viernes, 6 de agosto de 2010

3. La mafia de los cero seiscientos


El sargento Novoa me pone tras la pista
Un domingo, como ocurre todos los domingos, encontré al sargento Bienvenido Novoa en su puesto de la feria de los pájaros. Pasa las horas ahí, pero no está de consigna: regentea un destartalado puesto. Novoa es ahora feriante. Declara apenas 75 años, pero se retiró de la policía cuando Roma atajaba en Boca.
¿O sería Mussimessi?
En fin, el puesto de Novoa es de venta de canarios, aunque también exhibe jilgueros, corbatitas y algún cabecita negra. Y un loro, pero no está a la venta. Parlotea encaramado al hombro derecho de Novoa desde hace treinta años. Y responde al nombre de "Comisario".
El sargento nunca quiso revelar por qué lo llamaba de ese modo, aunque sospecho estar de alguna manera relacionado con el asunto.
–¡Pelotudi! ¡Pelotudi! –chillaba el loro apenas distinguía mi sombrero en la multitud.
Chillaba, nótese.

Manteníamos con Novoa una afectuosa pero viril camaradería, fruto de haber compartido tantos peligros en nuestra época de servicio en Balvanera Sur. Y una confianza que, de su parte, siempre me pareció un poquitín irrespetuosa.
–Usted no se va a avivar nunca, comisario –exclamó cuando le mencioné la extraña llamada que había recibido: un ascensorista impúdico que quería que conociera a su mujer. Íntimamente.
De mi conversación con Caról, como es natural, no dije una palabra. Tampoco hizo falta.
–Seguro llamó a un cero seiscientos –insinuó Novoa.
–No, creo que no –mentí.
–Da igual. Habrá sido alguno de sus nietos.
–Si, ellos, claro –dije con alivio–, fue alguno de ellos.
Novoa asintió, aunque una sonrisa aviesa atravesó su rostro como un relámpago.
–Verá, usted llama a un número equis tratando de mantener una conversación obscena...
–No, yo...
–...son apenas unos centavos más IVA, se dice. Una bagatela, en realidad. ¿Cuánto puede gastar? ¿Un peso? ¿Dos?
–Cuatro con cincuenta y cuatro.
Novoa la dejó pasar. Tal vez a esta altura de mi vida despierto compasión.
–Como podrá imaginar –prosiguió con su insoportable sonrisita– sería un negocio de mierda si se tratara únicamente de eso. La cantidad de pelotudos que hay sobre la tierra es casi infinita, pero por unas chirolas que le saquen a cada uno no se justifica.
Dirigí mi mirada hacia la estación del ferrocarril. Un tren detenido junto al andén parecía a punto de partir. Lástima, pensé. Con mis achaques no llegaría a tiempo, y eso que esa mañana me había hecho unas friegas con vinagre en la rodilla para curar la artritis. Además ¿a dónde podría llegar? No más allá de Marcos Paz, como tantos otros.
–Vuelva –me sobresaltó Novoa.
–¿Qué? ¿De dónde?
–De dónde mierda se haya ido, comisario
Al oír su nombre el loro agitó sus alas
–¡Pelotudi! ¡Pelotudi!
Novoa suspiró.
–Entre usted y su tocayo no sé quién está peor.
¿Qué tocayo? Miré a mi alrededor.
–Le decía que el negocio es otro –prosiguió Novoa desentendiéndose de mi desconcierto– El secreto está en detectar su número telefónico. Resulta sencillo. No imagina usted la cantidad de zánganos que andan sueltos por ahí.
Seguí con la mirada el arco que trazó el brazo de Novoa hacia una vasta región, a mi izquierda, donde también debía estar la infinita legión de pelotudos.
–Después los llaman. La tecnología ha avanzado mucho en los últimos treinta años. Antes, las prostitutas chistaban desde los zaguanes.

