lunes, 23 de agosto de 2010

5. Aníbal Eyzaguirre y la mafia de los pornógrafos


Encuentro con la señorita Adela
–Querrán saber cómo resolví el caso de la mafia de los pornógrafos.
Julio Oscar no levantó la vista del plato de sopa de dedalitos que le había preparado. Más allá, tendida sobre su cama Rita liaba uno de sus cigarrillos con la destreza de un carrero de Pompeya. Frente a la computadora, Nahuel meneó pensativamente la cabeza: algo debía estar ocurriendo en la Interpol. Por un momento me sentí desconcertado, hasta que advertí los grandes ojos de la amiga de Julio Oscar mirándome con interés. Es una hermosa muchacha que me recuerda a alguien. Creo que aparece por televisión. Caról se hace llamar. O se llama. Había olvidado los dedalitos y esperaba, se nota que con ansiedad, el final de la historia.
Carraspeé para aclarar la garganta y limpié con disimulo una mucosidad que de pronto había aparecido sobre la mesa. Ya levantaría en peso a Rita por ser tan descuidada con los manteles. Y me dispuse a continuar mi relato:
Por alguna razón –me dijo que así lo habíamos acordado– en una confitería de la avenida Santa Fe me encontré con una tal señorita Adela. Había tomado un buen trago de mi jarabe para la tos y no demoré mucho en recordar que se trataba nada menos que de la agente enviada por la mafia de los pornógrafos con el propósito de corromperme. No sabían con quién se habían metido.
Me llamó la atención que la señorita Adela hubiera elegido una mesa junto a la ventana, pero más me sorprendió su aspecto: no era llamativa, ni llevaba el rostro pintarrajeado como el de una marioneta y sus pechos, aunque bien formados, difícilmente midieran los increíbles ciento diez centímetros que proclamaban muchas de sus colegas. Tenía bonitos ojos, de mirada inteligente, nariz recta, no sé si inteligente, pero bien proporcionada, y sus dientes descansaban sobre el inteligente y grueso labio inferior confiriéndole un aire algo ingenuo. En conjunto, parecía bastante bonita, y sobre todo, inteligente, pero en modo alguno ansiosa de hurgar en mi alicaída selva tropical.
Por un momento, temí que se tratara de una inocente mujer interesada en un poco de compañía, pero al observarla con mayor detenimiento no pude calcularle más de cuarenta años. ¿Por qué una mujer así debía acudir a los avisos clasificados para encontrar un acompañante? Y, en todo caso, ¿por qué responder al anuncio de un nonagenario que declaraba sesenta y cinco años de edad, a primera vista, muy mal llevados?
No cabían dudas: era una enviada de la mafia, seguramente instruida para eliminar a la competencia. Pero no me amedrenté: mi mayor defecto es el valor físico, rayano en la intrepidez.
Conversamos. Hizo una escueta sinopsis de su vida que de tan trivial acabó por volverse angustiante. Relaté algunas historias fabulosas sin declararme abiertamente un criminal, pero dejando entrever que, llegado el caso, aceptaría gustoso un contrato con la mafia. Esa era la esencia de mi plan: ganarme su confianza y escalar posiciones hasta detectar la cabeza de la hidra. Como cualquiera podrá darse cuenta, no tengo todo el tiempo del mundo por delante. De ahí mi afán por ubicarme, con la velocidad de un rayo, en una zona limítrofe con la ley. No me costó gran cosa: debía ceñirme al relato de casos criminales con los que me había enfrentado en mis largos años de lucha contra el crimen, aunque cambiando el punto de vista. Cualquier policía consigue hacerlo con relativa facilidad. La enfermedad más común de una profesión que lo pone a uno en contacto permanente con el hampa es que llega un momento en que cualquier comportamiento criminal llega a parecernos normal. Y viceversa.
La señorita Adela me escuchaba con atención, demostrando un interés, me pareció, algo excesivo. Por un momento sentí una sombra de envidia: mi verdadera vida tal vez no resultara tan atractiva.
