admitió–. Usted me trajo...
Ajajajá. Había pretendido engañarme. Era hábil. Con razón a algún suboficial se le había ido la mano.
–...y Rita –agregó.
–¿Es su cómplice?
–Su nieta –dijo con fastidio. Se entiende: a ningún delincuente le gusta admitir su culpabilidad o denunciar a sus cómplices.
Detenido con la nieta. De manera que estábamos hablando de un hombre mayor. Y delinquiendo. ¿Qué ejemplo le daría a sus nietos? Yo tengo tres, no sé si lo saben. Nahuel, Julio Oscar y Rita. Igual que la nieta del delincuente. Extraño.
Me pareció que algo no andaba del todo bien y me había extraviado nuevamente. Debía recuperar el hilo del interrogatorio. Si obraba con astucia el sospechoso me brindaría una pista, inadvertidamente, se entiende.
–¿De qué hablábamos?
–De Margarita...
–Ah, Marita...
–...Eyzaguirre –dijo tratando de despistarme.
–No, Elizalde.
–¿Así se llamaba la hermana de Eyzaguirre?
–¡Y dale con Eyzaguirre!
Admito que me dejé llevar. Ayudé al detenido a incorporarse del suelo, donde había caído entre un montón de cuartillas de papel, compuse mi ambo gris perla de los 49 auténticos y eché una mirada a mi bastón. Comprobé satisfecho que no se había astillado.
–¿Decía usted? –pregunté tratando de ganar tiempo.
El reo meneó la cabeza con pesadumbre. Estaba empecinado en llevar su impostura hasta el final. No obstante, pude identificarlo: Sandrini.
–¿Se niega a colaborar? Mejor recapacite, mocito, porque si me sigue buscando las cosquillas lo llamo al sargento Novoa para que lo revise…
Sandrini ocultó la cabeza entre sus manos. Me pareció que lloraba. Por un momento me compadecí: no debía ensañarme de esa manera con el pobre infeliz: seguro que ya había sido revisado por Novoa.
–Bueno, tranquilícese y empiece a contar por el principio.
Me murió con furia. Evidentemente se trataba de un ciclotímico.
–¡Usted estaba hablando! –gritó.
Me tomó de sorpresa. ¿Por qué yo iba a estar hablando en un interrogatorio? Por un momento, vino a mi mente la peor de las posibilidades: ¿me habían detenido?
–¿Y de qué hablaba, si se puede saber?
Sandrini ordenó las cuartillas que había arrastrado en su aparatosa caída. Luego de revisarlas, me dirigió una mirada tan cargada de tristeza que inmediatamente me recordó a Peter Lorre. Siempre me impresionó Peter Lorre, supongo que por su gran semejanza con el Carnicero de Bosnia.
–¿Sabía que Peter Lorre era igualito a Milan Boleslao Mesic?
Quedamos sumidos en un largo silencio preñado de presagios. Los peores presagios.
–¿Y? ¿No tiene nada que decir?
Siempre en silencio, Sandrini insistió en mirarme con su mejor cara de idiota.
–¿Sabía o no sabía? –insistí.
Luego de un suspiro, salió de su empecinado mutismo:
–No se distraiga, comisario. Me estaba contando el caso de las Eyzaguirre.
–Sí claro, las forzadoras de Montserrat.
–Y resulta que imprevistamente me vengo a enterar de que no era Margarita sino Marita Eyzaguirre.
–De ningún modo. Marita no era Eyzaguirre sino Elizalde, si lo sabré yo. ¿Cómo se imagina que alguien podría haberlas confundido? ¡Por favor!

Una mujer extraordinaria
La última vez que supe de Marita Elizalde me encontraba prestando servicio en la delegación argentina de Interpol. Había recibido un pedido de captura contra el célebre criminal croata Milan Boleslao Mesic, más conocido como El carnicero de Bosnia, si bien en los ambientes del arrabal se lo llamaba El Peter Lorre de la feria de Constitución.
Cursé de inmediato orden para su captura al ayudante Meneses, un impulsivo oficial recién egresado de la escuela Ramón Falcón.
