jueves, 12 de agosto de 2010

4. Las forzadoras de Montserrat



El misterio de la casa de la calle México
Parece que hubiera sido ayer cuando la viuda Eyzaguirre me recibía en una espaciosa sala con vista a la calle México, lo que no es sino un modo de decir: las celosías habían permanecido cerradas a cal y canto durante los últimos veinte años y la suciedad de los cristales, apenas disimulada por la de los visillos de crochet, acentuaba el carácter hermético, la sensación de soledad y retraimiento que percibí apenas traspuse la puerta cancel y fui abruptamente introducido en la sala por una muchacha que me impactó por su ambigüedad. No puedo mencionar en ese sentido nada concreto, ningún detalle específico de su fisonomía, sino una especie de aura que la distinguía y que primero atribuí a una suerte de indefinición sexual pero luego comprobé que se extendía a otras facetas de su personalidad. Por ejemplo, si a simple vista era difícil determinar su sexo, resultaba imposible precisar su edad, y hasta su estatura, pues sentada parecía una persona y, de pie, otra completamente distinta. Esto se debía, según comprobé más tarde, al observarla con mayor detenimiento, a un torso excesivamente largo toscamente empotrado sobre dos cortos y gruesos miembros inferiores.
Tampoco resultaba sencillo saber si padecía alguna clase de deficiencia mental o si me tomaba el pelo. Pero eso también ocurrió más tarde, cuando nos sentamos alrededor de una gran mesa de comedor, cubierta por una carpeta tan pringosa como los visillos, y la ambigua mujer asentía con vehementes cabeceos a la larga cháchara que me propinó la viuda Eyzaguirre. O nos interrumpía de pronto, con comentarios disparatados, completamente fuera de lugar, como preguntarme a boca de jarro y mientras su señora madre relataba las desgraciadas circunstancias que habían rodeado la muerte de su esposo, cuáles eran los últimos tres números de mi chapa policial.
Tuve que hacerme repetir la pregunta, embargado por una súbita sensación de irrealidad, y hasta amagué con exhibir nuevamente mi credencial, lo que ella rechazó con un gesto campechano, brusco y ceremonioso a la vez, que me recordó a un célebre agitador ácrata al rehusar la venda que, según algunos haría más piadoso su tránsito hacia la otra vida, antes de ser fusilado en el patio de la Penitenciaría Nacional. Un gesto extremadamente viril que, en el caso de la señorita Eyzaguirre, me resultó perturbador, mucho más, si tomamos en cuenta que, inmediatamente después, sonrió con coquetería y me confesó que pretendía conocer los últimos tres números de mi chapa para apostarlos a la quiniela.
–Los juego hoy; si no acierto, vuelvo a jugar pasado mañana y si sigue sin salir, redoblo la apuesta invirtiendo los números. Aunque usted no lo crea, funciona.
Eché una fugaz mirada a su señora madre, quien, sentada a la cabecera de la mesa, sonrió con timidez, aunque los cabeceos de asentimiento con que acompañaba las palabras de su hija y el destello en sus ojos castaños me permitió comprobar que compartían la compulsión por el juego.
–Por lo general –continuó diciendo la lela– apostamos a la terminación de las patentes de los automóviles que pasan por la puerta.
La quiniela era un juego ilegal. Si persistía en ese tipo de confesión me vería obligado a remitirla a la seccional.
–Señorita –la interrumpí–, soy un oficial de policía.
–¡Ya lo sé! –chilló– Reconozco un automóvil apenas lo veo. ¿O cree que soy tarada?
Esto último lo dijo en un tono de voz muy agudo y con lágrimas en los ojos. Además, se había puesto de pie, aunque no me percaté de ello sino hasta que la vi corriendo hacia mí. Afortunadamente, debía rodear la enorme mesa y el grito de su madre la sorprendió a mitad de camino. Se detuvo en seco, bufando.
–Margarita, volvé a tu sitio de inmediato –ordenó la señora Eyzaguirre.
Esto debió hacerme sospechar, pues de pronto recuerdo que, según Sandrini, un informante que tengo en San Telmo, su nombre era Adela, una prostituta que se anunciaba en los periódicos. Pero no lo advertí en ese momento: se entiende, era un oficial todavía bisoño. Además, no entiendo qué puede saber Sandrini de nada que no sea abrir la boca como un mamerto y hacer chistes tontos.
Pero volvamos a nuestra historia, antes de que sea tarde.

