lunes, 23 de agosto de 2010

5. Aníbal Eyzaguirre y la mafia de los pornógrafos


Encuentro con la señorita Adela
–Querrán saber cómo resolví el caso de la mafia de los pornógrafos.
Julio Oscar no levantó la vista del plato de sopa de dedalitos que le había preparado. Más allá, tendida sobre su cama Rita liaba uno de sus cigarrillos con la destreza de un carrero de Pompeya. Frente a la computadora, Nahuel meneó pensativamente la cabeza: algo debía estar ocurriendo en la Interpol. Por un momento me sentí desconcertado, hasta que advertí los grandes ojos de la amiga de Julio Oscar mirándome con interés. Es una hermosa muchacha que me recuerda a alguien. Creo que aparece por televisión. Caról se hace llamar. O se llama. Había olvidado los dedalitos y esperaba, se nota que con ansiedad, el final de la historia.
Carraspeé para aclarar la garganta y limpié con disimulo una mucosidad que de pronto había aparecido sobre la mesa. Ya levantaría en peso a Rita por ser tan descuidada con los manteles. Y me dispuse a continuar mi relato:
Por alguna razón –me dijo que así lo habíamos acordado– en una confitería de la avenida Santa Fe me encontré con una tal señorita Adela. Había tomado un buen trago de mi jarabe para la tos y no demoré mucho en recordar que se trataba nada menos que de la agente enviada por la mafia de los pornógrafos con el propósito de corromperme. No sabían con quién se habían metido.
Me llamó la atención que la señorita Adela hubiera elegido una mesa junto a la ventana, pero más me sorprendió su aspecto: no era llamativa, ni llevaba el rostro pintarrajeado como el de una marioneta y sus pechos, aunque bien formados, difícilmente midieran los increíbles ciento diez centímetros que proclamaban muchas de sus colegas. Tenía bonitos ojos, de mirada inteligente, nariz recta, no sé si inteligente, pero bien proporcionada, y sus dientes descansaban sobre el inteligente y grueso labio inferior confiriéndole un aire algo ingenuo. En conjunto, parecía bastante bonita, y sobre todo, inteligente, pero en modo alguno ansiosa de hurgar en mi alicaída selva tropical.
Por un momento, temí que se tratara de una inocente mujer interesada en un poco de compañía, pero al observarla con mayor detenimiento no pude calcularle más de cuarenta años. ¿Por qué una mujer así debía acudir a los avisos clasificados para encontrar un acompañante? Y, en todo caso, ¿por qué responder al anuncio de un nonagenario que declaraba sesenta y cinco años de edad, a primera vista, muy mal llevados?
No cabían dudas: era una enviada de la mafia, seguramente instruida para eliminar a la competencia. Pero no me amedrenté: mi mayor defecto es el valor físico, rayano en la intrepidez.
Conversamos. Hizo una escueta sinopsis de su vida que de tan trivial acabó por volverse angustiante. Relaté algunas historias fabulosas sin declararme abiertamente un criminal, pero dejando entrever que, llegado el caso, aceptaría gustoso un contrato con la mafia. Esa era la esencia de mi plan: ganarme su confianza y escalar posiciones hasta detectar la cabeza de la hidra. Como cualquiera podrá darse cuenta, no tengo todo el tiempo del mundo por delante. De ahí mi afán por ubicarme, con la velocidad de un rayo, en una zona limítrofe con la ley. No me costó gran cosa: debía ceñirme al relato de casos criminales con los que me había enfrentado en mis largos años de lucha contra el crimen, aunque cambiando el punto de vista. Cualquier policía consigue hacerlo con relativa facilidad. La enfermedad más común de una profesión que lo pone a uno en contacto permanente con el hampa es que llega un momento en que cualquier comportamiento criminal llega a parecernos normal. Y viceversa.
La señorita Adela me escuchaba con atención, demostrando un interés, me pareció, algo excesivo. Por un momento sentí una sombra de envidia: mi verdadera vida tal vez no resultara tan atractiva.
Luego de una hora de animada plática, la señorita Adela, haciendo caso omiso de mis protestas, pagó la consumición y salimos rumbo al teatro. Para mi sorpresa no era el de revistas ni representaban una comedia picaresca, sino la espeluznante historia de un policía torturador. El tal señor Galíndez era un verdadero hijo de puta, pero me inclino a pensar lo mismo del autor, que no tenía por qué difamar a la institución ventilando aspectos de la vida de un policía descarriado. Así es como se inculca a las nuevas generaciones el resentimiento a la ley, el orden y la justicia. Tuve que hacer un gran esfuerzo para dominar mi indignación. No comprendo cómo Benítez y el resto de los camaradas en actividad no hacen algo al respecto.
¿Tendremos que reaccionar nosotros, los retirados?
Requena hubiera entrado a ese teatrucho con un batallón de cosacos revoleando los sables. En sus buenos tiempos, claro. Ahora se despeñaría con su silla de ruedas por los escalones. Además, babea al hablar.
No somos nada. Requena, más que ninguno. Pensar que hace unos años su sola presencia me hacía temblar.

Requena nunca me quiso bien. Sin ir más lejos, en una oportunidad, aprovechando que yo era apenas un bisoño oficial escribiente envió a la pensión donde yo alquilaba una pieza, al temible asesino Aníbal Eyzaguirre, recientemente fugado del penal de Ushuaia.
Creo que fue por eso que tomé la precaución de atrancar la puerta de la habitación. Pero debía bajar a cenar, según me advirtió arrimando su boca a la cerradura, una tal Margarita. Esto me extrañó: un segundo antes yo creía estar hablando con una agente de la mafia de los pornógrafos. De todas maneras, preventivamente revisé el cargador y coloqué una bala en la recámara de mi Ballester Molina.
Por si no lo saben, es una pistola. Había sido diseñada por los españoles, a falta de mejores argumentos, para justificar de un modo contundente su presencia en noráfrica. De todas formas, la política internacional me tenía sin cuidado: si la bala de punta blanda, que se deforma apenas penetra en el cuerpo humano provocando un orificio de salida de entre cinco y diez centímetros de diámetro, era capaz de parar en seco a un tuareg fanatizado por la guerra santa, confiaba en que llegaría a tener éxito con el temible asesino Aníbal Eyzaguirre.