Luego de una hora de animada plática, la señorita Adela, haciendo caso omiso de mis protestas, pagó la consumición y salimos rumbo al teatro. Para mi sorpresa no era el de revistas ni representaban una comedia picaresca, sino la espeluznante historia de un policía torturador. El tal señor Galíndez era un verdadero hijo de puta, pero me inclino a pensar lo mismo del autor, que no tenía por qué difamar a la institución ventilando aspectos de la vida de un policía descarriado. Así es como se inculca a las nuevas generaciones el resentimiento a la ley, el orden y la justicia. Tuve que hacer un gran esfuerzo para dominar mi indignación. No comprendo cómo Benítez y el resto de los camaradas en actividad no hacen algo al respecto.
¿Tendremos que reaccionar nosotros, los retirados?
Requena hubiera entrado a ese teatrucho con un batallón de cosacos revoleando los sables. En sus buenos tiempos, claro. Ahora se despeñaría con su silla de ruedas por los escalones. Además, babea al hablar.
No somos nada. Requena, más que ninguno. Pensar que hace unos años su sola presencia me hacía temblar.

Requena nunca me quiso bien. Sin ir más lejos, en una oportunidad, aprovechando que yo era apenas un bisoño oficial escribiente envió a la pensión donde yo alquilaba una pieza, al temible asesino Aníbal Eyzaguirre, recientemente fugado del penal de Ushuaia.
Creo que fue por eso que tomé la precaución de atrancar la puerta de la habitación. Pero debía bajar a cenar, según me advirtió arrimando su boca a la cerradura, una tal Margarita. Esto me extrañó: un segundo antes yo creía estar hablando con una agente de la mafia de los pornógrafos. De todas maneras, preventivamente revisé el cargador y coloqué una bala en la recámara de mi Ballester Molina.
Por si no lo saben, es una pistola. Había sido diseñada por los españoles, a falta de mejores argumentos, para justificar de un modo contundente su presencia en noráfrica. De todas formas, la política internacional me tenía sin cuidado: si la bala de punta blanda, que se deforma apenas penetra en el cuerpo humano provocando un orificio de salida de entre cinco y diez centímetros de diámetro, era capaz de parar en seco a un tuareg fanatizado por la guerra santa, confiaba en que llegaría a tener éxito con el temible asesino Aníbal Eyzaguirre.

Horror por duplicado
Margarita me esperaba al pie de las escaleras, secándose las manos en el delantal. Debajo llevaba un vestido azul con vivos blancos y –advertí cuando se quitó el delantal y lo arrojó sobre una silla– un pronunciado tajo delantero.
Contuve la respiración cuando un corto muslo ajamonado asomó sospechosamente en la abertura. Margarita había dado un paso hacia mí. Me desprendí un botón del saco para extraer la Ballester con rapidez y, llegado el caso, volarle la tapa de los sesos al menor ensayo de intimidad, pero se limitó a ofrecer su brazo.
–¿Me acompaña al comedor, señor Petorutti?
Avanzamos por el pasillo hasta llegar a una puerta de doble hoja de vidrio repartido. La suciedad de los visillos de crochet era acentuada por la intensa luminosidad interior. Abrí una de las hojas y me hice a un lado para dejar pasar a Margarita, pero ella se aferró a mi brazo con mayor firmeza y de un puntapié abrió las puertas de par en par.
La viuda Eyzaguirre se había sentado a la cabecera de la mesa. El hombre estaba a su derecha, frente a mí, o nosotros, porque Margarita se mostraba remisa a soltarme pese a que yo retorcía con violencia uno de sus dedos.
–Disculpe mi atrevimiento, señor Petorutti –dijo la viuda Eyzaguirre con una sonrisa– pero hacen ustedes una bonita pareja.