Meneses sorprendió al croata en su puesto de la feria, mientras despostaba una media res, fuertemente armado. Mesic se había vuelto hacia los oficiales con un cuchillo en la mano derecha y una chaira en la izquierda. Meneses extrajo la 11,25 y abrió fuego.
Ninguno de los seis disparos dio en el blanco pero destrozaron la cámara frigorífica detrás del croata. Cuando fue puesto en mis manos lucía una palidez cadavérica y era afectado por un incontrolable tartamudeo.
Se quejó de que los serbios habían querido matarlo una vez más. Cuando le comuniqué que lo deportaríamos a los Estados Unidos donde era buscado por una infracción de tránsito impaga en el estado de Florida, Mesic perdió el conocimiento.
–El gobierno estadounidense es manejado por el lobby serbio –dijo más tarde–. Me condenarán a la cámara de gas.
–¿Por cruzar una luz roja?
Mesic asintió. Estaba en lo cierto, relativamente, ya que acabó electrocutado en una silla. Eso ocurriría quince años después, tras una veintena de apelaciones que fueron complicando su situación procesal hasta que un mozo Nailer, o Neiler, lo entrevistó en la penitenciaría de Tucson, Alabama. Del producto de sus conversaciones surgió un libro que le valió el Pulitzer al periodista y a Mesic una insospechada fama internacional y su final sentencia a morir en la silla eléctrica.
El propio cardenal Pacceli pidió por su vida, pero todo fue en vano y las autoridades desecharon una a una las veintitrés apelaciones de Mesic. Al fin de cuentas, el criminal croata parece haber tenido razón en cuanto al poder del lobby serbio.
Pero estábamos todavía muy lejos del infausto desenlace y me sentí muy gratificado al ser distinguido con la responsabilidad de poner al asesino croata en manos de las autoridades norteamericanas, en Nueva York. Hicimos la travesía a bordo del SS Río Santiago, un carguero que transportaba cincuenta toneladas de arroz y una treintena de pasajeros.
La primera escala fue en Porto Alegre, donde pasamos más de una semana presenciando la lenta operación de carga y descarga. Aproveché para llevar a Mesic a un paseo por el zoo, pero el chimpancé hemipléjico que los bandeirantes del gobernador Lacerda capturaron en la selva del Congo había sido reemplazado por un ejemplar de orangután hembra, joven –a juzgar por el cartel en la puerta de la jaula–, pero sin mayores atractivos.
Una vez que el arroz estuvo en puerto y el cargamento de bananas acomodado en la bodega, tuvimos que aguardar el embarque de un nuevo grupo de pasajeros, entre quienes distinguí nada menos que a Marita Elizalde.
Marita Elizalde... todavía me estremezco al pronunciar su nombre.

Caprichos de mujer
Era una furibunda militante feminista que alquilaba una pieza en la pensión de doña Jacinta Iniesta, quien miraba con desconfianza sus trajes sastre y, directamente con horror, los pantalones y su pelo cortado a la garçone.
Las tardes en que estaba de franco solía acompañar a Marita hasta la Casa del Pueblo, en la calle Sarandí, a pocas cuadras de la pensión. Las prendas masculinas de Marita no conseguían disimular, y más bien realzaban, la redondez de sus caderas y el andar cimbreante que le había valido no pocas reconvenciones de las autoridades partidarias y los avances de un lechuguino socialista que se daba aires de importancia, pero que en nuestros cortos paseos vespertinos avivaban el espíritu burlón de los muchachones de Balvanera. Ignorantes de nuestros respectivos secretos, nos hacían objeto de pullas de tono subido y dudoso gusto.
El secreto de Marita era su rotunda femineidad. El mío, la no menos rotunda Ballester Molina que llevaba oculta bajo el sobaco izquierdo. Ambos tuvimos el tino de nunca exhibirlos en la vía pública como no fuera en casos de extrema necesidad.
Era una mujer muy bella. Y propugnadora del amor libre, circunstancia que la hacía doblemente apetecible. Pero traía aparejados algunos inconvenientes que iban más allá de los derivados de su inclinación a vestir ambos de La Mondiale o peinarse con gomina.
