domingo, 25 de julio de 2010

1. El caso del drogadicto que se hacía pasar por Sandrini


Un imprevisto encuentro con el comisario Requena

El gordito me cayó mal, de entrada. Tenía ojos ansiosos, hipertrofiados por la miopía y, como descubrí tras un hábil interrogatorio, la ingestión de sustancias tóxicas. Era de estatura más bien baja para mi gusto, un poco grueso y procuraba disimular la incipiente calvicie cortando su cabello casi al ras, a la usanza de los penados de Ushuaia. Su sonrisa patética y su aire general a sorpresa y fingida inocencia habrían despistado a más de un investigador bisoño, pero ya me había formado una idea general de su catadura gracias a la desinteresada colaboración del vecindario.
Fue Rita, mi nieta, quien me puso tras su pista. Mi aparición en una doble página de una revista de actualidad había despertado la curiosidad de un periodista amigo suyo. Al parecer, pretendía escribir un libro con mis memorias.
En tiempos en que el prestigio de la Institución ha caído por los suelos, no me pareció una mala idea que un viejo policía relatara al gran público aleccionadoras historias de la lucha contra el crimen, razón de suficiente peso como para que aceptara acompañar a Rita hasta un edificio no lejos de acá, sobre la calle Defensa. O Perú. O Bolívar.

“Acá” es Barracas, por si quieren saberlo. Vivo en un viejo depósito privado de todo lo que alguna vez pudo tener alguna utilidad. Lo llaman loft. Si bien incómodo, resulta mil veces preferible al geriátrico de dónde me rescataron mis nietos. Rita, Nahuel y Julioscar, así se llaman.
Los jóvenes son la mejor compañía que puede desear un viejo. Y viceversa. Ellos abrevan en mis conocimientos y larga experiencia, y yo me mantengo activo. Además, cuesta poco estar a la moda: fíjense que el último grito es liar cigarrillos a mano ¡cómo en la década del veinte!
En el geriátrico, en cambio, todo me hacía sentir fuera de lugar. Desde la insistencia de una estúpida mucama en llamarme “Nono” hasta doña Felita Ibarlucea, la única residente que me dirigía la palabra, pero que aunaba dos condiciones básicamente contradictorias: la ninfomanía, que le venía desde antiguo, y un ya más reciente descontrol de los esfínteres.
Grande fue mi sorpresa, apenas llegado al geriátrico, al encontrarme cara a cara con el legendario comisario Requena, a quien una hemiplejía había postrado en una silla de ruedas. La mitad izquierda de su cuerpo parecía hecha de cartón corrugado y la mueca de por sí despectiva de su boca se había vuelto más acentuada.
Desde un primer momento fingió no reconocerme. Mantenía un terco mutismo cada vez que me sentaba a su lado a recordar viejos casos y revivir antiguas hazañas policiales. Pero en una oportunidad, a la hora del almuerzo, cuando la conversación había derivado en un patético catálogo de enfermedades y yo comenzaba a sentirme un poquitín hipocondríaco, me decidí a animar la velada con el relato de alguna anécdota jocosa del servicio.
–¿Se acuerda, comisario –dije–, de cuando viajó en tren a Entre Ríos acompañado del travesti René? Compartieron el mismo camarote ¿verdad?
Todas las cabezas se volvieron hacia Requena. Hubo en sus ojos un destello de alarma y quiso huir, pero impulsada únicamente por su mano derecha, la silla de ruedas comenzó a girar en círculos, derribando a cuanto residente se interpusiera en su loco camino.
–Belodudi, belodudi –farfulló antes de volcar sobre la señorita Ibarlucea, quien, confundida por la situación, prorrumpió en los característicos estertores del orgasmo y tuvo un denigrante percance biológico.
Por alguna razón el comisario se rehusaba a hablar del caso de Juan Romero Medina, el asesino norteamericano que apresamos en Entre Ríos, el único auténtico serial killer de que se tenga memoria en estas latitudes.