¡Prostitución electrónica!
De eso se trata. Es asombroso, pero se lleva a cabo abiertamente. A través de los medios de comunicación masiva. Sentí que me hervía la sangre, burbujeando en mi cerebro. Una condición que dificulta el razonamiento. Lo verdaderamente escandaloso vino después.
–¿No lee los diarios?– preguntó Novoa.
Sin duda, aunque, como es natural, me limito a Necrológicas y Policiales, le expliqué. Inadvertidamente, a veces me encuentro leyendo la sección Política, pero jamás había reparado en los avisos clasificados. Dos páginas en una tipografía digna de una edición de bolsillo del Manual de Aberraciones Sexuales del doctor Lyndon F. James. Tres tomos. Los leíamos con avidez en la seccional y aún descansan en un anaquel en –¡iba a decir mi dormitorio!– mi zona del loft. Resulta fácil distinguirla gracias al mobiliario. Ahí están mi vieja cama de bronce, el ropero con luna, la mecedora de esterilla, el aparador de alzada y tapa de mármol, la palangana con vinagre...
¡La palangana con vinagre! ¡Me había olvidado la palangana llena de vinagre en el medio del loft! ¡Mis nietos me devolverían al geriátrico!
Pero me estoy distrayendo…

Corrupción de menores, de mayores, de todo
Lo peor –creo que decía– no eran las aristas médicas del asunto: el estilo de los avisos y la similitud de los números telefónicos permitían asegurar, sin sombra de duda, que había una organización detrás, una mafia de proxenetas de la peor especie.
Una vez en Barracas, estudié el diario con mayor detenimiento. En primer lugar, estaban los avisos destacados (“Tus fantasías indiscretas”, “Historias estimulantes”, “Secretos de alcoba eróticos” y un más formal “Para personas sin prejuicios ni tabúes”). Tal como había dicho Novoa, todos dando como referencia distintos números cero seiscientos.
No había alcanzado a recuperarme de la sorpresa cuando reparé en el rubro “Servicios útiles para el hombre y la mujer”. Conté veinte Abelardas, cuando en nueve décadas de vida jamás había escuchado de una mujer con un nombre semejante, por no mencionar que no tengo la menor idea de para qué sirve una Abelarda.
La primera de ellas, como para ir acostumbrándolo a uno, aseguraba ser tierna y sensual. Pero inmediatamente después, otra confesaba formar parte de un trío de lesbianas. La tercera Abelarda y su amiga Ann organizaban fiestas, pero la que me llenó de horror fue “Abelarda y nuevas colegialas te bañan”. ¡Niñas del Liceo!
Caminé tambaleando hacia el aparador en busca de una de mis píldoras para la presión. Tomé dos, ayudándome con un vaso de whisky. Dicen que es bueno para el corazón. De ser así, me hacía falta.

El de las niñas estudiantes no era el único caso de corrupción de menores. En avenida Cabildo atendía una impúber con guardapolvo escolar y portaligas. En la calle Arenales, Adriana declaraba cursar el quinto año del bachillerato. También había una joven y sedosa modelo africana y una segunda, citaré textualmente, “africana hasta su selvita”.
Una maestra jardinera, aprovechando el receso veraniego, acariciaba con cremas y ¡aparatos! Todavía estaba pensando en esto cuando me topé con un fisioculturista superdotado, una psicóloga que atendía a domicilio, una enfermera dulce y erótica, una médica adicta al sexo que se definía como “completamente viciosa”, y una señora madura, especialista en parejas.
Desconcertantes en medio de ese desenfreno, unos diez avisos ofrecían disciplina, uno de ellos valiéndose de un potro de torturas. Una guardiana –seguramente del Servicio Penitenciario– fuerte y sensual, cinturón negro de kung fu, se ofrecía para someter a los clientes. Había también una mujer prusiana, y un tal Lucas se sentía lo suficientemente seguro como para disciplinar díscolos de ambos sexos, por no mencionar el aviso de un demente experto en artes marciales que desafiaba a luchar y después, vaya uno a saber.
Como en botica, encontré prácticamente de todo. Jovencitos bisexuales, muchachas perversas, italianas tiernas, suecas libidinosas, alemanas agresivas, rosarinas mimosas, paraguayas dulces, japonesas gheisas, brasileras morrocotudas y hasta una mujer madura que atendía con sus jóvenes y bonitas nietas. Aunque el más repugnante me pareció Darío, profesor de natación, velludo.
¿Qué puedo decir?
“¡¿Qué hace la policía?!” Eso puedo decir. Y “¡Hay que hacer algo!”.