Una habitación en la terraza

Luego de ser detenido por el grito de la señora Eyzaguirre, el monstruo de la calle México me echó una mirada furibunda. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y los brazos arqueados, como los de un gorila. De improviso, sonrió y regresó a su silla tarareando una canción infantil.
–Como le iba diciendo, señor Petorutti...
Me volví hacia la viuda que había recuperado su plácido tono de voz, aunque por el rabillo traté de mantener bajo vigilancia a su imprevisible hija.
–...dos meses después de la trágica muerte de mi esposo recibimos la visita de ese profesor montenegrino. Quería alquilarnos una pieza. ¿Por qué no?, me dije. Mi hijo mayor se había casado y ya no vivía con nosotros. En realidad ni siquiera vivía, porque no puede llamarse vida a la que le daba esa mujer. Imagínese, señor Petorutti, ¡con un sueldo de empleado público veranear en Piriápolis! Lamento decirlo, y que Dios me perdone, pero ella lo mató.
–La hija de puta –murmuró Margarita.
–Y Aníbal, mi hijo menor –prosiguió sin inmutarse la señora Eyzaguirre– había partido de viaje de estudios alrededor del mundo. Quedamos las mellizas y yo, solas, en este inmenso caserón.
¿Mellizas? ¿Acaso esa desdichada mujer...?
La viuda Eyzaguirre leyó mis pensamientos.
–Pero Rosa no es como ella –dijo.
–¡Rosa es muy inteligente! ¡Y linda! –exclamó Margarita.
La viuda asintió.
–Es maestra de primer grado en la escuela de Garay y Piedras.
–Usted no sabe cómo la quieren los chicos –el rostro de la lela estaba radiante. Sus ojos echaban chispas de excitación– Y los no tan chicos…
La señora Eyzaguirre me dirigió una sonrisa triste.
–No le haga caso –dijo–. Usted sabe...
Su mano revoloteó cerca de su sien. Asentí.
–¿Ah no? ¿Decís que no? –Margarita se había puesto de pie y encaraba a su madre con los puños apretados contra la mesa– ¿Y el profesor montenegrino qué? ¿Y Jorge? ¿Y Aníbal? Y...
–¡Silencio! –gritó la viuda Eyzaguirre– Cuidadito con lo que vas a decir.
Margarita me miró, sorprendida. Por un momento, llevada por el entusiasmo, parecía haber olvidado mi presencia.
–Mi hermana es linda. Y rubia. Y alta. Y usa ropa interior de encaje negro.
La madre meneó la cabeza.
–Esta chica...
–Yo antes también era rubia y alta. Pero después vinieron los gitanos y me cambiaron por otra. Es lo que siempre me decía mi papá: “No estamos haciendo nada malo, nena: vos no sos mi hija”.
–¡Silencio! –La señora Ezaguirre se había incorporado de un salto– Retírese inmediatamente de aquí.
–Tranquilizate mami. Qué va a pensar de nosotras el señor Petorutti.
La señora Eyzaguirre volvió a tomar asiento y me dedicó una de sus amplias sonrisas.
–Que estamos locas, ¿verdad señor Petorutti?
–Faltaba más, señora
–¿No quiere un té? –preguntó Margarita de improviso– ¿Un cafecito? ¿Mate dulce con cedrón? ¿Una porción de pasta frola?
Rehusé el ofrecimiento y traté de recuperar, si es que alguna vez lo había tenido, el rumbo de la conversación.
–Su hijo Aníbal...
–Está en el África –se apresuró a responder Margarita.
–Bien –dijo la viuda Eyzaguirre poniéndose de pie–, mucho le agradecería, señor Petorutti, que tuviera la amabilidad de darme su respuesta a la mayor brevedad. Como podrá imaginar, no estamos acostumbradas a esto. El profesor montenegrino fue el único huésped que entró en esta casa en los últimos cuarenta años.
–Yo no...
–No se apresure en contestar, señor Petorutti. Hay decisiones que merecen ser meditadas con detenimiento.
–Además –terció Margarita–, ni siquiera le mostraste la pieza.
¿Qué pieza?