En ocasiones nos encontrábamos en la Ideal, que acababa de inaugurar un palco flotante con orquesta de señoritas. Marita había adoptado la inquietante costumbre de llevar un bigote postizo. Le sentaba muy bien, porque jamás olvidaba dibujar el lunar en su mejilla izquierda, cerca de la comisura de la boca. ¡Cuantas veces no lo habré besado, víctima de un súbito arrebato de pasión, mientras las niñas del palco arrancaban con “Palomita Blanca”!
Una de ellas, violinista, intercambiaba intensas miradas con mi compañera. Una tarde, acababa de separar mis labios de los de Marita cuando el mozo carraspeó a mi lado.
Caballero –dijo–, la violinista lo espera en su camerino.
El comentario era francamente inoportuno. Abrí la boca para cantarle cuatro frescas, pero Marita me ganó de mano.
–¿La rubia de ojos café y mirada lánguida?
–Si usted lo dice…
–¿Y tetas grandes?
Al ver el asentimiento del mozo, Marita se puso de pie de un salto. Antes de encaminarse hacia los camerinos me dio un largo beso.
–Disculpame un minuto –dijo– tengo algo que hacer. Si querés, podés entretenerte con este señor tan amable.
El mozo retrocedió.
–Hoy tengo mucho trabajo. Tal vez otro día...
Dio media vuelta y se escabulló detrás de la barra.

El sabor del Campari
Había pasado más de una década sin que supiera de Marita, y mi corazón se paralizó al verla trasponer con su andar decidido la pasarela del SS Río Santiago atracado en la rada de Porto Alegre. Los años la habían hecho menos deslumbrante, pero más bella. Serena, parecía Marita, con esa plácida apostura de las mujeres enamoradas. Acababa de contraer nupcias, hacía apenas un mes, me enteré más tarde mientras tomábamos un aperitivo en el bar del buque. Su nombre de casada era Ramírez, Juan Manuel.
–El problema es mi suegro –Vació de un trago el largo vaso de Campari–. No soporta nuestra felicidad.
El suegro era un ministro del gobierno federal, irascible y chapado a la antigua.
–Un reaccionario hijo de puta –precisó Marita–. Contrató un matón para eliminarme. Por eso viajo de incógnito.
La miré alarmado y advertí que ya no vestía traje ni llevaba bigote. Hasta el momento mis ojos apenas habían conseguido apartarse de su escote el tiempo necesario para pedir otra copa. De la fina cadenita de oro pendía un relicario que se hundía entre sus pechos morenos, tostados por el tórrido sol de Brasil. En eso también era una mujer de avanzada y gustaba tomar largos baños de sol, completamente en pelota, por así decirlo, desde sus tiempos de bibliotecaria en la Casa del Pueblo.
Unas gotitas de Campari cayeron junto al relicario y rápidamente se deslizaron dentro del hueco. Me incliné a sorberlas. Tenían un regusto salobre.
Marita ronroneó.
–Por qué no te sacás a éste de encima y vamos a mi camarote...
Recién entonces recordé a Milan Boleslao Mesic que, esposado a mi muñeca, seguía la conversación con interés.
–Por mí, no se preocupen.
–Cállese.
Le apliqué un codazo en las costillas y lo arrastré fuera del bar. Tuve que cargar también con Marita, que parecía algo aturdida. La dejé en su camarote y luego me dirigí al que ocupábamos con Mesic.
–Si quiere –dijo Mesic mientras lo esposaba a su cama–, puedo ocuparme personalmente de ese matón.
Recordé que hablaba –¡y convivía!– con El carnicero de Bosnia. Tuve un estremecimiento.
–Lo tendré en cuenta –dije–. Gracias.
–Por nada. Para mí sería un placer.
No lo puse en duda.
Luego regresé al camarote de Marita. Se había quitado las ropas y realizaba unos ejercicios calisténicos de carácter afrodisíaco. Al menos, su efecto en mí fue casi instantáneo.

El precio del deber
Antes del amanecer dejé a Marita y salí a cubierta, a tiempo de presenciar un fenómeno extraordinario: el mar había desaparecido como por encanto. La luna llena daba a la noche una luminosidad casi matinal. Caminé hacia adelante, unos quince metros, por un piso peligrosamente inclinado hasta una balaustrada detrás de la cual no encontré el mar, sino el empedrado de la calle México.