Cómo detectar a un serial killer

No pasa año sin que la prensa norteamericana o británica revele la proeza de algún psicópata que ha dedicado los mejores esfuerzos de su vida a despanzurrar a sus vecinos en número suficiente como para justificar una primera plana. Son los serial killers, o asesinos en serie.
No debe confundírselos, bajo ningún concepto, con los asesinos en masa, ya que su carácter distintivo no radica en la cantidad (si bien cuenta) sino en la calidad.
Hablamos de los crímenes, no la de las víctimas, que pueden ser de cualquier clase –social, cultural, étnica, religiosa, sexual– siempre y cuando reconozcan una característica común.
Existe una gran selectividad en el serial killer y, más importante todavía, una ritualidad. Un asesino en serie no mata un día con un cuchillo, otro con una pistola y, eventualmente, mediante una granada de fragmentación. Y de ser éste el caso, nos encontraríamos frente a un asesino a secas. O dos, sino, directamente, tres homicidas diferentes.
Es difícil, por otra parte, que el de la granada cuaje en la categoría de serial, aunque no imposible. Si todas sus víctimas reconocen características comunes y, lo más importante, han sido eliminadas de a una por vez, quizá, pero sólo quizá, estemos en presencia de un serial killer. Puede tratarse también de una casualidad.
No imagino otro modo de calificar al hecho de que una granada de fragmentación mate una sola persona.
Una granada de fragmentación dificulta enormemente las cosas, para todos. En primer lugar, para el serial killer. También, desde luego, para el forense. Pero, más que nada, supone una enorme complicación para los investigadores, quienes deben vérselas con demasiados casos de conducta desviada como para encima tener que dilucidar si diez restos despedazados, en diez sitios distintos, que pertenecen a diez personas diferentes, constituyen una casualidad o la obra de un asesino serial.

Toda investigación comienza, desde ya, con un análisis.
¿En qué consiste analizar? En dividir un fenómeno en la mayor cantidad de partes.
Si bien el efecto puede ser similar al que se obtiene mediante la granada de fragmentación, no debe confundírselos, pues es preciso, con posterioridad, estar en condiciones de volver a reunir los fragmentos.
Todo esto nos lleva a desechar, prima facie, cualquier homicidio perpetrado mediante granada de fragmentación –o instrumento semejante, a saber, bomba de fósforo, amonal, TNT– como obra de un asesino serial. Desde ya, razones burocráticas impiden derivarlo a Robos y Hurtos –lo que simplificaría la tarea de modo significativo– pero sería aconsejable que nuestro investigador tuviera el tino de adjudicar dichos crímenes a un homicida en masa o a cualquier otro inadaptado.

Aunque parezca contradictorio, el auténtico asesino serial no es en absoluto serial, no cae en estereotipos y la mayoría de las veces, como suele ocurrir a los verdaderos artistas, permanece en el anonimato. Sin embargo, la mayor parte de los llamados serial killers son meros artesanos del homicidio, aunque no debe descartarse que, eventualmente, el ansia de notoriedad lleve a un artista a repetir hasta el aburrimiento alguno de sus éxitos. De ahí en más, es sólo cuestión de tiempo que caiga en manos de la Justicia.


En busca de Sandrini

Luego de la vergonzosa exhibición que dieron el comisario Requena y su incontinente prometida, las autoridades del geriátrico decidieron separarlo –y separarme, debo decir– del establecimiento. Sin embargo, el comisario carecía de familiares y estaba a cargo de la Policía Federal, que no disponía de muchas otras instituciones donde derivarlo. No era ese mi caso.
Mi hija se presentó sola en la dirección. Su esposo quedó afuera, esperando en el Mercedes. Lo observé desde una de las ventanas de la sala de espera. No me devolvió el saludo.
Mi yerno es otro que finge no conocerme. Asegura trabajar de ejecutivo en no sé qué empresa y seguramente comete varios ilícitos al día. De ahí el nerviosismo que siente en mi presencia. Tal vez sea un mafioso y en más de una oportunidad me vi tentado a investigar sus actividades, pero me contuve. Por mis nietos. Rita, Nahuel y Julioscar. ¿Les hablé de ellos? Me rescataron del geriátrico.
–Nos llevamos al abuelo con nosotros –dijeron esa tarde cuando mi hija revisaba frenéticamente las páginas amarillas en busca de una residencia donde alojarme.
“Un manicomio”, había sugerido el mafioso dando cuenta de su tercer whisky.
Mis nietos acababan de alquilar un depósito y preparaban la mudanza.
–¿Lo dicen en serio? –preguntó mi hija con una mezcla de esperanza e incredulidad.
Yo no entendía muy bien para dónde iba la conversación y por un momento creí que jamás les permitiría vivir por su cuenta. Considero que la familia debe permanecer férreamente unida bajo un mismo techo, pero guardé silencio: los muchachos estarían mejor solos que en compañía de un gangster, por más que fuese su propio padre.
Mi hija –que no por nada es mi hija– lo pensó un momento y dijo:
–Está bien, que vaya con ustedes. De todas maneras, nosotros nos haremos cargo de los gastos de papá –ese venía a ser yo–. ¿Verdad, querido?
El mafioso apartó el vaso de la boca y eructó.
Guiñé un ojo a Julioscar.
–La Obra Social no me cubre ningún remedio y tengo cada día más achaques.
Mi hija levantó las cejas. Iba a decir algo, pero le gané de mano.
–Considero imprescindible ir al cine por lo menos una vez a la semana. Quiero el diario para el desayuno y algunas revistas para mantenerme actualizado.
Mi hija volvió a hojear la guía telefónica.
–Pero con lo que haya me puedo arreglar –agregué antes de que fuese demasiado tarde.
Todos quedamos conformes y a la semana nos habíamos instalado en Barracas. En el loft.