Aspiré una gran bocanada de aire. Me había dejado atrapar en la telaraña de un par de insanas. Pero no fue el temor al ridículo lo que me paralizó en ese momento, sino la certeza de encontrarme inerme en presencia del temible Aníbal Eyzaguirre. Me resultaría imposible extraer el arma, aplastado contra el marco de la puerta por el peso de Margarita.
El hombre me miraba con fijeza. Al menos así me pareció en un principio, pero a medida que fui recobrando el sentido del equilibrio y la habitación dejó de dar vueltas a mi alrededor, ya no podía asegurarlo tan taxativamente. Me miraba con fijeza, sí, pero con uno de sus ojos. El otro se había posado en Margarita, o tal vez revoloteara aún más a mi izquierda.
Lo estudié con atención. Era un pelirrojo flaco, anguloso, con una gran nariz ganchuda apenas disimulada por un mostacho rubio en forma de manubrio. Traté de imaginarlo vestido de india ona, la única seña identificatoria proporcionada por el comisario Requena.
Fue debido al peculiar estado de ánimo que me provocó el recorrido por el pasillo del brazo de Margarita, y su rollizo muslo insinuándose en el tajo de su pollera, y, naturalmente, la sorpresa de encontrarme cara a cara con quien si dudas era Aníbal Eyzaguirre, que demoré más de lo normal en advertir, a su lado, la presencia de una deslumbrante belleza de cabellera ceniza, grandes pestañas doradas, ojos café, mirada lánguida y una voluptuosa boca pintada de carmín.
A esas alturas estaba convencido de que Margarita había deslizado alguna droga dentro del mate que me ofreció apenas acabé de bajar las escaleras. Pero cuando me zamarreó el brazo, y salí del encantamiento, la visión seguía frente a mí, acariciándome con sus ojos café.
–Ella es mi hermana Rosa.
Rosa entornó los párpados y sonrió. Después dijo algo a una mujer sentada delante suyo, que hizo un brusco ademán de asentimiento, pero no giró su cabeza de manera que apenas alcancé a observar su nuca, cubierta por una enmarañada cabellera negra coronando un torso que apenas asomaba por encima del respaldo de la silla.
–Venga, señor Petorutti –dijo la viuda Eyzaguirre–. Siéntese aquí, a mi lado.
Había un asiento libre a su izquierda, exactamente frente al bizco y junto a la mujer de cabellera negra. El restante juego de cubiertos estaba dispuesto para Margarita en la otra cabecera de la mesa.
–¡Ah, no! –chilló Margarita– ¡Lo hacés a propósito!
–Comportate, nena.
–No, no y no. ¡Vos estás con ella! ¡Seguro te sobornó!¡Peto es mío, mío!
¿Peto?
–¡Hija de puta!
Margarita corrió hacia la mujer que permanecía de espaldas y le aferró los cabellos.
–¡La sobornaste!
–¡Soltáme, bruja!
Su voz era extrañamente igual a la de Margarita, quien en ese momento intentaba estrangularla con un golpe de furca.
–Más bruja serás vos, bataclana.
–Y vos sos una puta egoísta.
–¡Chitón! –exclamó la viuda Eyzaguirre.
Yo permanecía de pie, aferrado al marco de la puerta.
–Basta chicas, ¿qué va a decir el señor Petorutti? –La viuda Eyzaguirre me miró de soslayo y sonrió, ruborizada–. Es una lucha, señor Petorutti, una lucha.
Lo era. Margarita había arrojado al suelo a su rival y ambas rodaban en un revuelo de brazos rollizos y muslos ajamonados.
El bizco se puso de pie, y pasó por detrás de la viuda Eyzaguirre. Yo manotee la Ballester, con el pulgar sobre el martillo, pero aún dentro de la sobaquera. Sin prestarme la menor atención, el bizco llegó junto a las mujeres.
–¡Sit! ¡Sit! –ordenó.
Viendo que no le prestaban la menor atención, el bizco comenzó a patearlas, lo que las enfureció todavía más.
–Carajo– dijo el bizco.
La viuda Eyzaguirre cubrió su boca con una mano.
–¡Qué modales!