Súbitamente comprendí que, como a veces ocurre, me encontraba en otro momento y lugar. Se trataba de la casa de las Eyzaguirre, en el momento de disponerme a ejecutar una maniobra sumamente arriesgada.
No me refiero acá a descolgarme del techo sino a la verificación de la verdadera identidad de las dos sospechosas: una de ellas debía ser, necesariamente, el temible homicida Aníbal Eyzaguirre.
Llegué hasta el final del techo de chapas y miré hacia abajo. Estaba junto al patio, pero me sentía en la cima del Empire State. Vacilé unos instantes. En vez de proceder a verificar in situ y personalmente el sexo de las sospechosas, podría regresar hacia el frente y bajar con facilidad hacia la calle, asiéndome a las molduras que abundaban en las fachadas de las viejas casonas del barrio sur. En su momento no había prestado mayor atención, pero la de las Eyzaguirre no podía ser muy diferente. Después, a encontrar al primer vigilante de facción o correr veinte cuadras hasta la seccional y junto al sargento Baltiérrez, si de casualidad estaba sobrio, dirigirnos al domicilio del comisario Requena, sacarlo de la cama y ...
Tuve un estremecimiento al imaginar las posibles consecuencias de despertar al comisario en plena noche y en su propia cama, acaso sorprendiéndolo en la alborotada compañía de Enrique Damián Santiesteban, escribano público nacional.
Deseché la idea y comencé a deslizarme silenciosamente por las chapas cuidando de no resbalar, hasta encontrarme con el caño de desagüe que bajaba hasta al patio desde el extremo de la canaleta. Estaba adosado a la pared por sólidas grampas de hierro. No me equivoqué respecto a ellas: quedaron en su sitio cuando el caño se deshizo en mis manos y me despeñé, arrastrando siete metros de canaleta, sobre un macizo de rozagantes azucenas que crecían en un cuidado cantero, a un costado del patio.
Cuando abrí los ojos y terminé de sacarme de encima plantas, trozos de canaleta y algunos cascotes, Rosa estaba ante mí, embellecida aún más por la tenue luz de la luna.
–Señor Petorutti –susurró– no esperaba de usted tanta intrepidez.
–No, yo...
–Podría haberse matado.
Cruzó los brazos sobre su pecho y tembló.
–Siempre supe que alguna vez encontraría un hombre como usted.
La situación estaba tomando un giro imprevisto. Por un momento, ante el aroma de esa muchacha hincada a mi lado, acariciándome con dulzura, olvidé mi comisión, mi uniforme, mi extraviada Ballester Molina y hasta la existencia misma del comisario Requena.
–Tanta pasión –dijo Rosa–, tanta energía...
Tomó mi mano entre las suyas.
–Siento un fuego arder dentro de mi pecho. Toque, señor Petorutti, toque.
–¡No!
Además de ponerme al borde del paro cardíaco, el grito sobresaltó a Rosa, que se incorporó de un salto y se volvió hacia sus espaldas. Desde la puerta de la galería, en chancletas y vestida con un terrorífico camisón de traslúcida muselina, Margarita nos observaba con sus gruesos brazos en jarra.
–Andate –dijo Rosa sin poder disimular la furia que experimentaba–. Dejanos solos.
–No, no y no.
–¿Pero es que nunca me voy a librar de ustedes? –Rosa se volvió hacia mí. Sus ojos parecían arrasados por las lágrimas– Todos mis festejantes huyen espantados de esta casa por su culpa.
–Peto es mío, mío.
–¡Ni lo sueñes!
Alguien me había sacado la palabra de la boca, y no había sido Rosa. Me incorporé a medias. Aníbal Eyzaguirre estaba ahí, detrás de Margarita, en una postura exactamente igual a la suya y con un camisón de idéntica factura. Ahogué un grito de espanto.
–Andate bruja, prostituta –dijo Margarita. ¿O sería Aníbal?
–Mirá que te reviento, meretriz decadente –amenazó Aníbal. O Margarita.
Eran imposible distinguir uno de la otra. O viceversa.