Horror por duplicado
Margarita me esperaba al pie de las escaleras, secándose las manos en el delantal. Debajo llevaba un vestido azul con vivos blancos y –advertí cuando se quitó el delantal y lo arrojó sobre una silla– un pronunciado tajo delantero.
Contuve la respiración cuando un corto muslo ajamonado asomó sospechosamente en la abertura. Margarita había dado un paso hacia mí. Me desprendí un botón del saco para extraer la Ballester con rapidez y, llegado el caso, volarle la tapa de los sesos al menor ensayo de intimidad, pero se limitó a ofrecer su brazo.
–¿Me acompaña al comedor, señor Petorutti?
Avanzamos por el pasillo hasta llegar a una puerta de doble hoja de vidrio repartido. La suciedad de los visillos de crochet era acentuada por la intensa luminosidad interior. Abrí una de las hojas y me hice a un lado para dejar pasar a Margarita, pero ella se aferró a mi brazo con mayor firmeza y de un puntapié abrió las puertas de par en par.
La viuda Eyzaguirre se había sentado a la cabecera de la mesa. El hombre estaba a su derecha, frente a mí, o nosotros, porque Margarita se mostraba remisa a soltarme pese a que yo retorcía con violencia uno de sus dedos.
–Disculpe mi atrevimiento, señor Petorutti –dijo la viuda Eyzaguirre con una sonrisa– pero hacen ustedes una bonita pareja.
Aspiré una gran bocanada de aire. Me había dejado atrapar en la telaraña de un par de insanas. Pero no fue el temor al ridículo lo que me paralizó en ese momento, sino la certeza de encontrarme inerme en presencia del temible Aníbal Eyzaguirre. Me resultaría imposible extraer el arma, aplastado contra el marco de la puerta por el peso de Margarita.
El hombre me miraba con fijeza. Al menos así me pareció en un principio, pero a medida que fui recobrando el sentido del equilibrio y la habitación dejó de dar vueltas a mi alrededor, ya no podía asegurarlo tan taxativamente. Me miraba con fijeza, sí, pero con uno de sus ojos. El otro se había posado en Margarita, o tal vez revoloteara aún más a mi izquierda.
Lo estudié con atención. Era un pelirrojo flaco, anguloso, con una gran nariz ganchuda apenas disimulada por un mostacho rubio en forma de manubrio. Traté de imaginarlo vestido de india ona, la única seña identificatoria proporcionada por el comisario Requena.
Fue debido al peculiar estado de ánimo que me provocó el recorrido por el pasillo del brazo de Margarita, y su rollizo muslo insinuándose en el tajo de su pollera, y, naturalmente, la sorpresa de encontrarme cara a cara con quien si dudas era Aníbal Eyzaguirre, que demoré más de lo normal en advertir, a su lado, la presencia de una deslumbrante belleza de cabellera ceniza, grandes pestañas doradas, ojos café, mirada lánguida y una voluptuosa boca pintada de carmín.
A esas alturas estaba convencido de que Margarita había deslizado alguna droga dentro del mate que me ofreció apenas acabé de bajar las escaleras. Pero cuando me zamarreó el brazo, y salí del encantamiento, la visión seguía frente a mí, acariciándome con sus ojos café.
–Ella es mi hermana Rosa.
Rosa entornó los párpados y sonrió. Después dijo algo a una mujer sentada delante suyo, que hizo un brusco ademán de asentimiento, pero no giró su cabeza de manera que apenas alcancé a observar su nuca, cubierta por una enmarañada cabellera negra coronando un torso que apenas asomaba por encima del respaldo de la silla.
–Venga, señor Petorutti –dijo la viuda Eyzaguirre–. Siéntese aquí, a mi lado.
Había un asiento libre a su izquierda, exactamente frente al bizco y junto a la mujer de cabellera negra. El restante juego de cubiertos estaba dispuesto para Margarita en la otra cabecera de la mesa.
–¡Ah, no! –chilló Margarita– ¡Lo hacés a propósito!
–Comportate, nena.
–No, no y no. ¡Vos estás con ella! ¡Seguro te sobornó!¡Peto es mío, mío!
¿Peto?
–¡Hija de puta!
Margarita corrió hacia la mujer que permanecía de espaldas y le aferró los cabellos.
–¡La sobornaste!
–¡Soltáme, bruja!
Su voz era extrañamente igual a la de Margarita, quien en ese momento intentaba estrangularla con un golpe de furca.
–Más bruja serás vos, bataclana.
–Y vos sos una puta egoísta.
–¡Chitón! –exclamó la viuda Eyzaguirre.
Yo permanecía de pie, aferrado al marco de la puerta.
–Basta chicas, ¿qué va a decir el señor Petorutti? –La viuda Eyzaguirre me miró de soslayo y sonrió, ruborizada–. Es una lucha, señor Petorutti, una lucha.
Lo era. Margarita había arrojado al suelo a su rival y ambas rodaban en un revuelo de brazos rollizos y muslos ajamonados.
El bizco se puso de pie, y pasó por detrás de la viuda Eyzaguirre. Yo manotee la Ballester, con el pulgar sobre el martillo, pero aún dentro de la sobaquera. Sin prestarme la menor atención, el bizco llegó junto a las mujeres.
–¡Sit! ¡Sit! –ordenó.
Viendo que no le prestaban la menor atención, el bizco comenzó a patearlas, lo que las enfureció todavía más.
–Carajo– dijo el bizco.
La viuda Eyzaguirre cubrió su boca con una mano.
–¡Qué modales!
El bizco asestó un violento puntapié en la espalda de Margarita, que se revolvió como un cerdo salvaje. Su mano salió despedida como un rayo y se clavó en la entrepierna del desdichado.
–Te agarré –exclamó Margarita con una sonrisa feroz.
El bizco aulló y comenzó a retroceder arrastrando el enorme peso de Margarita. La otra mujer se rehizo con rapidez y saltó sobre ella.
–¡Soltálo, bruja! –gritó Margarita, colgándose también de la bragueta del bizco.
–Es mío, mío –repuso Margarita, asida firmemente a su presa.
¡Eran dos!
Olvidé la Ballester y comencé a retroceder por el pasillo, tratando de alejarme lo más rápido que me fuera posible del grotesco espectáculo que daban los dos monstruos, exactamente iguales, que se disponían a abusar sexualmente de quien sin ninguna duda sería su hermano, el bizco Eyzaguirre. Lo último que vi antes de darme vuelta y correr hacia la puerta de calle fue a Rosa cruzar la habitación con un sifón en la mano y vaciarlo sobre las dos deformes.

