viernes, 30 de julio de 2010

2. Conversaciones inquietantes

Mis encuentros con Rita Hayworth

¿Les dije que sueño con Rita Hayworth? Se trata de una fantasía erótica, naturalmente, e incluye, de tanto en tanto, una emisión nocturna. Así la llaman, aunque en mi caso tiene lugar en horas de la siesta. De algún modo se relaciona con la postura del cuerpo o el roce de los pantalones.
Apenas termino de almorzar me viene una modorra muy satisfactoria, pero que de prolongarse demasiado acaba por traducirse en un aumento de la irritabilidad, flatulencias y un atontamiento que no me abandona en lo que resta de la jornada. Por eso me echo unas cabezadas. Quince minutos son suficientes. Me maravilla lo que mi imaginación resulta capaz de hacer en un lapso tan breve.
No me quito las ropas ni los zapatos y apenas si desprendo el botón superior de mi camisa y aflojo, sin deshacerlo, el nudo de la corbata. Es una medida de seguridad que arrastro desde mis tiempos de servicio. Cuando llegué a comisario dispuse de un cómodo chais longe en mi despacho, pero aun así, no podía permitir que el oficial de guardia me sorprendiera en paños menores en el instante en que daba vuelta la cara de Rita Hayworth de un soberbio cachetazo. Una escena muy excitante.

Llevo más de cincuenta años soñando con Rita Hayworth. Tuve, además, un breve romance con Carole Lombard. Eso fue después de Paulette Goddard. Pero cuando vi a Rita ya por primera vez, todas las demás mujeres desaparecieron de mi vida.
También estaba Ester, mi esposa, pero ella no cuenta. Las pocas ocasiones en que soñé con Ester tuvieron lugar luego de su muerte, y de noche. No hubo emisiones. Y jugué su número a la quiniela. El 48. Quizá sirva para ilustrar hasta qué punto el silencio era un concepto desconocido para Esther.
Murió hace treinta y cinco años, en el Delta, cuando la lancha colectiva dio una vuelta campana.
Aprovechando que me encontraba en Belo Horizonte, tras la pista de Paulo da Souza Barrantes, el más peligroso suicida preterintencional de la historia criminal latinoamericana, Ester pensó hacerse una escapadita al casino de Carmelo. Adoraba los juegos de azar. La lotería de cartones, por ejemplo. Y el monte. Y la generala. Y, ocasionalmente, la ruleta. Debo sentirme agradecido de que en ese entonces no hubiera salas de bingo ni máquinas tragamonedas.
Sólo una persona emocionalmente inestable puede perder el tiempo y el dinero en un juego de azar. Y así era Ester, emocionalmente inestable. Aunque a veces pienso si el juego no sería para ella más una ceremonia social que una verdadera compulsión. El verdadero vicio de Ester era el parloteo: le resultaba imposible permanecer callada durante más de dos minutos seguidos. Por eso pienso que de haber estado con ella a bordo de esa lancha colectiva podría haber salvado su vida. No soy un gran nadador, pero alcanzo a mantenerme a flote lo suficiente como para gritar: “¡Cerrá esa boca, mujer!”

Cada vez que cuento este chiste los amigos de mis nietos estallan en carcajadas. Mis nietos, ya no tanto.

Mis nietos son Nahuel, Julio Oscar y Rita (¿a qué no saben quien propuso su nombre?). Debo estarles agradecido: me rescataron del geriátrico de la Policía Federal donde vegetaba el comisario Requena, quien fingía no reconocerme.
El geriátrico fue una experiencia muy desagradable en más de un aspecto. Sin ser lo peor, la incontinencia de la señora Ibarlucea –con quien Requena mantenía pavorosas relaciones sexuales a la vista de todos–, aportaba lo suyo, pero lo verdaderamente inaguantable era el aire general a decrepitud, los frascos de remedios, los pañales descartables y esa sensación de haber trasmutado en un objeto inservible. Aquí, en cambio mi vieja heladera Siam del '46 y yo somos toda una novedad. Mis nietos nos exhiben a las visitas. Me presto a ello gustosamente y relato algunas anécdotas de cuando revistaba en la Institución.
No hay nada como sentirse útil.