Parece que está de moda vivir en un depósito fuera de uso o en una fábrica abandonada. Y decorarlo con algún objeto antiguo.
Mi vieja heladera Siam del 46 y yo somos los orgullos del loft. “¡Alucinante!”, exclaman las visitas apenas nos echan el primer vistazo.


En el conventillo de San Telmo

Juan José Sambelli (que de él hablábamos, del periodista amigo de Rita, un tipo raro que quiso hacerme creer que era nada menos que Luis Sandrini), vivía a unas quince cuadras de nuestro loft, sobre la calle Defensa, en un edificio de altos de aspecto tradicional.
O en la calle Perú...
¿O sería Bolívar?
En todo caso, una de esas que corren así, paralelas.
Mi nieta no retenía el piso ni el número de departamento –aunque sí los esfínteres, que es algo de lo que no pueden alardear muchos de mis conocidos–, pero lo llevaba anotado en un papelito. Lamentablemente, yo había olvidado mis anteojos y Rita, que por algún misterioso motivo no podía dejar de reír, mostraba serias dificultades para comprender su propia escritura.
Rita es mi nieta, por si no lo saben.
Todo parecía haber sido organizado por el comisario Requena con el sólo fin de fastidiarme. No era la primera vez que me ocurría algo así. En una ocasión, de un día para el otro aparecí en Entre Ríos, por ejemplo.
Me alcé de hombros y aprovechando que no estaba en Entre Ríos sino en la Capital, llegué hasta el portero eléctrico y apreté un timbre, al azar.
Esperé un par de minutos frente a la casa de Sandrini y oprimí otro timbre, sin resultado. Decidí cortar por lo sano y apoyé las dos manos sobre el tablero. Hubo respuesta, pero en modo alguno satisfactoria. Resultaba imposible hacerse entender por encima del griterío. Me limité a puntualizar que deseaba ver a Sandrini pero algunos fingían no conocerlo y otros me trataron con irritante descortesía.
Fui hacia mi nieta, que había tomado asiento en el capó de uno de los automóviles estacionados junto a la vereda.
–¿Dónde conociste a ese periodista, nena?
–En una fiesta. –repuso ella, distraídamente.
Las niñas pueden llegar a conocer cualquier clase de crápula en una fiesta.
–El tipo ese no me gusta nada –dije–. Y a sus vecinos, menos.
No hablaba por hablar: dos minutos junto al portero eléctrico me bastaron para hacerme una idea de la opinión que el amigo de Rita merecía a los moradores del edificio.
–¿No te contestó? Dejame a mí.
Mi nieta saltó del capó y se llevó las manos a la boca.
–¡Juanjo! ¡Juanjo!
Me sumé a su llamado con entusiasmo y pronto se encendieron algunas luces y unas cuantas cabezas asomaron en las ventanas.
–¿Está ahí Juanjo?
–¿Qué pasa? –preguntó una voz. No era la de Juan José sino la de un gordo necesitado de una afeitada, pero del que no podía decirse que llevara barba. Un rostro típico del prontuario de L.C. que en las sesiones de manyamiento el comisario Santiago nos obligaba a estudiar durante seis horas diarias a fin de que retuviéramos en la memoria las facciones de todos los L.C. de la capital.