Los remilgos de un psiquiatra
Se encendieron las luces y desperté con un sobresalto, rodeado de aplausos. Por un momento, creí necesario saludar, pero advertí a tiempo que nadie me miraba por lo que atiné a sumarme a la ovación. Sobre el escenario, un tal Galíndez, cabal representante de la policía brava, capaz de dejar chiquito nada menos que al legendario comisario Requena, agradecía las muestras de admiración y afecto popular. Me puse de pie, satisfecho: todavía quedan reservas morales en nuestra sociedad.
Entonces sucedió algo muy curioso: había una mujer a mi lado, y no era Ester. Tampoco Margarita Eyzaguirre. Se trataba en cambio, de una dama bastante bonita que me miraba sonriente, apoyando sus incisivos en un pulposo labio inferior. ¡La señorita Adela!
Galante como soy, la tomé por el brazo, a la altura del codo. Involuntariamente, mis dedos rozaron su cintura. Di un respingo: llevaba un objeto oculto bajo las ropas. Un estremecimiento recorrió mi espina dorsal: tenía una pistola y seguramente planeaba utilizarla conmigo.
–Seré curioso –dije como al pasar–, ¿qué lleva ahí?
La señorita Adela se ruborizó.
–Un ano contranatura– dijo con un hilo de voz.
La tierra no se abrió bajo mis pies. Lo lamenté intensamente. Tal vez hubiesen caído conmigo el autor de la obra, los actores y gran parte del público. No la señorita Adela. Me sentía muy culpable con ella. Y muy avergonzado.
No era justamente, lo que suele denominarse un caso de vergüenza ajena.
Ella, por su parte, estaba visiblemente nerviosa. No me sorprendió en lo más mínimo. Pero al cabo de un rato, pareció olvidar su anomalía y recuperó el buen humor habitual. Y su entusiasmo por mis historias, a las que llamó: “fascinantes”.
Entre nosotros, me envanecí y recobré los ánimos, dando rienda suelta a mi imaginación y apelando a mis recuerdos de mis años de servicio activo. Serían útiles para mantener el interés de la señorita Adela, aunque no entendía por qué una dama como ella podía sentirse atraída por la costumbre de Goyo Gibbons de ocultar en su canal rectal la recaudación diaria de la cadena de prostíbulos que había instalado en San Fernando.
Goyo Gibbons no era un proxeneta común y corriente, y no me refiero aquí a la lustrosa voituré bordó que conducía por el medio de avenida Maipú y acababa dirigiendo directamente hacia nosotros. Tampoco al enorme tamaño de la facturación prostibularia de los fines de semana, al cabo de los cuales solíamos atraparlo con las manos en la masa, por así decirlo, ya que las manos en la masa –también por así decirlo– solía meterlas el sargento Bienvenido Novoa para incautar la recaudación de la ilícita actividad con que Gibbons intentaba financiar las mucho más ilícitas actividades de su célula anarquista.
Hasta donde pudimos investigar, las actividades de esa célula jamás pasaron de esperar infructuosamente los fondos recaudados por las pupilas de Gibbons, que inevitablemente interceptábamos en Puente Saavedra y procedíamos a decomisar de inmediato.
Mientras Novoa realizaba el procedimiento en el baño de la fonda del vasco Garaycochea, yo ayudaba a matar el tiempo tomando una caña acodado al mostrador. Siendo de madrugada, no convenía hacerlo en ayunas, de manera que la acompañaba con uno de los chorizos colorados que habían cimentado la fama del establecimiento. En esos tiempos la vida era más sana, no existía el colesterol y a nadie se le obturaban las arterias.
Sin embargo, a pesar de la buena calidad de los chacinados de Garaycochea, estaba harto de empezar de la misma manera cada una de las semanas de los últimos seis meses, desde que el comisario Requena, que había recibido el dato de uno de sus anónimos informantes, me encomendó la comisión.
–¿Por qué mierda no agarra por otro camino? –pregunté en una oportunidad a Gibbons.
El proxeneta anarquista esbozó una sonrisa, pero se recompuso de inmediato.
–Si quiere, vengo en tren. Pero entonces van a tener que agarrarme en Retiro…
No veía la diferencia: Retiro también estaba fuera del radio de nuestra seccional.
–Me pregunto por qué nos encomendaron esta comisión en vez de dársela a la 35.
–Mejor no pregunte nada –murmuró Novoa, sentado al volante del patrullero. Llevaba en el bolsillo la prueba del delito para ponerla directamente en manos de Requena. Siempre traté de mantenerme apartado de ese objeto.
–Fascinante.
No era la cascada voz del sargento Bienvenido Novoa, sino la de una mujer bastante bonita que, atrapada por mi relato, me miraba boquiabierta, apoyando sus incisivos en un pulposo labio inferior. No, definitivamente no era Novoa.
Me eché al coleto un traguito de jarabe y para ganar tiempo a fin de hacerme un acabado cuadro de situación, extraje un pañuelo y fingí un acceso de tos. Cuando cesó, abrí los ojos y entre lágrimas alcancé a observar que la silla frente a mí estaba vacía: la mujer, a mi lado, me golpeaba la espalda. Por una vez, agradecí que mis reflejos no fueran los de antes y no me permitieran reaccionar.
–¿Se encuentra bien? –preguntó la mujer. La reconocí al instante: era la desdichada señorita Adela, a la que había tomado por un señuelo de la mafia.
Asentí con un cabeceo mientras me limpiaba boca y mandíbula con el pañuelo.
–Tiene que cuidar esa tos.
Volví a asentir. Tomé un nuevo traguito de jarabe y no bien la señorita Adela volvió a su asiento, proseguí con mi relato. Apenas si probé la comida y hablé hasta el cansancio. Mío, porque la señorita Adela seguía demostrando el mismo interés del principio.
Nos despedimos con un casto beso en las mejillas y trepó a un taxi sin darme oportunidad de acompañarla hasta su casa.
–Mañana lo llamo –dijo asomada a la ventanilla.
No recuerdo que lo haya hecho.
Nunca recuerdo nada, según Nahuel. Por las dudas tomé un sorbito de jarabe. A veces me espabila, me pone activo, como impulsado por una dínamo; otras, me produce somnolencia. Esta debió ser una de esas ocasiones, porque desperté en la penumbra, sobre la cama aún tendida de un cuarto desconocido, al que demoré un buen rato en identificar: ¡el de la terraza de las Eyzaguirre!
Por un momento creí haber sufrido una pesadilla, pero el bulto en mi cabeza no dejaba lugar a dudas: me había golpeado contra un objeto contundente. O el objeto me había golpeado a mí.
Giré en la cama en busca del interruptor de la luz.
–Veo que al fin se recuperó –dijo una voz masculina.
Me incorporé de un salto, me aplasté contra la pared y llevé la mano a la zobaquera. ¡La Ballester había desaparecido!
–¿Quién es usted?
–El doctor Glazer, de Ginebra.
Ginebra. Esa podía ser una explicación a mi estado de desconcierto. El resplandor de la lámpara de noche, apuntada hacia mí, estalló en mis ojos.
–Por un momento temí que hubiera sufrido una conmoción.
–Corra eso –dije, haciendo visera con las manos.
–Perdón.
La luz se desplazó hacia mi izquierda. Entonces pude reconocer al bizco, sentado en una silla, a los pies de la cama. Resultó sencillo: tenía ojos estrábicos. Identificarlo fue más difícil, pero me resultaba vagamente familiar. Los recuerdos demoran en llegar, pero llegan. Me consta.
–¿Qué hicieron con mi pistola?
El bizco parpadeó.
–¿A usted también se la agarraron? Pensé que la cosa era conmigo...
Parecía contrariado.
–Hablo de la Ballester Molina.
–¡Caramba!– exclamó– Conozco engreídos que le han puesto nombre, pero... ¡dos apellidos!
Me tomaba el pelo o estaba de remate. Como un fogonazo de magnesio, recordé su fuga, a través del estrecho de Magallanes disfrazado de india ona, y me incliné por la segunda alternativa. Sin embargo, había algo que no concordaba.
–Tengo una curiosidad ¿le llevó mucho tiempo cultivar su bigote?
Primero hizo un gesto de sorpresa. Después sonrió.
–Veinte años.
Se atusó el enorme manubrio y añadió.
–Pero no es una simple cuestión de tiempo. Hace falta también muchísima dedicación.
–Y alguna ayuda de la naturaleza.
–Exacto. No todos los hombres lo tienen tan tupido.
–Ni las mujeres.
–Por supuesto que no. Es un signo de virilidad.
–Mucho menos las onas.
–¿Las qué?
Aprovechando su desconcierto yo me había desplazado alrededor de la cama. Lo tenía casi a tiro. Sin darle tiempo a reaccionar salté sobre él y le arranqué el bigote.
Bien, un trozo.
El doctor Glazer había caído de la silla y chillaba, hecho un ovillo sobre el piso. Una lágrima comenzó a rodar por su mejilla. Me llevé el fragmento de bigote a la nariz. Apestaba a betún, pero era real. Evidentemente, no estaba en presencia de la india ona que se hacía pasar por Aníbal Eyzaguirre.
Lo ayudé a incorporarse.
–¿Qué hizo? –lloriqueó.
–¿Quién es usted?
–Ya se lo dije: el doctor Glazer, médico psiquiatra de la Universidad de Ginebra. Estudio el caso de Margarita.
–De las Margarita...
–Entonces no vi doble…
Negué con un cabeceo.
–Me temo que no.
–Qué horror –musitó–. Es tan asombroso que me cuesta creerlo. Hasta hace un rato estaba convencido de que se trataba de un trastorno de doble personalidad. Jamás las había visto juntas.
Expliqué al doctor Glazer las razones de mi estancia en lo de las Eyzaquirre. Expuse mi teoría, que escuchó con gran interés, y esbocé un plan de acción. Llegado a este punto no consiguió disimular una mueca de repugnancia y se negó terminantemente a colaborar.
–Siempre creí que los científicos –lo azucé– tenían al menos un poco de curiosidad intelectual.
–La curiosidad mató al gato, oficial Petorutti. Y ha dado cuenta también de numerosos hombres de ciencia. Fíjese, si no, en madame Curie.
Era una revelación sorprendente y lo miré extrañado. El doctor Glazer sonrió con pedantería de hombre de ciencia y creyó aclarar el punto:
–Hay límites éticos para la investigación científica. Pero también estéticos. Lo que usted me propone es nauseabundo. Y estúpido. ¿Por qué no arrestarlas, simplemente, y que de lo otro se haga cargo la justicia?
“Lo otro” era lo que acobardaba al doctor Glazer. Si no había entendido mal, tal como había dicho su propia madre, la hermana melliza de Margarita era Rosa. En consecuencia, la segunda Margarita no podía ser sino Aníbal Eyzaguirre. Y ya no tuve inconveniente en imaginarlo travestido de india ona. Ningún carabinero chileno, seguramente también amparándose en confusos reparos éticos, se había atrevido a verificar su identidad. Eso era lo que yo me proponía hacer. Y de la forma más expeditiva.
Por un momento el doctor Glazer casi logró disuadirme, pero no había tiempo de llamar a la seccional. Odiaba la idea de que por obra de un prurito, justificable tal vez para un médico psiquiatra, pero inadmisible en un oficial de policía, Aníbal Eyzaguirre consiguiera huir. También odiaba la idea de despertar a Requena en medio de la noche.
Abrí la ventana y me dispuse a salir al techo.
–Imagine que no tiene suerte al primer intento...
–Por eso –dije volviéndome con furia hacia Glazer– quería que usted colaborara haciéndose cargo de una de ellas.
–De ningún modo.
Me alcé de hombros.
–No importa. Tengo el cincuenta por ciento de posibilidades a favor.
–En la ruleta rusa existen muchas más. Así y todo no es un deporte muy recomendable.
Debía cortar ya con esa conversación. En cualquier momento el doctor llegaría a persuadirme.
–Usted métase en sus asuntos. Y escóndase, porque la traeré aquí mismo.
Glazer se puso de pie de un salto.
–¿Dónde me meto?
–No sé, en el techo. O abajo de la cama. Y si me oye gritar... –Sacudí la cabeza. Glazer estaba hecho un manojo de nervios. Debía valérmelas por mí mismo.
–Tenga cuidado –dijo cuando ya me encontraba sobre el alféizar– Recuerde que son idénticas. No sea cosa que traiga dos veces a la misma.
Aspiré hondo y salí al techo. Las probabilidades en contra eran más del cincuenta por ciento.