Los dos monstruos empezaron a girar con lentitud en el centro del patio como luchadores de sumo dispuestos a embestirse. Rosa se había apartado de mi lado y sollozaba recostada contra la pared.
–Puta.
–Horrible.
–Piruja.
–Cachirula.
–Horripilante.
–Copiona.
–Mas copiona serás vos
–A mi no me digas copiona.
–¡Copiona! ¡Copiona! ¿Viste como te digo?
En ese momento, cuando Aníbal, o Margarita, había aferrado los pelos de Margarita, o Aníbal, y éste, o ésta, se defendía con ampulosos golpes de puño, se encendió la luz del patio y la viuda Eyzaguirre, vestida con ropas de cama, abrió la puerta de su dormitorio.
–¿Qué es todo este escándalo?
Luego reparó en mí. Permanecía en el cantero, aplastando sus azucenas.
–Me parece que usted deberá esforzarse en dar una explicación satisfactoria, señor Petorutti.
Sí, debía esforzarme.
–El oficial Petorutti y yo estamos enamorados –dijo Rosa sin darme tiempo a nada.
–Eso no es cierto –chilló Margarita–. ¡Peto es mío!
–¡No! ¡Es mi novio! –chilló a su vez Aníbal, o Margarita. Lo mismo daba.
La viuda miró por turno a cada una de sus hijas, y luego se volvió hacia mí.
–Me ha decepcionado señor Petorutti. Lo creía un caballero no un Casanova, ¿qué digo un Casanova? ¡un Príapo es lo que es!
–No, yo…
–Un incontinente sátiro dispuesto a seducir a todas mis hijas.
Traté de incorporarme.
–¡No me aplaste las azucenas!
–No, yo...
–Va a tener que reparar esta enojosa situación, señor Petorutti. No puede andar enamorando así como así a mis hijas. Elija una, por favor.
–¿Cómo?
–Ya me oyó, señor Petorutti.
–¡No, así no vale! –chilló Margarita.
–¡Trampa, trampa! –dijo Aníbal.
El rostro de Rosa había vuelto a la vida. Se enjugó las lágrimas y me dedicó una larga y prometedora sonrisa. Con decir una palabra podría gozar de una inolvidable noche de amor en el cuartito de la terraza. Desalojando antes al doctor Glazer, claro está.
Tal vez fue ese pensamiento, el del doctor aguardando en la terraza, que me hizo reaccionar, despertando el instinto de policía momentáneamente adormecido por la deslumbrante belleza de Rosa Eyzaguirre.
–Me resulta difícil decidirme. Voy a tener que revisarlas –dije–. Es que son tan parecidas...
Rosa ahogó un grito y corrió dentro de la casa. Los monstruos se abrazaban, saltando en medio del patio, como figuras de un grotesco tiovivo.
–Esto es algo inusual –se quejó la viuda Eyzaguirre, pero de todas maneras me autorizó a realizar una inspección más exhaustiva en el cuartito de la terraza.
Fue así que subí con Margarita y Aníbal –o viceversa– hasta el cuartito de la terraza mientras la viuda intentaba consolar a Rosa. Tuve un momento de vacilación al escuchar sus sollozos desde mitad de la escalera, pero me sobrepuse. En pocos minutos tendría en mis manos a Aníbal Eyzaguirre, el asesino de Montserrat. Y nadie, ni siquiera el comisario Requena, podría ya negarme el demorado ascenso.
No puedo decir que haya olvidado lo que ocurrió después, pero me abstendré de relatarlo. El doctor Glazer lo hizo en la indagatoria, con pelos y señales y exceso de imaginación. Bien poco era lo que podía ver desde abajo de la cama. No obstante, el comisario Requena se ensañó en su interrogatorio obligándolo a inventar más y más detalles.
Todo es falso. ¡Y mis gritos eran de auxilio!
Requena leyó la declaración en voz alta, una y otra vez, ante el alegre personal de la comisaría. Cuando el doctor estampó su firma, Requena sonrió satisfecho. No era para menos: el sargento Baltiérrez le había acercado el cable con una buena noticia: Aníbal Eyzaguirre acababa de ser detenido por los carabineros chilenos. Jamás había conseguido salir de Punta Arenas.

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