Una escena de odiosa intimidad

Sandrini me miraba en silencio. Lo miré. Nos miramos varios minutos, hasta que al fin, quebrada su resistencia, decidió hablar.
–¿Qué pieza?
La situación me estaba desconcertando. ¿Por qué en vez de confesar el detenido insistía en hacerme preguntas? ¿Y qué pregunta era esa?
Lo corregí:
–Calabozo, querrá decir.
Sandrini llevó una mano a su frente, oprimió durante unos segundos la base de su nariz.
–¿De qué habla, comisario?
Hice un gesto vago, como restándole importancia al asunto, mientras me devanaba los sesos por recordar de qué conversábamos.
Sandrini revisó los papeles que tenía sobre la mesa:
–Me decía que la viuda Eyzaguirre ni siquiera le había mostrado la pieza.
¡La viuda Eyzaguirre y sus horrendas hijas!
–¡No me haga acordar! –exclamé.
–Eso es precisamente lo que quiero –suspiró Sandrini. Parecía fatigado.
–¿Y por qué me obliga a evocar sucesos tan desagradables?
–Porque estamos escribiendo sus memorias.
¿Sería eso cierto? Yo nunca me fío de las declaraciones de los detenidos. Por las dudas, cambié de tema. Por algún extraño motivo, lo primero que vino a mi mente fue la imagen de la viuda Eyzaguirre cuando se cubrió la boca con una mano luego de que su hija le mencionara la pieza.
–¡Oh! ¡Pero que cabeza la mía! –exclamó la viuda– Venga, acompáñeme.
Margarita ya estaba a mi lado. Me tomó de un brazo.
–Vamos, señor Petorutti. Su pieza está en el piso alto. Tiene un pequeño anafe para cocinar, pero usted podrá comer con nosotras ¿No es cierto, mami?
–Por supuesto –repuso la viuda Eyzaguirre–. El señor Petorutti es un caballero.
–Y además tiene baño propio. Yo misma lo uso algunas noches –añadió por lo bajo–, para bañarme, desnuda. ¿No es cierto que yo me baño desnuda, mami?
La señora Eyzaguirre se detuvo en el rellano de la escalera.
–Nena, hay ciertas intimidades que no deben revelarse delante de los caballeros.
–Claro, mami –repuso Margarita. Luego me soltó el brazo y trepó los escalones de dos en dos. Cuando llegamos a la pieza, se había sentado en la cama.
–Venga, pruebe lo blanda que es. Y lo calientita que está.
–No, por favor, yo...
–En confianza, señor Petorutti –dijo la señora Eyzaguirre–, puede comprobar, si así lo desea.
Me rehusé con firmeza. Margarita era una muchacha robusta y temía verme forzado a una odiosa intimidad sobre esa cama cubierta por una colcha de raso púrpura y en presencia de la circunspecta señora Eyzaguirre.
Eché un vistazo a la habitación. Era pequeña, apenas cabía el ropero y una angosta mesa bajo la ventana. Daba al techo de la planta baja, lo que pude comprobar al abrir las celosías, sofocado por las emanaciones corporales de Margarita. O de su madre.
En un principio no pude precisar de donde provenía ese intenso olor a sudor, moho y naftalina. Tal vez de la ajada colcha de raso. “Vengo aquí a bañarme, desnuda” había confesado Margarita. Imaginé su deforme cuerpo retozando sobre la colcha y tuve un principio de lipotimia.
–¿Qué le pasa, señor Petorutti? –Al verme tambalear la viuda Eyzaguirre retrocedió– ¿Se siente usted bien?
De un salto, Margarita llegó a mi lado y me aferró de la cintura. Su coronilla apenas alcanzaba la altura de la boca de mi estómago. Entonces percibí el olor con mayor intensidad. Traté de apartarme, pero ella aumentó la presión de su abrazo, creí sentir un crujido en mis vértebras lumbares, el aire dejó de llegar a mis pulmones y me pareció que esta vez acabaría por perder el conocimiento.
Ante el terror de verme inerme en manos del engendro y gracias a un supremo esfuerzo de voluntad, alcancé a abrir los brazos en cruz antes de cerrarlos con violencia, golpeando con las palmas de ambas manos sobre sus oídos.
Margarita lanzó un alarido y retrocedió aferrándose el cráneo mientras un fino hilo de sangre goteaba de su oreja izquierda. Por mi parte, inhalé profundamente, y me apoyé en la mesa mientras pugnaba por normalizar mi respiración y recuperar el uso de mis facultades. No pude hacerlo, y, como en un flash, mientras veía a Margarita avanzar hacia mí con los puños en alto, recordé mi último encuentro con el comisario Requena.