jueves, 12 de agosto de 2010

4. Las forzadoras de Montserrat



El misterio de la casa de la calle México
Parece que hubiera sido ayer cuando la viuda Eyzaguirre me recibía en una espaciosa sala con vista a la calle México, lo que no es sino un modo de decir: las celosías habían permanecido cerradas a cal y canto durante los últimos veinte años y la suciedad de los cristales, apenas disimulada por la de los visillos de crochet, acentuaba el carácter hermético, la sensación de soledad y retraimiento que percibí apenas traspuse la puerta cancel y fui abruptamente introducido en la sala por una muchacha que me impactó por su ambigüedad. No puedo mencionar en ese sentido nada concreto, ningún detalle específico de su fisonomía, sino una especie de aura que la distinguía y que primero atribuí a una suerte de indefinición sexual pero luego comprobé que se extendía a otras facetas de su personalidad. Por ejemplo, si a simple vista era difícil determinar su sexo, resultaba imposible precisar su edad, y hasta su estatura, pues sentada parecía una persona y, de pie, otra completamente distinta. Esto se debía, según comprobé más tarde, al observarla con mayor detenimiento, a un torso excesivamente largo toscamente empotrado sobre dos cortos y gruesos miembros inferiores.
Tampoco resultaba sencillo saber si padecía alguna clase de deficiencia mental o si me tomaba el pelo. Pero eso también ocurrió más tarde, cuando nos sentamos alrededor de una gran mesa de comedor, cubierta por una carpeta tan pringosa como los visillos, y la ambigua mujer asentía con vehementes cabeceos a la larga cháchara que me propinó la viuda Eyzaguirre. O nos interrumpía de pronto, con comentarios disparatados, completamente fuera de lugar, como preguntarme a boca de jarro y mientras su señora madre relataba las desgraciadas circunstancias que habían rodeado la muerte de su esposo, cuáles eran los últimos tres números de mi chapa policial.
Tuve que hacerme repetir la pregunta, embargado por una súbita sensación de irrealidad, y hasta amagué con exhibir nuevamente mi credencial, lo que ella rechazó con un gesto campechano, brusco y ceremonioso a la vez, que me recordó a un célebre agitador ácrata al rehusar la venda que, según algunos haría más piadoso su tránsito hacia la otra vida, antes de ser fusilado en el patio de la Penitenciaría Nacional. Un gesto extremadamente viril que, en el caso de la señorita Eyzaguirre, me resultó perturbador, mucho más, si tomamos en cuenta que, inmediatamente después, sonrió con coquetería y me confesó que pretendía conocer los últimos tres números de mi chapa para apostarlos a la quiniela.
–Los juego hoy; si no acierto, vuelvo a jugar pasado mañana y si sigue sin salir, redoblo la apuesta invirtiendo los números. Aunque usted no lo crea, funciona.
Eché una fugaz mirada a su señora madre, quien, sentada a la cabecera de la mesa, sonrió con timidez, aunque los cabeceos de asentimiento con que acompañaba las palabras de su hija y el destello en sus ojos castaños me permitió comprobar que compartían la compulsión por el juego.
–Por lo general –continuó diciendo la lela– apostamos a la terminación de las patentes de los automóviles que pasan por la puerta.
La quiniela era un juego ilegal. Si persistía en ese tipo de confesión me vería obligado a remitirla a la seccional.
–Señorita –la interrumpí–, soy un oficial de policía.
–¡Ya lo sé! –chilló– Reconozco un automóvil apenas lo veo. ¿O cree que soy tarada?
Esto último lo dijo en un tono de voz muy agudo y con lágrimas en los ojos. Además, se había puesto de pie, aunque no me percaté de ello sino hasta que la vi corriendo hacia mí. Afortunadamente, debía rodear la enorme mesa y el grito de su madre la sorprendió a mitad de camino. Se detuvo en seco, bufando.
–Margarita, volvé a tu sitio de inmediato –ordenó la señora Eyzaguirre.
Esto debió hacerme sospechar, pues de pronto recuerdo que, según Sandrini, un informante que tengo en San Telmo, su nombre era Adela, una prostituta que se anunciaba en los periódicos. Pero no lo advertí en ese momento: se entiende, era un oficial todavía bisoño. Además, no entiendo qué puede saber Sandrini de nada que no sea abrir la boca como un mamerto y hacer chistes tontos.
Pero volvamos a nuestra historia, antes de que sea tarde.

Una habitación en la terraza

Luego de ser detenido por el grito de la señora Eyzaguirre, el monstruo de la calle México me echó una mirada furibunda. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y los brazos arqueados, como los de un gorila. De improviso, sonrió y regresó a su silla tarareando una canción infantil.
–Como le iba diciendo, señor Petorutti...
Me volví hacia la viuda que había recuperado su plácido tono de voz, aunque por el rabillo traté de mantener bajo vigilancia a su imprevisible hija.
–...dos meses después de la trágica muerte de mi esposo recibimos la visita de ese profesor montenegrino. Quería alquilarnos una pieza. ¿Por qué no?, me dije. Mi hijo mayor se había casado y ya no vivía con nosotros. En realidad ni siquiera vivía, porque no puede llamarse vida a la que le daba esa mujer. Imagínese, señor Petorutti, ¡con un sueldo de empleado público veranear en Piriápolis! Lamento decirlo, y que Dios me perdone, pero ella lo mató.
–La hija de puta –murmuró Margarita.
–Y Aníbal, mi hijo menor –prosiguió sin inmutarse la señora Eyzaguirre– había partido de viaje de estudios alrededor del mundo. Quedamos las mellizas y yo, solas, en este inmenso caserón.
¿Mellizas? ¿Acaso esa desdichada mujer...?
La viuda Eyzaguirre leyó mis pensamientos.
–Pero Rosa no es como ella –dijo.
–¡Rosa es muy inteligente! ¡Y linda! –exclamó Margarita.
La viuda asintió.
–Es maestra de primer grado en la escuela de Garay y Piedras.
–Usted no sabe cómo la quieren los chicos –el rostro de la lela estaba radiante. Sus ojos echaban chispas de excitación– Y los no tan chicos…
La señora Eyzaguirre me dirigió una sonrisa triste.
–No le haga caso –dijo–. Usted sabe...
Su mano revoloteó cerca de su sien. Asentí.
–¿Ah no? ¿Decís que no? –Margarita se había puesto de pie y encaraba a su madre con los puños apretados contra la mesa– ¿Y el profesor montenegrino qué? ¿Y Jorge? ¿Y Aníbal? Y...
–¡Silencio! –gritó la viuda Eyzaguirre– Cuidadito con lo que vas a decir.
Margarita me miró, sorprendida. Por un momento, llevada por el entusiasmo, parecía haber olvidado mi presencia.
–Mi hermana es linda. Y rubia. Y alta. Y usa ropa interior de encaje negro.
La madre meneó la cabeza.
–Esta chica...
–Yo antes también era rubia y alta. Pero después vinieron los gitanos y me cambiaron por otra. Es lo que siempre me decía mi papá: “No estamos haciendo nada malo, nena: vos no sos mi hija”.
–¡Silencio! –La señora Ezaguirre se había incorporado de un salto– Retírese inmediatamente de aquí.
–Tranquilizate mami. Qué va a pensar de nosotras el señor Petorutti.
La señora Eyzaguirre volvió a tomar asiento y me dedicó una de sus amplias sonrisas.
–Que estamos locas, ¿verdad señor Petorutti?
–Faltaba más, señora
–¿No quiere un té? –preguntó Margarita de improviso– ¿Un cafecito? ¿Mate dulce con cedrón? ¿Una porción de pasta frola?
Rehusé el ofrecimiento y traté de recuperar, si es que alguna vez lo había tenido, el rumbo de la conversación.
–Su hijo Aníbal...
–Está en el África –se apresuró a responder Margarita.
–Bien –dijo la viuda Eyzaguirre poniéndose de pie–, mucho le agradecería, señor Petorutti, que tuviera la amabilidad de darme su respuesta a la mayor brevedad. Como podrá imaginar, no estamos acostumbradas a esto. El profesor montenegrino fue el único huésped que entró en esta casa en los últimos cuarenta años.
–Yo no...
–No se apresure en contestar, señor Petorutti. Hay decisiones que merecen ser meditadas con detenimiento.
–Además –terció Margarita–, ni siquiera le mostraste la pieza.
¿Qué pieza?