Detesto la idea de dejarme estar. Quiero decir, la vida no puede consistir únicamente en el relato de antiguas hazañas. El repertorio se agota con rapidez y mis nietos podrían aburrirse de mí.
Creo que lo que en realidad detesto es la idea de regresar al geriátrico. Hogar de ancianos, así le llaman, y, debo añadir que con gran exactitud. Está lleno de viejos. En el loft, en cambio, sucede todo lo contrario.
Cada tanto, viene de visita una amiga de Julioscar. Es el vivo retrato de Rita Hayworth, aunque con mayores redondeces. Por suerte, no he tenido ninguna emisión en su presencia. Como ya dije, únicamente se producen durante la siesta, y muy de tanto en tanto.
–¿Qué tenés ahí, abuelo? –me preguntó una tarde Nahuel. Miraba mi entrepierna.
Bajé la vista y advertí un lamparón del tamaño de una moneda de un peso.
–Nada –farfullé–. Es la próstata.
Patético.
¿Hay algo más desgarrador que vernos obligados a sentir vergüenza de lo que debiera enorgullecernos?
Y viceversa.


La historia de Caról

Les contaba de mi obsesión por una amiga de Julioscar que era igualita a Rita Hayworth. Hasta me parecía verla en una propaganda televisiva. Llevaba una corta combinación negra, con encaje, puntillas y trasparencias mostrando una pierna más linda que la de la Mistinguette.
–"Si querés saber como llegué a ser lo que soy, shamame" –decía Caról, con acento en la o– "Tengo un montón de secretos para contarte".
Debajo aparecía un número telefónico. Y debajo del número, una aclaración: "1,45 más IVA el minuto"
Mi jubilación no es nada del otro mundo, pero puedo permitirme pequeños gustos. Fue así que una tarde, aprovechando que ninguno de mis nietos estaba en casa, llamé a Caról. Fue un acto irreflexivo, pero en realidad no tenía muchas esperanzas de encontrarla a esa hora del día y estaba preparado para escuchar uno de esos infames contestadores automáticos que tanto han contribuido a incrementar la incomunicación humana. “En este momento no podemos atenderlo. Por favor, cuando escuche la señal, deje su mensaje”. Por lo general, lo que dejo asentado es el disgusto que me provoca semejante artefacto. Pero Caról respondió personalmente.
Quedé paralizado, sin atinar a encontrar las palabras. Por suerte, es una chica muy desenvuelta.
–Tengo una cantidad de historias divinas para contarte. ¿Sabés? En la facu había un profesor que estaba rebueno
– Sí –dije–. Habla el abuelo de...
–Cuando se acercaba –me interrumpió Carol–, sho sentía una especie de calor ¿viste?, como un fuego que me crecía de adentro, desde aquí abajo, en el hueco tibiecito que tengo ahí donde sabés.
–No, yo no…
Sin escucharme, continuó durante un par de minutos relatando las extrañas reacciones somáticas que le provocaba el profesor cuando, inclinado sobre ella para supervisar el trabajo práctico, ponía la mano sobre su hombro. Carol decía sentir una dureza contra su espalda que atribuía, erróneamente, a la hebilla del cinturón.
¿Por qué erróneamente? ¿Si no era la hebilla del cinturón sería…? ¡Un arma! El profesor iba armado, de eso se trataba
Habló sin parar ni darme ocasión a meter baza hasta que de pronto dijo:
–Si querés conocer detalles un poquito más íntimos, marcá tu número de teléfono en la botonera de su aparato.
–¿Qué?
No respondió.
–Hola, Caról. Hola.
Se mantuvo en sus trece, tal vez avergonzada de haber revelado tantos secretos. Sin embargo, prometía más detalles de sus problemas en la facultad si yo... ¿qué debía hacer yo? No había entendido una palabra. Corté la comunicación y me tendí en el sofá tratando de echar una siesta. Fue imposible. La voz de Caról sonaba insistente en mi cabeza: “Si querés conocer detalles un poquito más íntimos...”
No pedía gran cosa, algo que yo debía hacer en el teléfono. Una estupidez, desde luego, pero las mujeres suelen tener esos caprichos. Esther, sin ir más lejos, pretendía que la llamase “Gilda”. Durante los primeros tiempos de nuestro matrimonio lo hacía con gusto, pero con los años comenzó a parecerme un poco ridículo. Además, había engordado y por su culpa yo había empezado a soñar con Shelly Winters.
Tengo una actitud esencialmente caballerosa. Caról debía estar pasando por un mal momento y no me había mostrado muy gentil. O tal vez, pensé, quería denunciar al profesor y no se atrevía a presentarse en una comisaría.
Me levanté de un salto, fui hacia el teléfono y marqué su número.
–Hola, soy Caról –dijo.
–Sí, habla el abuelo de...
No me dejó continuar. Y repitió su historia, palabra por palabra. Escuché con paciencia tratando de comprender sus instrucciones. ¡Quería que marcara mi propio número! Ridículo ¿verdad? Pero lo hice. Al fin y al cabo, es propio de un caballero obedecer los pequeños caprichitos de las niñas.
–Lo siento –dijo–, pero tu aparato telefónico no tiene...
No entendí muy bien qué le ocurría a mi teléfono –hasta ese momento había pensado que era como cualquier otro– pero de todas maneras no tenía derecho a cortar así la comunicación.