Alcé la bolsa de la panadería. Llevaba algo por lo que el más grata puede llegar a corromperse con suma facilidad.
–Le traje bizcochitos de grasa –anuncié.
–Es un borracho –aseguró una neurasténica.
–¿Qué carajo quiere? –preguntó el gordo.
–Ver al señor Sambelli .
–Por qué no va a dormir, abuelo.
Estallé.
–¡Abuelo será tu madrina, gordo mamarracho!
–Mejor tomátelas, viejo de mierda, porque si bajo... –amenazó el gordo.
Blandí mi bastón.
–Bajá, bajá, que te voy a enseñar lo que es bueno.
No buscaba pelea. Le tendía una trampa: en cuanto el sospechoso abriera la puerta de calle, podría escabullirme en el edificio. Una vez adentro resultaría más fácil, primero, dejarlo en la calle, a fin de tener las espaldas a cubierto, y más importante, encontrar el departamento del periodista. Secretos del oficio, pero el gordo se lo tomó a la tremenda.
–¿Sabés dónde te voy a meter el bastón?
Era el colmo. Recogí una piedra y se la arrojé. En otros tiempos le hubiera acertado en medio de los ojos, pero mi pulso no es ya no es el de antes. De todos modos, le di a algún vidrio.
Fue entonces que el edificio se convirtió en un inquilinato napolitano. Varios vecinos se habían asomado a las ventanas y todos gritaban al mismo tiempo, insultándose entre sí.
Una voz dijo:
–¡Hay que llamar a la policía!
¡Por fin un ciudadano decente!
–¡Es lo que corresponde!– alenté.
El gordo parecía no tener bastante conmigo e intercambiaba insultos con una mujer del tercer piso. Entre ambos se interpuso un pelado de anteojos con cara de andar en la luna.
–¡Ahí está! –gritó mi nieta.
Yo miraba para todos lados preguntando dónde. Lo mismo hacían los vecinos.
–¿Cuál es? –preguntó una voz.
–En el segundo –repuso otro.
En efecto, era el pelado que había asomado su cabecita por la ventana del segundo piso.
Mi nieta saltaba de alegría.
–¡Juan José!
–Aquí, Sandrini –ordené–. ¡Preséntese inmediatamente a Superioridad!
El falso Sandrini (se veía de lejos que se trataba de un impostor) debía ser medio lelo pues miraba para todos lados menos hacia nosotros. Es cierto que por más que nos esforzábamos nuestras voces eran ahogadas por el griterío de los vecinos. Algunos ya lo habían identificado y le arrojaban distintos objetos.
–¡Juan José! –insistió mi nieta– ¡Soy Rita!
Al fin miró hacia nosotros. Alcé la bolsa.
–Le traje bizcochitos.
El tipo seguía sin reaccionar hasta que un pan le pegó en la nuca. Esto pareció despertarlo.
–¿Qué quieren?
–¿No te acordás de mí? –preguntó Rita en un tonito demasiado insinuante para mi gusto.
Me volví hacia mi nieta, para reprenderla, justo cuando el coche patrulla estacionaba a nuestras espaldas.