Una escena de odiosa intimidad

Sandrini me miraba en silencio. Lo miré. Nos miramos varios minutos, hasta que al fin, quebrada su resistencia, decidió hablar.
–¿Qué pieza?
La situación me estaba desconcertando. ¿Por qué en vez de confesar el detenido insistía en hacerme preguntas? ¿Y qué pregunta era esa?
Lo corregí:
–Calabozo, querrá decir.
Sandrini llevó una mano a su frente, oprimió durante unos segundos la base de su nariz.
–¿De qué habla, comisario?
Hice un gesto vago, como restándole importancia al asunto, mientras me devanaba los sesos por recordar de qué conversábamos.
Sandrini revisó los papeles que tenía sobre la mesa:
–Me decía que la viuda Eyzaguirre ni siquiera le había mostrado la pieza.
¡La viuda Eyzaguirre y sus horrendas hijas!
–¡No me haga acordar! –exclamé.
–Eso es precisamente lo que quiero –suspiró Sandrini. Parecía fatigado.
–¿Y por qué me obliga a evocar sucesos tan desagradables?
–Porque estamos escribiendo sus memorias.
¿Sería eso cierto? Yo nunca me fío de las declaraciones de los detenidos. Por las dudas, cambié de tema. Por algún extraño motivo, lo primero que vino a mi mente fue la imagen de la viuda Eyzaguirre cuando se cubrió la boca con una mano luego de que su hija le mencionara la pieza.
–¡Oh! ¡Pero que cabeza la mía! –exclamó la viuda– Venga, acompáñeme.
Margarita ya estaba a mi lado. Me tomó de un brazo.
–Vamos, señor Petorutti. Su pieza está en el piso alto. Tiene un pequeño anafe para cocinar, pero usted podrá comer con nosotras ¿No es cierto, mami?
–Por supuesto –repuso la viuda Eyzaguirre–. El señor Petorutti es un caballero.
–Y además tiene baño propio. Yo misma lo uso algunas noches –añadió por lo bajo–, para bañarme, desnuda. ¿No es cierto que yo me baño desnuda, mami?
La señora Eyzaguirre se detuvo en el rellano de la escalera.
–Nena, hay ciertas intimidades que no deben revelarse delante de los caballeros.
–Claro, mami –repuso Margarita. Luego me soltó el brazo y trepó los escalones de dos en dos. Cuando llegamos a la pieza, se había sentado en la cama.
–Venga, pruebe lo blanda que es. Y lo calientita que está.
–No, por favor, yo...
–En confianza, señor Petorutti –dijo la señora Eyzaguirre–, puede comprobar, si así lo desea.
Me rehusé con firmeza. Margarita era una muchacha robusta y temía verme forzado a una odiosa intimidad sobre esa cama cubierta por una colcha de raso púrpura y en presencia de la circunspecta señora Eyzaguirre.
Eché un vistazo a la habitación. Era pequeña, apenas cabía el ropero y una angosta mesa bajo la ventana. Daba al techo de la planta baja, lo que pude comprobar al abrir las celosías, sofocado por las emanaciones corporales de Margarita. O de su madre.
En un principio no pude precisar de donde provenía ese intenso olor a sudor, moho y naftalina. Tal vez de la ajada colcha de raso. “Vengo aquí a bañarme, desnuda” había confesado Margarita. Imaginé su deforme cuerpo retozando sobre la colcha y tuve un principio de lipotimia.
–¿Qué le pasa, señor Petorutti? –Al verme tambalear la viuda Eyzaguirre retrocedió– ¿Se siente usted bien?
De un salto, Margarita llegó a mi lado y me aferró de la cintura. Su coronilla apenas alcanzaba la altura de la boca de mi estómago. Entonces percibí el olor con mayor intensidad. Traté de apartarme, pero ella aumentó la presión de su abrazo, creí sentir un crujido en mis vértebras lumbares, el aire dejó de llegar a mis pulmones y me pareció que esta vez acabaría por perder el conocimiento.
Ante el terror de verme inerme en manos del engendro y gracias a un supremo esfuerzo de voluntad, alcancé a abrir los brazos en cruz antes de cerrarlos con violencia, golpeando con las palmas de ambas manos sobre sus oídos.
Margarita lanzó un alarido y retrocedió aferrándose el cráneo mientras un fino hilo de sangre goteaba de su oreja izquierda. Por mi parte, inhalé profundamente, y me apoyé en la mesa mientras pugnaba por normalizar mi respiración y recuperar el uso de mis facultades. No pude hacerlo, y, como en un flash, mientras veía a Margarita avanzar hacia mí con los puños en alto, recordé mi último encuentro con el comisario Requena.