Una extraña proposición


Días después recibí una llamada telefónica
–¿Te gustaría hacer una fiesta con mi mujer y conmigo, los tres?– dijo una voz masculina.
–¿Qué tres?– respondí, sorprendido.
–Nosotros dos, y vos –susurró.
–¿Qué dos?
–Vos, yo y ella.
–¿Qué ella?
Era obvio que así no llegaríamos a ninguna parte. El hombre pareció comprenderlo y recomenzó todo de nuevo.
–Te pregunté si no querías hacer una fiestita íntima, con mi mujer y conmigo.
Yo había pasado de la sorpresa a la confusión.
–¿Quién es su mujer?
–Eso no puedo decírtelo por teléfono, pero está rebuena.
El tipo se estaba tomando mucha confianza. Su comentario era de mal gusto y, además, insistía en tutearme.
–Mire mocito –dije–, no creo conocerlo...
–Eso es fácil de solucionar –me interrumpió, insinuante.
–¡Sepa que está hablando con el comisario mayor Américo Petorutti! –grité, adoptando la posición de firmes.
Cortó.

Por la mañana ya había olvidado el incidente y me disponía a leer el diario. Hay una edad donde se comienza por la sección de necrológicas, que es donde se producen las novedades. Grande fue mi sorpresa cuando ya antes de acomodar mis lentes había encontrado el nombre del ilustre Ezequiel Martínez Espósito, un juez erudito y un caballero de los de antes. Era yo apenas un muchacho y estrenaba orgulloso mis insignias de oficial escribiente cuando el doctor Martínez Espósito era ya un caballero de los de antes.
Un hombre recto y ejemplar, compendio de sabiduría y virtudes.
Imaginen el impacto al descubrir que había desaparecido semejante pilar de la jurisprudencia y adalid de la lucha contra el crimen.
Toda una época moría con él.
Alguna vez eso mismo ocurrirá conmigo, pensé. Entonces recordé cual era la idea que venía dando vueltas en mi mente: escribir mis memorias.
Esa tarde mi nieta se mostró muy entusiasmada y prometió ayudarme. Hasta me dio la dirección de un periodista. Lamentablemente, había sido detenido por una comisión policial. Por algo habrá sido.
De todos modos, antes de poner manos a la obra debía realizar algunas diligencias. Además, el almuerzo estaba listo y nos sentamos a la mesa, Rita, Nahuel y yo. Rita me relató una extraña historia: Sandrini, el periodista amigo suyo, había sido secuestrado por un patrullero policial. Pretendía que esa misma noche le hiciéramos una visita, para pedirle disculpas. Me rehusé: no puedo hacerme responsable de todo lo que hagan un par de policías descarriados.
–Una manzana podrida pudre todo el cajón –dijo Rita.
Me pregunto por qué alguien querría meter una manzana podrida en un cajón. Algún bromista, sin duda. Abundan en los velorios.
¿Será un crimen? No recuerdo que figure en el código penal, pero el eminente juez Ezequiel Martínez Espósito no hubiera vacilado un instante en mandar al gracioso a pasar una temporada en la Penitenciaría Nacional.
Me recosté para la siesta con esta idea en la mente, de manera que no tuve emisiones de ninguna naturaleza y al despertar sentí la acuciante necesidad de dar mis respetos a la viuda del juez.