La fuga de Aníbal Eyzaguirre

–Pelotudi –había dicho Requena con una sonrisa que me caló los huesos y que debió haberme advertido de sus intenciones–, tengo una pequeña comisión para usted.
Naturalmente, no podía rehusarme a cumplimentar una orden directamente emanada de un superior. Tampoco, he de reconocer, veía motivos para una negativa fuera de lugar, ni es correcto que un oficial escribiente escape aterrorizado de la seccional apenas el comisario le dirige la palabra, lo que, por otra parte, luego de mi regreso a la seccional, no había ocurrido en los últimos seis meses. Esto también debió hacerme sospechar.
–Aníbal Eyzaguirre escapó del penal de Ushuaia...
Requena hizo una pausa y se atusó el bigote con afectación. Si buscaba que sus palabras provocaran en mí alguna clase de efecto, no lo logró. Eso, al menos, es lo que pensé entonces. Todavía ignoraba que la intención del comisario era precisamente la opuesta. Luego de comprobar que el nombre de Aníbal Eyzaguirre no significaba nada para mí, continuó con su exposición.
–... a bordo de una canoa disfrazado de india ona.
La idea me hizo gracia y no pude evitar una sonrisa. Requena también sonrió: en efecto, yo jamás había escuchado hablar del temible asesino Aníbal Eyzaguirre, El descuartizador de México y Tacuarí.
–Presumimos que se refugió en Punta Arenas, pero hasta ahora los carabineros no han podido dar con él. Cabe la posibilidad, también, de que haya cruzado la frontera y en estos momentos se encuentre camino a Buenos Aires.
–Habrá cambiado de disfraz...
Requena parpadeó y, por un momento, sus facciones se endurecieron. Un aire helado me corrió por la espina dorsal. Pero fue sólo un instante. Lanzó una risa algo forzada, una especie de “Ho, ho” de un Santa Claus de frenopático, y asintió.
–Tal vez busque ponerse en contacto con su madre.
Requena simuló no haber reparado en mi gesto de sorpresa, pero de todos modos aclaró:
–Me refiero a la madre de él. Sería bueno que usted hiciera una visita a esa señora utilizando alguna excusa banal, alguna tontería. No creo que le demande un gran esfuerzo.
Salí de la seccional un poco extrañado de las lisonjas del comisario pero feliz de volver a tener una comisión. Ya comenzaba a sentirme una especie de objeto decorativo, como el jarrón tsuji que adornaba el despacho del comisario, o el escribano Santiesteban, que no era decorativo en lo absoluto pero que, en su nueva personalidad de René, revoloteaba en la seccional con una falta de pudor y sentido estético que se volvían más pasmosos a medida que el guiso de oveja iba provocando nuevos estragos en su silueta.
Fue así que, munido de una excusa banal, como pretendía el comisario, una denuncia sobre el extravío de una cotorra australiana que respondía al apelativo de “Cata”, bajé por la calle México, toqué al llamador de la residencia de las Eyzaguirre y en un abrir y cerrar de ojos me encontré revisando una habitación que jamás había pasado por mi cabeza alquilar y recordando, como en un flash, mi último encuentro con el comisario Requena mientras veía un hilo de sangre gotear del oído izquierdo de Margarita, y a Margarita misma abalanzarse sobre mí con los puños en alto y el rostro desencajado por un rictus bestial.
Traté de detenerla con un jab de izquierda, un golpe básicamente disuasivo, que no busca causar un daño inmediato sino marcar distancia y ablandar, mientras recogía mi brazo derecho junto al mentón. Es una combinación simple: cuando usted retrocede con la pierna izquierda queda perfilado para lanzar un directo con la derecha sobre el rostro del rival. Lo había practicado cientos de veces en el boxing de Gimnasia y Esgrima, aunque en una oportunidad Ismael “Gomita” Saldívar, ex campeón sudamericano de peso medio, luego de hacerme ir y venir sobre unas huellas de pie marcadas en el piso (“Las piernas son más importantes que las manos, grébano”, chillaba Saldívar cada vez que yo equivocaba el paso) y cuando consideró que había ganado la suficiente seguridad y el movimiento de avance y retroceso era para mí ya tan natural como el swing, me sorprendió pasando debajo de mi jab. Lancé el directo, incómodo, sin distancia. El golpe pegó en su hombro mientras sentía en las costillas su primer respuesta. La segunda fue casi en el mismo lugar. La tercera consistió en un uppercap de efecto multiplicado: podría decirse que, doblándome en dos por la falta de aire, fui yo quien había golpeado contra el guante de Saldívar.