La fuga de Aníbal Eyzaguirre

–Pelotudi –había dicho Requena con una sonrisa que me caló los huesos y que debió haberme advertido de sus intenciones–, tengo una pequeña comisión para usted.
Naturalmente, no podía rehusarme a cumplimentar una orden directamente emanada de un superior. Tampoco, he de reconocer, veía motivos para una negativa fuera de lugar, ni es correcto que un oficial escribiente escape aterrorizado de la seccional apenas el comisario le dirige la palabra, lo que, por otra parte, luego de mi regreso a la seccional, no había ocurrido en los últimos seis meses. Esto también debió hacerme sospechar.
–Aníbal Eyzaguirre escapó del penal de Ushuaia...
Requena hizo una pausa y se atusó el bigote con afectación. Si buscaba que sus palabras provocaran en mí alguna clase de efecto, no lo logró. Eso, al menos, es lo que pensé entonces. Todavía ignoraba que la intención del comisario era precisamente la opuesta. Luego de comprobar que el nombre de Aníbal Eyzaguirre no significaba nada para mí, continuó con su exposición.
–... a bordo de una canoa disfrazado de india ona.
La idea me hizo gracia y no pude evitar una sonrisa. Requena también sonrió: en efecto, yo jamás había escuchado hablar del temible asesino Aníbal Eyzaguirre, El descuartizador de México y Tacuarí.
–Presumimos que se refugió en Punta Arenas, pero hasta ahora los carabineros no han podido dar con él. Cabe la posibilidad, también, de que haya cruzado la frontera y en estos momentos se encuentre camino a Buenos Aires.
–Habrá cambiado de disfraz...
Requena parpadeó y, por un momento, sus facciones se endurecieron. Un aire helado me corrió por la espina dorsal. Pero fue sólo un instante. Lanzó una risa algo forzada, una especie de “Ho, ho” de un Santa Claus de frenopático, y asintió.
–Tal vez busque ponerse en contacto con su madre.
Requena simuló no haber reparado en mi gesto de sorpresa, pero de todos modos aclaró:
–Me refiero a la madre de él. Sería bueno que usted hiciera una visita a esa señora utilizando alguna excusa banal, alguna tontería. No creo que le demande un gran esfuerzo.
Salí de la seccional un poco extrañado de las lisonjas del comisario pero feliz de volver a tener una comisión. Ya comenzaba a sentirme una especie de objeto decorativo, como el jarrón tsuji que adornaba el despacho del comisario, o el escribano Santiesteban, que no era decorativo en lo absoluto pero que, en su nueva personalidad de René, revoloteaba en la seccional con una falta de pudor y sentido estético que se volvían más pasmosos a medida que el guiso de oveja iba provocando nuevos estragos en su silueta.
Fue así que, munido de una excusa banal, como pretendía el comisario, una denuncia sobre el extravío de una cotorra australiana que respondía al apelativo de “Cata”, bajé por la calle México, toqué al llamador de la residencia de las Eyzaguirre y en un abrir y cerrar de ojos me encontré revisando una habitación que jamás había pasado por mi cabeza alquilar y recordando, como en un flash, mi último encuentro con el comisario Requena mientras veía un hilo de sangre gotear del oído izquierdo de Margarita, y a Margarita misma abalanzarse sobre mí con los puños en alto y el rostro desencajado por un rictus bestial.
Traté de detenerla con un jab de izquierda, un golpe básicamente disuasivo, que no busca causar un daño inmediato sino marcar distancia y ablandar, mientras recogía mi brazo derecho junto al mentón. Es una combinación simple: cuando usted retrocede con la pierna izquierda queda perfilado para lanzar un directo con la derecha sobre el rostro del rival. Lo había practicado cientos de veces en el boxing de Gimnasia y Esgrima, aunque en una oportunidad Ismael “Gomita” Saldívar, ex campeón sudamericano de peso medio, luego de hacerme ir y venir sobre unas huellas de pie marcadas en el piso (“Las piernas son más importantes que las manos, grébano”, chillaba Saldívar cada vez que yo equivocaba el paso) y cuando consideró que había ganado la suficiente seguridad y el movimiento de avance y retroceso era para mí ya tan natural como el swing, me sorprendió pasando debajo de mi jab. Lancé el directo, incómodo, sin distancia. El golpe pegó en su hombro mientras sentía en las costillas su primer respuesta. La segunda fue casi en el mismo lugar. La tercera consistió en un uppercap de efecto multiplicado: podría decirse que, doblándome en dos por la falta de aire, fui yo quien había golpeado contra el guante de Saldívar.
A la semana siguiente Gomita me enseñó la combinación. Él lanzaba el jab mientras yo adelantaba mi pierna izquierda acortando distancia por debajo de su brazo para luego sacar los dos ganchos y el uppercap. Todo en cámara lenta, a fin de incorporar los movimientos.
Luego de dos horas de práctica yo había ganado seguridad y, sin advertírselo, decidí golpearlo en serio. Saldívar lanzó el jab, me agaché, adelanté la pierna y tiré el gancho a las costillas. Saldívar lo bloqueó con el codo. Quedé sorprendido viendo venir su guante derecho que pegó en mi sien y me dejó despatarrado por un buen rato en medio de la ovación del alumnado.
–En primer lugar –dijo Saldívar más tarde, en los vestuarios–, lanzar el jab no es lo mismo que tocar un timbre. La mano va y vuelve. Vuelve, Petorutti. ¿entendió? Va y vuelve.
Asentí con un cabeceo que me hizo ver nuevas estrellas.
–En segundo lugar, y eso es lo bueno del box, lo que lo transforma en un Arte: no hay ninguna combinación automática, preestablecida, que resulte efectiva. Hace falta un toque de genio, pero toda creación puede ser anulada por una creación superior. En síntesis, cualquier cazador puede resultar cazado.
–No tenía por qué pegarme tan fuerte –protesté–, estábamos practicando.
–Las cosas no se hacen a medias, Petorutti. Las cosas se hacen con todo, en todo y a cada momento. Esa es otra gran enseñanza del box. Además, no hay que confiar en el adversario. Y este consejo va gratis.
Saldívar acabó de peinarse y mientras sonreía al espejo dijo como para sí:
–Este deporte me ha brindado muchas satisfacciones. Además del campeonato sudamericano, por ejemplo, tengo entrada libre en los cabarets. Pero no hay nada que pueda compararse al placer de fajar a un botón. Lo maravilloso es que no voy en cana. ¡Y encima me pagan! ¿Se da cuenta, Petorutti?
Naturalmente, abandoné las clases. Gracias a eso mi nariz todavía conserva una forma más o menos normal, pero en ese momento, mientras Margarita Eyzaguirre se abalanzaba hacia mí con los puños en alto, lamenté mi temprano retiro del cuadrilátero.
Lancé el jab recordando las enseñanzas de Saldívar, pero Margarita no era un rival estudiando mis movimientos sino una bala de cañón apuntada a mi estómago. El impacto me lanzó sobre la pequeña mesa y quedé con la mitad del cuerpo asomado a la terraza, tratando de recuperar el aire, mientras sentía los cortos y gruesos dedos de la lela afanarse en los botones de mi pantalón.
Tuve un acceso de pánico. Mis gritos resonaban en la azotea como los chillidos de los habitués del Parque Japonés cuando subían al martillo. O los de una parturienta. La idea cruzó por mi mente y por un instante imaginé las pavorosas consecuencias de lo que estaba por ocurrir, lo que a la postre me dio fuerzas para sacudirme de encima ese monstruo concupiscente al tiempo que caía sobre el techo con los pantalones arrollados a los tobillos. Comencé a rodar y sólo me detuve cuando mi tirador quedó enganchado a la cabeza de uno de los clavos que sujetaban las chapas. Apenas había alcanzado a asirme a la endeble canaleta de zinc y ya me veía aterrizando de cabeza en el patio, donde Margarita me aguardaba con los brazos abiertos.
¿Margarita?
Miré hacia atrás. La terraza estaba vacía. Trepé ayudándome del tirador y llegué hasta la ventana. Me asomé hacia el interior. No había nadie en la pieza. Tampoco encontré el menor rastro de lo que, a mi modo de ver, había sido una feroz batalla campal. La única novedad era un juego de toallas dobladas sobre la cama. Y un jabón Lux.
Mi primer impulso fue tomar el secador del baño, bajar corriendo las escaleras y abrirme paso hasta la calle. Pero lo pensé mejor. Si Aníbal Eyzaguirre buscaba ponerse en contacto con su señora madre, nada más adecuado que un caballo de Troya metido en su propia casa. Ese venía a ser yo. Cuando más tarde se lo comenté, el comisario Requena pareció encantado con la idea. “Caballo de Troya” dijo. Echó una mirada soñadora al escribano Santiesteban que, imitando a Carmen Miranda bailaba con el jarrón tsuji en lo alto de su cabeza, y añadió: “Me gusta esa imagen, Petorutti, me gusta”
Fue así que decidí alojarme en casa de las Eyzaguirre, en el estricto cumplimiento de mis deberes de servidor público y no, como deslizó Requena en su informe, porque algún vínculo, desde ya ignominioso, me uniera a Margarita.

viernes, 6 de agosto de 2010

3. La mafia de los cero seiscientos


El sargento Novoa me pone tras la pista
Un domingo, como ocurre todos los domingos, encontré al sargento Bienvenido Novoa en su puesto de la feria de los pájaros. Pasa las horas ahí, pero no está de consigna: regentea un destartalado puesto. Novoa es ahora feriante. Declara apenas 75 años, pero se retiró de la policía cuando Roma atajaba en Boca.
¿O sería Mussimessi?
En fin, el puesto de Novoa es de venta de canarios, aunque también exhibe jilgueros, corbatitas y algún cabecita negra. Y un loro, pero no está a la venta. Parlotea encaramado al hombro derecho de Novoa desde hace treinta años. Y responde al nombre de "Comisario".
El sargento nunca quiso revelar por qué lo llamaba de ese modo, aunque sospecho estar de alguna manera relacionado con el asunto.
–¡Pelotudi! ¡Pelotudi! –chillaba el loro apenas distinguía mi sombrero en la multitud.
Chillaba, nótese.

Manteníamos con Novoa una afectuosa pero viril camaradería, fruto de haber compartido tantos peligros en nuestra época de servicio en Balvanera Sur. Y una confianza que, de su parte, siempre me pareció un poquitín irrespetuosa.
–Usted no se va a avivar nunca, comisario –exclamó cuando le mencioné la extraña llamada que había recibido: un ascensorista impúdico que quería que conociera a su mujer. Íntimamente.
De mi conversación con Caról, como es natural, no dije una palabra. Tampoco hizo falta.
–Seguro llamó a un cero seiscientos –insinuó Novoa.
–No, creo que no –mentí.
–Da igual. Habrá sido alguno de sus nietos.
–Si, ellos, claro –dije con alivio–, fue alguno de ellos.
Novoa asintió, aunque una sonrisa aviesa atravesó su rostro como un relámpago.
–Verá, usted llama a un número equis tratando de mantener una conversación obscena...
–No, yo...
–...son apenas unos centavos más IVA, se dice. Una bagatela, en realidad. ¿Cuánto puede gastar? ¿Un peso? ¿Dos?
–Cuatro con cincuenta y cuatro.
Novoa la dejó pasar. Tal vez a esta altura de mi vida despierto compasión.
–Como podrá imaginar –prosiguió con su insoportable sonrisita– sería un negocio de mierda si se tratara únicamente de eso. La cantidad de pelotudos que hay sobre la tierra es casi infinita, pero por unas chirolas que le saquen a cada uno no se justifica.
Dirigí mi mirada hacia la estación del ferrocarril. Un tren detenido junto al andén parecía a punto de partir. Lástima, pensé. Con mis achaques no llegaría a tiempo, y eso que esa mañana me había hecho unas friegas con vinagre en la rodilla para curar la artritis. Además ¿a dónde podría llegar? No más allá de Marcos Paz, como tantos otros.
–Vuelva –me sobresaltó Novoa.
–¿Qué? ¿De dónde?
–De dónde mierda se haya ido, comisario
Al oír su nombre el loro agitó sus alas
–¡Pelotudi! ¡Pelotudi!
Novoa suspiró.
–Entre usted y su tocayo no sé quién está peor.
¿Qué tocayo? Miré a mi alrededor.
–Le decía que el negocio es otro –prosiguió Novoa desentendiéndose de mi desconcierto– El secreto está en detectar su número telefónico. Resulta sencillo. No imagina usted la cantidad de zánganos que andan sueltos por ahí.
Seguí con la mirada el arco que trazó el brazo de Novoa hacia una vasta región, a mi izquierda, donde también debía estar la infinita legión de pelotudos.
–Después los llaman. La tecnología ha avanzado mucho en los últimos treinta años. Antes, las prostitutas chistaban desde los zaguanes.