Ahora mismo me parece escuchar la voz del comisario Requena: “¿Qué pretende, Pelotudi?”
Pero estaba muy ofuscado para advertir los gritos de mi conciencia llamándome a la cordura. Y el nivel del whisky había descendido vertiginosamente en la botella.

Lo que acabó por sacarme de las casillas fue el rubro “Personas buscadas”. ¡Cuántas veces habíamos utilizado ese noble espacio solidario para dar con el paradero de un menor extraviado, una chica huída del hogar, un orate secuestrado por la asistencia pública o un padre ausente! Ahora, dos amigas infartantes y discretas buscaban caballero de hasta cuarenta años para “hacerle de todo”, una cubana morocha de veinticinco solicitaba porteño elegante, una escultural y racista dama de Costa Rica a un señor de tez blanca, unas diez diferentes mujeres casadas en pos de los maridos de otras, una señora muy reservada pretendía conocer otras señoras de hasta cuarenta y cinco años para establecer una gran amistad. Para cuando llegué al aviso de una viuda sexagenaria que deseaba relacionarse para fines serios con un señor de hasta 70 años, la botella de whisky había rodado, vacía, debajo del aparador. En el loft, girando a mi alrededor, se repetían escenas de degradante lubricidad.
Me puse de pie y, como pude, llegué hasta el teléfono. Afortunadamente, la viuda se había ausentado de su casa.

La sorprendente revelación de Rita
Cuando desperté, mi cabeza se había aclarado lo bastante como para recordar que, obnubilado por el alcohol y enceguecido por la indignación, había estado a punto de caer en las redes de la mafia prostibularia. No puedo afirmar, taxativamente, que la joven viuda estuviera relacionada con algún círculo criminal –aunque tampoco podría asegurar lo contrario– pero la lectura de los avisos de algún modo me había despertado una gran curiosidad.
Por ejemplo: ¿qué sería un masaje penetrante?
Ese es el medio de que se vale la mafia –no el masaje penetrante, o tal vez sí; no sé– sino despertar la curiosidad. Luego lo envuelven a uno y le dan droga, y lo violan y lo despachan a Turquía y todo eso. Probablemente la viuda ya hubiese caído en sus manos y en ese mismo momento se encontrara dentro de una bañera con el velludo profesor de natación.
¡Por Dios! Había estado a punto de traicionar mi juramento de policía. Si luego de casi un siglo de intachable conducta al servicio de la ley, el orden y la justicia, unos simples avisos me habían prácticamente lanzado a los brazos del vicio ¿qué no lograrían con un tierno adolescente? O con una quinceañera. Tal vez no sólo repartían droga a las puertas de las escuelas, sino ligueros.... ¡o profilácticos!
Debía hacer algo, ya, pero Rita me distrajo.
–Tenemos que ir a lo de Juan José –dijo.
Carajo, pensé. Y yo que aprovechando una palangana con vinagre que alguien había dejado en mi zona del blog planeaba hacerme unas friegas para la rodilla y meterme a la cama…
–Luego de cenar –propuse.
Me daría un baño, descansaría un rato y con un poco de suerte alcanzaría a recordar quién era Juan José. Resultaba esencial para saber de qué debía disculparme. Rita insistía en eso. Además, sugirió que podría sernos de gran ayuda.
–¿Para qué? –pregunté, perplejo.
–Para escribir tus memorias.
–¿Qué memorias?
–Eso –exclamó Nahuel desde la computadora– ¿Qué memoria?
–Contestá –dije a Rita.
–En lugar de tomar tanto jarabe para la tos –prosiguió Nahuel– deberías probar con algún remedio para la memoria.
¡Y dale con la memoria!
Rita salió en mi defensa:
–Calláte, nabo, que el abue está re-bien.
Nahuel repuso con una desconcertante carcajada.
–Comamos –dije.
Rita preguntó si no pensaba bañarme.
Mientras trataba de recordarlo se hicieron las nueve de la noche. Por fin cenamos y luego Rita me arrastró hasta San Telmo. No me gusta presentarme de visita con las manos vacías, por lo que, de camino, compré un paquete de palmeritas.
Nos detuvimos frente a un edificio de altos de aspecto tradicional. Me acerqué al portero eléctrico.
–Segundo B –dijo Rita.
Estoy seguro de haber apretado el botón correspondiente.
–Hola –dijo al cabo una voz femenina.
–Hola –repuse.
–¿Quién es?
–Comisario Petorutti, Policía Federal. ¡Abra en nombre de la ley!
Rita se abalanzó sobre el tablero.
–¿Qué timbre apretaste, abue? –preguntó por lo bajo. Luego se volvió hacia el micrófono– Queremos ver a Juan José.
–Acá no hay ningún Juan José –repuso la mujer en plan evasivo.
–Le conviene no oponer resistencia– advertí.
La mujer no me respondió. Probablemente se estaba atrincherando. Debíamos proceder con rapidez, evitando inútiles derramamientos de sangre. Apoyé las palmas de las manos sobre el teclado: algún ciudadano honrado nos abriría la puerta.
–¡Otra vez! –exclamó Rita.
Mi nieta tironeaba de la manga de mi ambo de los 49 auténticos, recién estrenado.
–Vamos, abue.
–No m´hija. Vinimos con una comisión y no podemos irnos sin cumplimentarla.
–Vamos, me siento indispuesta.
¡Epa!
–Indispuesta... ¿cómo?
–Indispuesta indispuesta –Rita mostraba algunos signos de irritación. Lo usual, ya saben.
–¿Tomaste algo? ¿Agua de arroz? ¿Un anicito?
–No. Vamos a casa.
En el portero eléctrico había comenzado una violenta discusión intervecinal. Era una magnífica oportunidad para aprovechar la confusión y meterme al edificio, pero Rita parecía sumamente nerviosa. La tomé del brazo para conducirla de regreso a casa, consciente de mis nuevas responsabilidades. Mi nieta ya era una señorita.