Drogas peligrosas

Un sargento descendió del patrullero policial que se había detenido frente al conventillo.
–¿Qué pasa acá?
–¡Al fin llegan! –exclamé.
–¿Usted llamó?
Tratando de hacerme oír por encima de los gritos de los vecinos le mostré mi credencial.
–Soy el comisario Américo Petorutti.
–Es culpa del degenerado del segundo B –gritó una mujer a la que no alcancé a identificar.
–Ese viejo le trae putas.
El sargento frunció el ceño. Advertí que su mirada era atraída por la corta falda de Rita, que se contoneaba tratando de llamar la atención del impostor.
–¿No te acordás de mí? –preguntaba Rita.
–Traje bizcochitos de grasa –expliqué al sargento.
–Por supuesto que me acuerdo –dijo el degenerado del segundo B–. Esperá un segundito que ya bajo.
–Son para Sandrini –proseguí– pero puede comer algunos. Usted y su compañero. Yo sé lo que es estar de ronda.
El sargento apoyó las manos en la cintura y ladeó la cabeza.
–Son las dos de la mañana. ¿Por qué no se deja de joder y se va a dormir, abuelo?
Rápido de reflejos, le pegué en la rodilla con el bastón. De reojo, noté que el chofer del patrullero avanzaba hacia mí con la mano en la porra.
–No se atreva a tocarme –advertí–, o daré parte inmediatamente al comisario Santiago.
El sargento, masajeándose la rodilla, pareció comprender su error y tranquilizó a su compañero.
–¿Quién es la chica? –preguntó.
–Mi nieta.
–Soy Rita –dijo Rita con su adorable sonrisa.
–Por Rita Hayworth. –expliqué– ¡Qué mujer!
–¿Los remitimos a la seccional? –preguntó al sargento el conductor del patrullero.
El sargento le hizo una nueva seña para que mantuviera el pico cerrado.
–¿Por qué hacen tanto escándalo?
–Son ellos, los del conventillo. Nosotros vinimos a visitar a Sandrini.
El sargento y el patrullero preguntaron a un tiempo:
–¿Qué conventillo?
–¿Qué Sandrini?
Rita, digna nieta de un oficial superior de la Policía Federal Argentina, respondió la pregunta del sargento.
–Ese– dijo.
En efecto, el impostor, en pijama y pantuflas, había bajado a abrirnos la puerta de calle. En menos que canta un gallo se encontró cara a cara con el sargento.
–Documentos –exigió el sargento.
Sandrini fingió sorpresa y sonrió tontamente. Todos los sospechosos lo hacen.
–Estoy en pijama.
–Justamente –dijo el sargento–. Alterando el orden a las dos de la mañana, en pijama y sin documentos. Tendrá que venir a hacerse un examen de alcoholemia.
–O de droga –acoté–. No tiene usted idea de la cantidad de droga que circula últimamente.
El sargento dijo que lo sabía de sobra.
–Proceda, entonces –ordené en un tono de voz que no admitía negativas.
Rita me zamarreó del brazo.
–Abue, callate por favor.
–No m' hija, el sargento hace bien en tratar de salir de dudas. Los drogadictos pueden ser tipos muy peligrosos.
Me volví hacia el sargento
–¿Nunca le conté del caso del compositor Hermes Villarda?
El sargento dijo que no.
–Era el director de la sinfónica municipal. Tenía una pipa para fumar opio. Una noche, saliendo de una orgía con cuatro prostitutas lituanas se le ocurrió parar un tranguay a caballo que avanzaba desbocado por la calle Cuyo. Lo había confundido con un carruaje de alquiler.
El patrullero tenía a Sandrini aferrado de la muñeca. Ante una seña del sargento, lo trajo junto a nosotros.
–¿Usted ingirió alguna clase de narcótico? –preguntó el sargento.
–Estaba obnubilado por el alcohol y el opio –no había otro modo de explicar el extraño comportamiento del compositor Hermes Villarda.
Sandrini aseguró que no había tomado una gota de alcohol desde la hora de la cena. Pero se pisó:
–Y no me llamo Sandrini, sino Sambelli.
No me pude contener y exclamé:
–¡Miente!
Por si no lo sabían, Sambelli era el apellido del periodista amigo de mi nieta. Estuve a punto de darle con el bastón. Afortunadamente el sargento era un hombre muy experimentado y no se dejó engañar.
–El comisario acaba de decir que tiene una pipa para fumar opio.
Era el momento de ampliar mi declaración.
–Exactamente. En una repisa, en casa de Aurorita Villarda. La pobre creía que se trataba de una pipa común y silvestre, pero por el tamaño de la cazoleta y el largo de la boquilla era fácil deducir su verdadero uso. Si la lleváramos a un laboratorio encontraríamos evidencias incontrastables.
–Abue –intervino Rita–, estás confundiendo a los agentes.
–No, señorita –dijo el sargento–, la información que nos ha suministrado el señor comisario es de gran importancia.
Saqué pecho, pero repuse con modestia.
–Para eso estamos.
El sargento aferró al reo del cuello del pijama.
–¿Dónde está la pipa?
El reo adujo ignorancia. Es lo primero que les viene a la mente. No recuerdan nada. Pero el sargento conocía su trabajo.
–Está bien. Ya te vamos a ablandar en la comisaría.
Subieron al reo al móvil policial en medio del aplauso de los vecinos y partieron raudamente.
–¿Y ahora qué hacemos?– preguntó Rita.
–Subamos a ver a tu amigo.
Mi nieta meneó la cabeza.
–Mejor volvamos a casa.
Me alcé de hombros. Al fin de cuentas ir hasta San Telmo había sido idea suya y Sandrini a mí nunca me gustó mucho que digamos, y menos cuando hacía de Felipe y tartamudeaba como un pelotudo, pero no dejó de preocuparme que mi nieta fuera tan inconstante.

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