¡Prostitución electrónica!
De eso se trata. Es asombroso, pero se lleva a cabo abiertamente. A través de los medios de comunicación masiva. Sentí que me hervía la sangre, burbujeando en mi cerebro. Una condición que dificulta el razonamiento. Lo verdaderamente escandaloso vino después.
–¿No lee los diarios?– preguntó Novoa.
Sin duda, aunque, como es natural, me limito a Necrológicas y Policiales, le expliqué. Inadvertidamente, a veces me encuentro leyendo la sección Política, pero jamás había reparado en los avisos clasificados. Dos páginas en una tipografía digna de una edición de bolsillo del Manual de Aberraciones Sexuales del doctor Lyndon F. James. Tres tomos. Los leíamos con avidez en la seccional y aún descansan en un anaquel en –¡iba a decir mi dormitorio!– mi zona del loft. Resulta fácil distinguirla gracias al mobiliario. Ahí están mi vieja cama de bronce, el ropero con luna, la mecedora de esterilla, el aparador de alzada y tapa de mármol, la palangana con vinagre...
¡La palangana con vinagre! ¡Me había olvidado la palangana llena de vinagre en el medio del loft! ¡Mis nietos me devolverían al geriátrico!
Pero me estoy distrayendo…

Corrupción de menores, de mayores, de todo
Lo peor –creo que decía– no eran las aristas médicas del asunto: el estilo de los avisos y la similitud de los números telefónicos permitían asegurar, sin sombra de duda, que había una organización detrás, una mafia de proxenetas de la peor especie.
Una vez en Barracas, estudié el diario con mayor detenimiento. En primer lugar, estaban los avisos destacados (“Tus fantasías indiscretas”, “Historias estimulantes”, “Secretos de alcoba eróticos” y un más formal “Para personas sin prejuicios ni tabúes”). Tal como había dicho Novoa, todos dando como referencia distintos números cero seiscientos.
No había alcanzado a recuperarme de la sorpresa cuando reparé en el rubro “Servicios útiles para el hombre y la mujer”. Conté veinte Abelardas, cuando en nueve décadas de vida jamás había escuchado de una mujer con un nombre semejante, por no mencionar que no tengo la menor idea de para qué sirve una Abelarda.
La primera de ellas, como para ir acostumbrándolo a uno, aseguraba ser tierna y sensual. Pero inmediatamente después, otra confesaba formar parte de un trío de lesbianas. La tercera Abelarda y su amiga Ann organizaban fiestas, pero la que me llenó de horror fue “Abelarda y nuevas colegialas te bañan”. ¡Niñas del Liceo!
Caminé tambaleando hacia el aparador en busca de una de mis píldoras para la presión. Tomé dos, ayudándome con un vaso de whisky. Dicen que es bueno para el corazón. De ser así, me hacía falta.

El de las niñas estudiantes no era el único caso de corrupción de menores. En avenida Cabildo atendía una impúber con guardapolvo escolar y portaligas. En la calle Arenales, Adriana declaraba cursar el quinto año del bachillerato. También había una joven y sedosa modelo africana y una segunda, citaré textualmente, “africana hasta su selvita”.
Una maestra jardinera, aprovechando el receso veraniego, acariciaba con cremas y ¡aparatos! Todavía estaba pensando en esto cuando me topé con un fisioculturista superdotado, una psicóloga que atendía a domicilio, una enfermera dulce y erótica, una médica adicta al sexo que se definía como “completamente viciosa”, y una señora madura, especialista en parejas.
Desconcertantes en medio de ese desenfreno, unos diez avisos ofrecían disciplina, uno de ellos valiéndose de un potro de torturas. Una guardiana –seguramente del Servicio Penitenciario– fuerte y sensual, cinturón negro de kung fu, se ofrecía para someter a los clientes. Había también una mujer prusiana, y un tal Lucas se sentía lo suficientemente seguro como para disciplinar díscolos de ambos sexos, por no mencionar el aviso de un demente experto en artes marciales que desafiaba a luchar y después, vaya uno a saber.
Como en botica, encontré prácticamente de todo. Jovencitos bisexuales, muchachas perversas, italianas tiernas, suecas libidinosas, alemanas agresivas, rosarinas mimosas, paraguayas dulces, japonesas gheisas, brasileras morrocotudas y hasta una mujer madura que atendía con sus jóvenes y bonitas nietas. Aunque el más repugnante me pareció Darío, profesor de natación, velludo.
¿Qué puedo decir?
“¡¿Qué hace la policía?!” Eso puedo decir. Y “¡Hay que hacer algo!”.

Ahora mismo me parece escuchar la voz del comisario Requena: “¿Qué pretende, Pelotudi?”
Pero estaba muy ofuscado para advertir los gritos de mi conciencia llamándome a la cordura. Y el nivel del whisky había descendido vertiginosamente en la botella.

Lo que acabó por sacarme de las casillas fue el rubro “Personas buscadas”. ¡Cuántas veces habíamos utilizado ese noble espacio solidario para dar con el paradero de un menor extraviado, una chica huída del hogar, un orate secuestrado por la asistencia pública o un padre ausente! Ahora, dos amigas infartantes y discretas buscaban caballero de hasta cuarenta años para “hacerle de todo”, una cubana morocha de veinticinco solicitaba porteño elegante, una escultural y racista dama de Costa Rica a un señor de tez blanca, unas diez diferentes mujeres casadas en pos de los maridos de otras, una señora muy reservada pretendía conocer otras señoras de hasta cuarenta y cinco años para establecer una gran amistad. Para cuando llegué al aviso de una viuda sexagenaria que deseaba relacionarse para fines serios con un señor de hasta 70 años, la botella de whisky había rodado, vacía, debajo del aparador. En el loft, girando a mi alrededor, se repetían escenas de degradante lubricidad.
Me puse de pie y, como pude, llegué hasta el teléfono. Afortunadamente, la viuda se había ausentado de su casa.

La sorprendente revelación de Rita
Cuando desperté, mi cabeza se había aclarado lo bastante como para recordar que, obnubilado por el alcohol y enceguecido por la indignación, había estado a punto de caer en las redes de la mafia prostibularia. No puedo afirmar, taxativamente, que la joven viuda estuviera relacionada con algún círculo criminal –aunque tampoco podría asegurar lo contrario– pero la lectura de los avisos de algún modo me había despertado una gran curiosidad.
Por ejemplo: ¿qué sería un masaje penetrante?
Ese es el medio de que se vale la mafia –no el masaje penetrante, o tal vez sí; no sé– sino despertar la curiosidad. Luego lo envuelven a uno y le dan droga, y lo violan y lo despachan a Turquía y todo eso. Probablemente la viuda ya hubiese caído en sus manos y en ese mismo momento se encontrara dentro de una bañera con el velludo profesor de natación.
¡Por Dios! Había estado a punto de traicionar mi juramento de policía. Si luego de casi un siglo de intachable conducta al servicio de la ley, el orden y la justicia, unos simples avisos me habían prácticamente lanzado a los brazos del vicio ¿qué no lograrían con un tierno adolescente? O con una quinceañera. Tal vez no sólo repartían droga a las puertas de las escuelas, sino ligueros.... ¡o profilácticos!
Debía hacer algo, ya, pero Rita me distrajo.
–Tenemos que ir a lo de Juan José –dijo.
Carajo, pensé. Y yo que aprovechando una palangana con vinagre que alguien había dejado en mi zona del blog planeaba hacerme unas friegas para la rodilla y meterme a la cama…
–Luego de cenar –propuse.
Me daría un baño, descansaría un rato y con un poco de suerte alcanzaría a recordar quién era Juan José. Resultaba esencial para saber de qué debía disculparme. Rita insistía en eso. Además, sugirió que podría sernos de gran ayuda.
–¿Para qué? –pregunté, perplejo.
–Para escribir tus memorias.
–¿Qué memorias?
–Eso –exclamó Nahuel desde la computadora– ¿Qué memoria?
–Contestá –dije a Rita.
–En lugar de tomar tanto jarabe para la tos –prosiguió Nahuel– deberías probar con algún remedio para la memoria.
¡Y dale con la memoria!
Rita salió en mi defensa:
–Calláte, nabo, que el abue está re-bien.
Nahuel repuso con una desconcertante carcajada.
–Comamos –dije.
Rita preguntó si no pensaba bañarme.
Mientras trataba de recordarlo se hicieron las nueve de la noche. Por fin cenamos y luego Rita me arrastró hasta San Telmo. No me gusta presentarme de visita con las manos vacías, por lo que, de camino, compré un paquete de palmeritas.
Nos detuvimos frente a un edificio de altos de aspecto tradicional. Me acerqué al portero eléctrico.
–Segundo B –dijo Rita.
Estoy seguro de haber apretado el botón correspondiente.
–Hola –dijo al cabo una voz femenina.
–Hola –repuse.
–¿Quién es?
–Comisario Petorutti, Policía Federal. ¡Abra en nombre de la ley!
Rita se abalanzó sobre el tablero.
–¿Qué timbre apretaste, abue? –preguntó por lo bajo. Luego se volvió hacia el micrófono– Queremos ver a Juan José.
–Acá no hay ningún Juan José –repuso la mujer en plan evasivo.
–Le conviene no oponer resistencia– advertí.
La mujer no me respondió. Probablemente se estaba atrincherando. Debíamos proceder con rapidez, evitando inútiles derramamientos de sangre. Apoyé las palmas de las manos sobre el teclado: algún ciudadano honrado nos abriría la puerta.
–¡Otra vez! –exclamó Rita.
Mi nieta tironeaba de la manga de mi ambo de los 49 auténticos, recién estrenado.
–Vamos, abue.
–No m´hija. Vinimos con una comisión y no podemos irnos sin cumplimentarla.
–Vamos, me siento indispuesta.
¡Epa!
–Indispuesta... ¿cómo?
–Indispuesta indispuesta –Rita mostraba algunos signos de irritación. Lo usual, ya saben.
–¿Tomaste algo? ¿Agua de arroz? ¿Un anicito?
–No. Vamos a casa.
En el portero eléctrico había comenzado una violenta discusión intervecinal. Era una magnífica oportunidad para aprovechar la confusión y meterme al edificio, pero Rita parecía sumamente nerviosa. La tomé del brazo para conducirla de regreso a casa, consciente de mis nuevas responsabilidades. Mi nieta ya era una señorita.