Una trampa para la mafia
Apenas egresado de la escuela Ramón Falcón, el actual comisario Benítez tuvo su primer destino en la seccional donde yo cumplía el último año de mi carrera. Fue más que un hijo para mí: un nieto. Pero no tenía derecho a hablarme como lo hizo.
Yo acababa de relatarle el negocio de la pornografía que había descubierto en el periódico. Llevaba incluso las pruebas documentales.
–Por qué no se deja de joder, abuelo– bufó Benítez.
–Abuelo tu madre. Mequetrefe.
Cuando añadí “Mequetrefe” ya estaba en la vereda de la comisaría.
El agente de guardia me palmeó la espalda.
–Tranquilo, abuelo.
El propio Benítez tuvo que salir a la calle. El agente había desenfundado la pistola mientras, con un pañuelo mugriento, trataba de enjugar la sangre de su cabeza.
–Como lo vuelva a ver por acá –aulló Benítez– lo meto al calabozo con los putos.
Evidentemente, recibía sobornos de la mafia de los pornógrafos. Qué decepción.
Me alejé, balanceando con elegancia mi bastón astillado.
Al día siguiente puse un aviso en el periódico:

Caballero 65 añ bien dot culto bna pres acompañ damas a paseos espect teatr excurs.

Y añadí mi número telefónico.
Era un buen cebo y los mafiosos picaron ya al día siguiente.
Astutamente, atendí el teléfono simulando ser un contestador automático. Era Benítez. Vaciló antes de dejar su mensaje.
–Quería disculparme con usted –dijo al cabo de unos segundos–. Volveré a llamarlo. Y por favor, no se meta en líos. Lo de “abuelo”– añadió a modo de post data– fue una expresión de cariño.
“Canalla”, pensé, pero no dije nada: aunque su nombre sugiera lo contrario, los contestadores automáticos se limitan a escuchar.
Por un momento, temí que Benítez hubiera leído mi aviso –lo de “no se meta en líos” sonaba amenazador– pero, antes de que consiguiera preocuparme demasiado, volvió a sonar el teléfono. Repetí la maniobra anterior. Una autodenominada señorita Adela dijo llamar por el aviso. Dejó el número de su trabajo con la recomendación de que me comunicara en horas del mediodía.
Astutamente, no seguí sus instrucciones y pregunté por ella a las tres y media de la tarde. No la conocían.
–¿Qué lugar es ese?
–Un restaurante.
No me extrañó: los mafiosos no iban a dejar su propio número. Yo sólo había querido cerciorarme. No deseaba cometer un error.
Volví a llamar al mediodía siguiente. Me atendió la misma voz desagradable que denunciaba una inocultable procedencia ibérica. Curiosamente, esta vez declaró conocer a la señorita Adela. Y me pasó con ella.
–Trabajo de adicionista –se excusó, acaso advertida por sus cómplices de mi llamada anterior.
“Contale ese cuento a otro”, pensé. Pero me comporté como un caballero y acabamos concertando una cita para esa misma noche.
–Podemos ir al teatro. Y a cenar –insinuó la señorita Adela.
Casi sufro un soponcio. Estábamos a día veinte y mi jubilación no resulta tan elástica. Además debía ir a la peluquería, para una afeitada y unos buenos fomentos. Pero me tranquilizó –provocándome también una curiosa excitación– recordar que estaba incursionando –si bien algo tardíamente– en mi nueva personalidad de gigoló.