El ascensorista desaparecido

El estudio Martínez Espósito se encuentra cerca de los Tribunales, en un edificio antiguo, de aspecto venerable. Llegué hasta el piso correspondiente sin dificultad, prueba evidente de la utilidad de los ascensoristas, una actividad en franca e injustificada vía de desaparición. Me extrañó, eso sí, que el ascensorista bajara delante mío y se metiera por una de las puertas que, menuda sorpresa, resultó ser la del propio estudio Martínez Espósito.
Demoré algunos minutos en seguirle los pasos, pues a veces me distraigo y no quería correr el riesgo de cometer algún error, pero de todas maneras no había transcurrido tanto tiempo y he aquí el segundo elemento extraño: en el recibidor del estudio no encontré ni rastros del ascensorista. Se había evaporado.
Tomé un sorbito de jarabe para la tos y encaré a la secretaria explicándole el motivo de mi visita. Por si he olvidado decirlo, éste era obtener la dirección de la viuda del eminente magistrado.
–Tome asiento –dijo la secretaria–. El doctor lo recibirá en un minuto.
–¿Lo dice por decir o lo sabe con exactitud?
Me miró con ojos bovinos. Había visto esa misma expresión en Juan Romero Medina, un peligroso asesino serial norteamericano que operaba en Entre Ríos, y tuve un escalofrío.
Al fin reaccionó.
–Me lo dijo él.
La aclaración no contribuyó, en nada, a mitigar mi inquietud. Desenmascaré a Romero Medina mientras oficiaba de cura párroco en la colonia para criminales judíos de Ingeniero Sajaroff, al este de Villaguay. Si la nieta había heredado su delirio místico...
–El doctor lo recibirá ahora –dijo al cabo de unos segundos, depositando el auricular sobre la horquilla.
Me palpé los bolsillos. Una vez más había olvidado el carné de la obra social y debería abonar la consulta.
–Espero que no cobre caro.
La secretaria volvió a su expresión bovina. Me alcé de hombros, tomé otro traguito de jarabe y entré al consultorio.