Una trampa para la mafia
Apenas egresado de la escuela Ramón Falcón, el actual comisario Benítez tuvo su primer destino en la seccional donde yo cumplía el último año de mi carrera. Fue más que un hijo para mí: un nieto. Pero no tenía derecho a hablarme como lo hizo.
Yo acababa de relatarle el negocio de la pornografía que había descubierto en el periódico. Llevaba incluso las pruebas documentales.
–Por qué no se deja de joder, abuelo– bufó Benítez.
–Abuelo tu madre. Mequetrefe.
Cuando añadí “Mequetrefe” ya estaba en la vereda de la comisaría.
El agente de guardia me palmeó la espalda.
–Tranquilo, abuelo.
El propio Benítez tuvo que salir a la calle. El agente había desenfundado la pistola mientras, con un pañuelo mugriento, trataba de enjugar la sangre de su cabeza.
–Como lo vuelva a ver por acá –aulló Benítez– lo meto al calabozo con los putos.
Evidentemente, recibía sobornos de la mafia de los pornógrafos. Qué decepción.
Me alejé, balanceando con elegancia mi bastón astillado.
Al día siguiente puse un aviso en el periódico:

Caballero 65 añ bien dot culto bna pres acompañ damas a paseos espect teatr excurs.

Y añadí mi número telefónico.
Era un buen cebo y los mafiosos picaron ya al día siguiente.
Astutamente, atendí el teléfono simulando ser un contestador automático. Era Benítez. Vaciló antes de dejar su mensaje.
–Quería disculparme con usted –dijo al cabo de unos segundos–. Volveré a llamarlo. Y por favor, no se meta en líos. Lo de “abuelo”– añadió a modo de post data– fue una expresión de cariño.
“Canalla”, pensé, pero no dije nada: aunque su nombre sugiera lo contrario, los contestadores automáticos se limitan a escuchar.
Por un momento, temí que Benítez hubiera leído mi aviso –lo de “no se meta en líos” sonaba amenazador– pero, antes de que consiguiera preocuparme demasiado, volvió a sonar el teléfono. Repetí la maniobra anterior. Una autodenominada señorita Adela dijo llamar por el aviso. Dejó el número de su trabajo con la recomendación de que me comunicara en horas del mediodía.
Astutamente, no seguí sus instrucciones y pregunté por ella a las tres y media de la tarde. No la conocían.
–¿Qué lugar es ese?
–Un restaurante.
No me extrañó: los mafiosos no iban a dejar su propio número. Yo sólo había querido cerciorarme. No deseaba cometer un error.
Volví a llamar al mediodía siguiente. Me atendió la misma voz desagradable que denunciaba una inocultable procedencia ibérica. Curiosamente, esta vez declaró conocer a la señorita Adela. Y me pasó con ella.
–Trabajo de adicionista –se excusó, acaso advertida por sus cómplices de mi llamada anterior.
“Contale ese cuento a otro”, pensé. Pero me comporté como un caballero y acabamos concertando una cita para esa misma noche.
–Podemos ir al teatro. Y a cenar –insinuó la señorita Adela.
Casi sufro un soponcio. Estábamos a día veinte y mi jubilación no resulta tan elástica. Además debía ir a la peluquería, para una afeitada y unos buenos fomentos. Pero me tranquilizó –provocándome también una curiosa excitación– recordar que estaba incursionando –si bien algo tardíamente– en mi nueva personalidad de gigoló.

El detenido preguntón
No bien se lo comenté, este amigo de Rita que se hace pasar por Sandrini tuvo un severo acceso de tos. Había lágrimas en sus ojos cuando consiguió volver a respirar con normalidad. Le pregunté si le dolía.
–¿Qué? –preguntó a su vez.
Odio que me respondan una pregunta con otra, pero tal vez lo de Sandrini fuera sólo curiosidad y realmente quería saber por cuál de sus moretones y magulladuras me interesaba yo: había rodado por las escaleras o lo había arrollado un trangway en la calle Cuyo. Escuché una historia así, pero no consigo recordar cuándo.
Viendo el estado del detenido, una sospecha cruzó por mi mente.
–¿Fue el comisario?
Ya saben a quién me refiero. Resultó evidente que Sandrini también lo sabía: Requena lo había ablandado antes de que me tocara interrogarlo. Siempre me hace lo mismo. Sandrini comenzó a balbucear incoherencias, acusándome de ser el culpable de todo.
¿Qué todo? ¿Qué había pasado con ese hombre? Comenzaba a preguntarme si acaso había sido yo y no Requena quien se había dejado llevar, excediéndose en el interrogatorio, cuando el reo me interrumpió, seguramente asesorado por su abogado:
–Sigamos –dijo.
Es fácil decirlo, pero quisiera verlos a ustedes en mi lugar: ¿seguir qué?
Me eché al garguero un traguito de jarabe y salí del paso con un hábil subterfugio:
–¿En dónde andábamos?
Sandrini revisó unos papeles que tenía sobre el escritorio. ¡Había tomado notas durante el interrogatorio! ¡Ahora resulta que los sospechosos toman apuntes y los policías tenemos que contestar preguntas! ¿Dónde iremos a parar con esa cantinela de los derechos humanos?
–En que usted incursionaba en su papel de gigoló –dijo el reo como si tal cosa.
–¡¿Yo?! ¡Sepa mocito que está hablando con el comisario Américo Petorutti! –grité poniéndome de pie.
–Sí, ya sé.
Hay que reconocer que no le faltaba sangre fría a ese piojo. Sin embargo, de algún modo parecía agobiado. Lanzó un profundo suspiro antes de volver a hablar.
–Me decía usted que había concertado una cita con la señorita Adela, y que ella lo invitó a cenar.
Asentí con disimulo mientras trataba de entender qué estaba sucediendo, si acaso se me había formado otra de esas lagunas de las que habla mi hija. Es el stress, aclara apenas el gangster empieza a acusarme de demencia senil.
Me dieron un remedio, a mí, que en mi vida tuve un dolor de cabeza. Apenas una molestia en los bronquios y un poco de tos, que combato con un eficaz jarabe. Estoy harto de remedios, por lo que mezclé el que me habían dado para el stress con el jarabe para la tos, así ando con un solo frasquito encima. Picardía criolla, que le dicen.

“Adela”, había dicho el reo. ¿Quién sería Adela? Conocí muchas mujeres en mi larga trayectoria policial, dentro de las que debió haber más de una Adela. El asunto era identificar a la que le interesaba a Sandrini. ¿Se llamaba así una de las temibles hijas de la viuda Eyzaguirre?