El bizco asestó un violento puntapié en la espalda de Margarita, que se revolvió como un cerdo salvaje. Su mano salió despedida como un rayo y se clavó en la entrepierna del desdichado.
–Te agarré –exclamó Margarita con una sonrisa feroz.
El bizco aulló y comenzó a retroceder arrastrando el enorme peso de Margarita. La otra mujer se rehizo con rapidez y saltó sobre ella.
–¡Soltálo, bruja! –gritó Margarita, colgándose también de la bragueta del bizco.
–Es mío, mío –repuso Margarita, asida firmemente a su presa.
¡Eran dos!
Olvidé la Ballester y comencé a retroceder por el pasillo, tratando de alejarme lo más rápido que me fuera posible del grotesco espectáculo que daban los dos monstruos, exactamente iguales, que se disponían a abusar sexualmente de quien sin ninguna duda sería su hermano, el bizco Eyzaguirre. Lo último que vi antes de darme vuelta y correr hacia la puerta de calle fue a Rosa cruzar la habitación con un sifón en la mano y vaciarlo sobre las dos deformes.

Los remilgos de un psiquiatra
Se encendieron las luces y desperté con un sobresalto, rodeado de aplausos. Por un momento, creí necesario saludar, pero advertí a tiempo que nadie me miraba por lo que atiné a sumarme a la ovación. Sobre el escenario, un tal Galíndez, cabal representante de la policía brava, capaz de dejar chiquito nada menos que al legendario comisario Requena, agradecía las muestras de admiración y afecto popular. Me puse de pie, satisfecho: todavía quedan reservas morales en nuestra sociedad.
Entonces sucedió algo muy curioso: había una mujer a mi lado, y no era Ester. Tampoco Margarita Eyzaguirre. Se trataba en cambio, de una dama bastante bonita que me miraba sonriente, apoyando sus incisivos en un pulposo labio inferior. ¡La señorita Adela!
Galante como soy, la tomé por el brazo, a la altura del codo. Involuntariamente, mis dedos rozaron su cintura. Di un respingo: llevaba un objeto oculto bajo las ropas. Un estremecimiento recorrió mi espina dorsal: tenía una pistola y seguramente planeaba utilizarla conmigo.
–Seré curioso –dije como al pasar–, ¿qué lleva ahí?
La señorita Adela se ruborizó.
–Un ano contranatura– dijo con un hilo de voz.
La tierra no se abrió bajo mis pies. Lo lamenté intensamente. Tal vez hubiesen caído conmigo el autor de la obra, los actores y gran parte del público. No la señorita Adela. Me sentía muy culpable con ella. Y muy avergonzado.
No era justamente, lo que suele denominarse un caso de vergüenza ajena.
Ella, por su parte, estaba visiblemente nerviosa. No me sorprendió en lo más mínimo. Pero al cabo de un rato, pareció olvidar su anomalía y recuperó el buen humor habitual. Y su entusiasmo por mis historias, a las que llamó: “fascinantes”.
Entre nosotros, me envanecí y recobré los ánimos, dando rienda suelta a mi imaginación y apelando a mis recuerdos de mis años de servicio activo. Serían útiles para mantener el interés de la señorita Adela, aunque no entendía por qué una dama como ella podía sentirse atraída por la costumbre de Goyo Gibbons de ocultar en su canal rectal la recaudación diaria de la cadena de prostíbulos que había instalado en San Fernando.
Goyo Gibbons no era un proxeneta común y corriente, y no me refiero aquí a la lustrosa voituré bordó que conducía por el medio de avenida Maipú y acababa dirigiendo directamente hacia nosotros. Tampoco al enorme tamaño de la facturación prostibularia de los fines de semana, al cabo de los cuales solíamos atraparlo con las manos en la masa, por así decirlo, ya que las manos en la masa –también por así decirlo– solía meterlas el sargento Bienvenido Novoa para incautar la recaudación de la ilícita actividad con que Gibbons intentaba financiar las mucho más ilícitas actividades de su célula anarquista.