La triste decadencia de una familia

Fue un día plagado de extraños acontecimientos. Una vez que la recepcionista –¡nada menos que la nieta de un famoso asesino serial norteamericano!– me hizo pasar al consultorio del doctor, sorprendí al ascensorista sentado muy orondo detrás del escritorio.
Se incorporó de un salto y vino a mi encuentro.
–Mucho gusto.
Me estrechó la mano y palmeó mi hombro.
–Me dice Silvana que usted trabajó con mi padre.
¿Silvana?
–Mi secretaria –explicó.
Esto me llamó poderosamente la atención.
–¿Su secretaria?
Un ascensorista con secretaria ya es algo de por sí inusual, pero que además supiera que yo había trabajado con su padre... Por otra parte ¿qué padre?
–Tengo un catarro muy rebelde –dije– Estoy tomando este remedio. No sé si a usted le parece bien.
El ascensorista miró el frasco de Expectoran Plus durante unos segundos, luego me miró y volvió a mirar el frasco.
–Sí, claro –asintió varias veces, como para sí mismo–. Bien. ¿En qué puedo servirle?
–No respondió mi pregunta –dije, cortante.
–¿No?
La nuez de Adán saltaba en su garganta como el yo-yo que Edwin Russel popularizara en las funciones circenses del famoso payaso anarquista Frank Brown.
Negué con la cabeza mirándolo fijamente. Apartó la vista.
–¿Qué pregunta? –farfulló.
–¿Cómo sabe la secretaria que yo trabajé con el doctor Ezequiel Martínez Espósito?
–Ah, con mi abuelo.
Admito que me sorprendió.
–¿Quién es su abuelo?
El pareció aún más sorprendido.
–¿Usted no vino por lo de mi padre?
–¿Qué pasó con su padre?
–Murió anteayer.
Caray, había metido la pata.
–Lo siento –dije– ¿En forma sospechosa? ¿Es por eso que me llamó?
–Yo no lo llamé.
–¿A no? ¿Y entonces por qué estoy acá?
–Mi secretaria me dijo...
¡Y dale con la secretaria! El tipo me estaba tomando para el churrete. No me pude contener y descargué un bastonazo sobre la mesa.
–¡Como siga metiendo en el medio a esa chismosa le parto la crisma!
El ascensorista había retirado a tiempo las manos del escritorio y las alzaba a la altura de su cabeza. La posición me resultó vagamente familiar.
–Póngase de pie –ordené–. Las piernas bien abiertas y las manos apoyadas contra la pared.
Obedeció sin chistar y procedí a palparlo de armas. Estaba limpio.
–Puede sentarse.
Lo tenía encañonado con el bastón y al menor amague de resistencia no vacilaría en dejarlo mormoso. Adelantó con timidez la mano hacia el teléfono y me interrogó con la mirada. Asentí: tenía derecho a una llamada.
–Silvana, venga un momentito, por favor.
–Pida que le traigan ropa de abrigo. Y cigarrillos.
Me miró boquiabierto.
–¿De qué marca?
Me estaba tomando el pelo o era un verdadero pusilánime.
–La que usted fume.
–No fumo.
¿Para qué pedía cigarrillos, entonces? Posiblemente sus cómplices deslizaran droga dentro del tabaco. O alguna clase de veneno.
–Que no le traigan nada.
–No traiga nada, Silvana –dijo al teléfono–. Y venga ya mismo.
Al punto la secretaria asomó por la puerta su linda cabecita. No se parecía en absoluto a Juan Romero Medina.
–Silvana –dijo el ascensorista– ¿Por qué hizo pasar a este señor?
–Usted me ordenó...
Ajajá, así que todo había sido idea del tipo.
–Sí. ¿Pero por qué me dijo que había trabajado con mi padre?
–Pamplinas –exclamé sin poder contenerme–. Es la primera vez que esta mocosa me ve en su vida.
–El señor me dijo...
El señor era yo.
–Sí, ¿qué le dije?
–Que había trabajado con el doctor Martínez Espósito.
–Exactamente.
El ascensorista, sintiéndose perdido, cerró los ojos e inspiró profundamente.
–Esta bien, Silvana, vaya nomás –Se volvió hacia mí–. Usted pidió hablar con mi padre.
–De ninguna manera.
–Mi padre, el doctor Aníbal Martínez Espósito...
–Ezequiel...
–¿Sí? –preguntó el ascensorista.
Nos miramos unos segundos, hasta que al fin comprendió.
–Discúlpeme –dijo con una risita–. Es que me llamo Ezequiel.
Lo encañoné con el bastón:
–Mire, mocito: usted podrá ser cualquier cosa, pero de ninguna manera es el juez Ezequiel Martínez Espósito.
–Mi abuelo dice usted.
Me alcé de hombros.
–No sé. Usted me estaba hablando de su padre.
–Murió.
Epa. Había metido la pata. Pero también... no se podía hablar de nadie, si estaban todos muertos por ahí.
–Yo estoy al frente del estudio ahora –el ascensorista se puso de pie y me tendió la mano–. Ezequiel Martínez Espósito, nieto del juez.
Pobre juez. Haber llegado a tanto para que ahora su prestigioso estudio estuviera en manos de un ascensorista.
–Comisario Américo Petorutti, a sus órdenes.
–Bien, ahora que hemos aclarado la situación, ¿en qué puedo servirle?
–Quisiera presentar mis respetos a la viuda.
–¿La viuda? Ah sí, a mi madre dice usted.
Yo no tenía inconveniente en saludar a la madre y hasta a la abuela del joven, pero antes prefería ver a la esposa del juez.
–Mi madre está en una residencia, usted sabe. Es muy anciana.
Asentí, comprensivo.
–¿Quiere la dirección para visitarla?
Me encogí de hombros. No podía negarme a charlar un rato con una solitaria viejecita.
Alargó la mano hacia una pila de esquelas de diferentes colores pero antes yo había sacado una tarjeta del bolsillo. Tengo los bolsillos repletos de tarjetas. Hay gente repartiéndolas gratuitamente en casi todas las esquinas de la ciudad. La que ofrecí al ascensorista era muy bonita, de cartulina rosa con elegantes letras doradas.
El ascensorista tomó una estilográfica y garrapateó una dirección en el reverso. Luego se incorporó y casi podría decirse que me llevó a empujones hasta la puerta.
–Bien, comisario. Ha sido un gusto conocerlo.
Sin darme tiempo a reaccionar hizo pasar a un desconocido que estaba aguardando y cerró la puerta en mis narices.
Mi visita había sido infructuosa. No había conseguido la dirección de la viuda y, para colmo, debía visitar a la madre del ascensorista. Guardé la tarjeta en el bolsillo superior del saco y decidí regresar a casa. El ascensorista de reemplazo no había llegado y estuve más de veinte minutos dentro del ascensor. Para cuando encontré la salida ya era oscuro y me dolían las piernas. Había sido un día largo y agotador.

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