A la semana siguiente Gomita me enseñó la combinación. Él lanzaba el jab mientras yo adelantaba mi pierna izquierda acortando distancia por debajo de su brazo para luego sacar los dos ganchos y el uppercap. Todo en cámara lenta, a fin de incorporar los movimientos.
Luego de dos horas de práctica yo había ganado seguridad y, sin advertírselo, decidí golpearlo en serio. Saldívar lanzó el jab, me agaché, adelanté la pierna y tiré el gancho a las costillas. Saldívar lo bloqueó con el codo. Quedé sorprendido viendo venir su guante derecho que pegó en mi sien y me dejó despatarrado por un buen rato en medio de la ovación del alumnado.
–En primer lugar –dijo Saldívar más tarde, en los vestuarios–, lanzar el jab no es lo mismo que tocar un timbre. La mano va y vuelve. Vuelve, Petorutti. ¿entendió? Va y vuelve.
Asentí con un cabeceo que me hizo ver nuevas estrellas.
–En segundo lugar, y eso es lo bueno del box, lo que lo transforma en un Arte: no hay ninguna combinación automática, preestablecida, que resulte efectiva. Hace falta un toque de genio, pero toda creación puede ser anulada por una creación superior. En síntesis, cualquier cazador puede resultar cazado.
–No tenía por qué pegarme tan fuerte –protesté–, estábamos practicando.
–Las cosas no se hacen a medias, Petorutti. Las cosas se hacen con todo, en todo y a cada momento. Esa es otra gran enseñanza del box. Además, no hay que confiar en el adversario. Y este consejo va gratis.
Saldívar acabó de peinarse y mientras sonreía al espejo dijo como para sí:
–Este deporte me ha brindado muchas satisfacciones. Además del campeonato sudamericano, por ejemplo, tengo entrada libre en los cabarets. Pero no hay nada que pueda compararse al placer de fajar a un botón. Lo maravilloso es que no voy en cana. ¡Y encima me pagan! ¿Se da cuenta, Petorutti?
Naturalmente, abandoné las clases. Gracias a eso mi nariz todavía conserva una forma más o menos normal, pero en ese momento, mientras Margarita Eyzaguirre se abalanzaba hacia mí con los puños en alto, lamenté mi temprano retiro del cuadrilátero.
Lancé el jab recordando las enseñanzas de Saldívar, pero Margarita no era un rival estudiando mis movimientos sino una bala de cañón apuntada a mi estómago. El impacto me lanzó sobre la pequeña mesa y quedé con la mitad del cuerpo asomado a la terraza, tratando de recuperar el aire, mientras sentía los cortos y gruesos dedos de la lela afanarse en los botones de mi pantalón.
Tuve un acceso de pánico. Mis gritos resonaban en la azotea como los chillidos de los habitués del Parque Japonés cuando subían al martillo. O los de una parturienta. La idea cruzó por mi mente y por un instante imaginé las pavorosas consecuencias de lo que estaba por ocurrir, lo que a la postre me dio fuerzas para sacudirme de encima ese monstruo concupiscente al tiempo que caía sobre el techo con los pantalones arrollados a los tobillos. Comencé a rodar y sólo me detuve cuando mi tirador quedó enganchado a la cabeza de uno de los clavos que sujetaban las chapas. Apenas había alcanzado a asirme a la endeble canaleta de zinc y ya me veía aterrizando de cabeza en el patio, donde Margarita me aguardaba con los brazos abiertos.
¿Margarita?
Miré hacia atrás. La terraza estaba vacía. Trepé ayudándome del tirador y llegué hasta la ventana. Me asomé hacia el interior. No había nadie en la pieza. Tampoco encontré el menor rastro de lo que, a mi modo de ver, había sido una feroz batalla campal. La única novedad era un juego de toallas dobladas sobre la cama. Y un jabón Lux.
Mi primer impulso fue tomar el secador del baño, bajar corriendo las escaleras y abrirme paso hasta la calle. Pero lo pensé mejor. Si Aníbal Eyzaguirre buscaba ponerse en contacto con su señora madre, nada más adecuado que un caballo de Troya metido en su propia casa. Ese venía a ser yo. Cuando más tarde se lo comenté, el comisario Requena pareció encantado con la idea. “Caballo de Troya” dijo. Echó una mirada soñadora al escribano Santiesteban que, imitando a Carmen Miranda bailaba con el jarrón tsuji en lo alto de su cabeza, y añadió: “Me gusta esa imagen, Petorutti, me gusta”
Fue así que decidí alojarme en casa de las Eyzaguirre, en el estricto cumplimiento de mis deberes de servidor público y no, como deslizó Requena en su informe, porque algún vínculo, desde ya ignominioso, me uniera a Margarita.

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