El detenido preguntón
No bien se lo comenté, este amigo de Rita que se hace pasar por Sandrini tuvo un severo acceso de tos. Había lágrimas en sus ojos cuando consiguió volver a respirar con normalidad. Le pregunté si le dolía.
–¿Qué? –preguntó a su vez.
Odio que me respondan una pregunta con otra, pero tal vez lo de Sandrini fuera sólo curiosidad y realmente quería saber por cuál de sus moretones y magulladuras me interesaba yo: había rodado por las escaleras o lo había arrollado un trangway en la calle Cuyo. Escuché una historia así, pero no consigo recordar cuándo.
Viendo el estado del detenido, una sospecha cruzó por mi mente.
–¿Fue el comisario?
Ya saben a quién me refiero. Resultó evidente que Sandrini también lo sabía: Requena lo había ablandado antes de que me tocara interrogarlo. Siempre me hace lo mismo. Sandrini comenzó a balbucear incoherencias, acusándome de ser el culpable de todo.
¿Qué todo? ¿Qué había pasado con ese hombre? Comenzaba a preguntarme si acaso había sido yo y no Requena quien se había dejado llevar, excediéndose en el interrogatorio, cuando el reo me interrumpió, seguramente asesorado por su abogado:
–Sigamos –dijo.
Es fácil decirlo, pero quisiera verlos a ustedes en mi lugar: ¿seguir qué?
Me eché al garguero un traguito de jarabe y salí del paso con un hábil subterfugio:
–¿En dónde andábamos?
Sandrini revisó unos papeles que tenía sobre el escritorio. ¡Había tomado notas durante el interrogatorio! ¡Ahora resulta que los sospechosos toman apuntes y los policías tenemos que contestar preguntas! ¿Dónde iremos a parar con esa cantinela de los derechos humanos?
–En que usted incursionaba en su papel de gigoló –dijo el reo como si tal cosa.
–¡¿Yo?! ¡Sepa mocito que está hablando con el comisario Américo Petorutti! –grité poniéndome de pie.
–Sí, ya sé.
Hay que reconocer que no le faltaba sangre fría a ese piojo. Sin embargo, de algún modo parecía agobiado. Lanzó un profundo suspiro antes de volver a hablar.
–Me decía usted que había concertado una cita con la señorita Adela, y que ella lo invitó a cenar.
Asentí con disimulo mientras trataba de entender qué estaba sucediendo, si acaso se me había formado otra de esas lagunas de las que habla mi hija. Es el stress, aclara apenas el gangster empieza a acusarme de demencia senil.
Me dieron un remedio, a mí, que en mi vida tuve un dolor de cabeza. Apenas una molestia en los bronquios y un poco de tos, que combato con un eficaz jarabe. Estoy harto de remedios, por lo que mezclé el que me habían dado para el stress con el jarabe para la tos, así ando con un solo frasquito encima. Picardía criolla, que le dicen.

“Adela”, había dicho el reo. ¿Quién sería Adela? Conocí muchas mujeres en mi larga trayectoria policial, dentro de las que debió haber más de una Adela. El asunto era identificar a la que le interesaba a Sandrini. ¿Se llamaba así una de las temibles hijas de la viuda Eyzaguirre?

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