Hasta donde pudimos investigar, las actividades de esa célula jamás pasaron de esperar infructuosamente los fondos recaudados por las pupilas de Gibbons, que inevitablemente interceptábamos en Puente Saavedra y procedíamos a decomisar de inmediato.
Mientras Novoa realizaba el procedimiento en el baño de la fonda del vasco Garaycochea, yo ayudaba a matar el tiempo tomando una caña acodado al mostrador. Siendo de madrugada, no convenía hacerlo en ayunas, de manera que la acompañaba con uno de los chorizos colorados que habían cimentado la fama del establecimiento. En esos tiempos la vida era más sana, no existía el colesterol y a nadie se le obturaban las arterias.
Sin embargo, a pesar de la buena calidad de los chacinados de Garaycochea, estaba harto de empezar de la misma manera cada una de las semanas de los últimos seis meses, desde que el comisario Requena, que había recibido el dato de uno de sus anónimos informantes, me encomendó la comisión.
–¿Por qué mierda no agarra por otro camino? –pregunté en una oportunidad a Gibbons.
El proxeneta anarquista esbozó una sonrisa, pero se recompuso de inmediato.
–Si quiere, vengo en tren. Pero entonces van a tener que agarrarme en Retiro…
No veía la diferencia: Retiro también estaba fuera del radio de nuestra seccional.
–Me pregunto por qué nos encomendaron esta comisión en vez de dársela a la 35.
–Mejor no pregunte nada –murmuró Novoa, sentado al volante del patrullero. Llevaba en el bolsillo la prueba del delito para ponerla directamente en manos de Requena. Siempre traté de mantenerme apartado de ese objeto.
–Fascinante.
No era la cascada voz del sargento Bienvenido Novoa, sino la de una mujer bastante bonita que, atrapada por mi relato, me miraba boquiabierta, apoyando sus incisivos en un pulposo labio inferior. No, definitivamente no era Novoa.
Me eché al coleto un traguito de jarabe y para ganar tiempo a fin de hacerme un acabado cuadro de situación, extraje un pañuelo y fingí un acceso de tos. Cuando cesó, abrí los ojos y entre lágrimas alcancé a observar que la silla frente a mí estaba vacía: la mujer, a mi lado, me golpeaba la espalda. Por una vez, agradecí que mis reflejos no fueran los de antes y no me permitieran reaccionar.
–¿Se encuentra bien? –preguntó la mujer. La reconocí al instante: era la desdichada señorita Adela, a la que había tomado por un señuelo de la mafia.
Asentí con un cabeceo mientras me limpiaba boca y mandíbula con el pañuelo.
–Tiene que cuidar esa tos.
Volví a asentir. Tomé un nuevo traguito de jarabe y no bien la señorita Adela volvió a su asiento, proseguí con mi relato. Apenas si probé la comida y hablé hasta el cansancio. Mío, porque la señorita Adela seguía demostrando el mismo interés del principio.
Nos despedimos con un casto beso en las mejillas y trepó a un taxi sin darme oportunidad de acompañarla hasta su casa.
–Mañana lo llamo –dijo asomada a la ventanilla.
No recuerdo que lo haya hecho.
Nunca recuerdo nada, según Nahuel. Por las dudas tomé un sorbito de jarabe. A veces me espabila, me pone activo, como impulsado por una dínamo; otras, me produce somnolencia. Esta debió ser una de esas ocasiones, porque desperté en la penumbra, sobre la cama aún tendida de un cuarto desconocido, al que demoré un buen rato en identificar: ¡el de la terraza de las Eyzaguirre!
Por un momento creí haber sufrido una pesadilla, pero el bulto en mi cabeza no dejaba lugar a dudas: me había golpeado contra un objeto contundente. O el objeto me había golpeado a mí.
Giré en la cama en busca del interruptor de la luz.
–Veo que al fin se recuperó –dijo una voz masculina.
Me incorporé de un salto, me aplasté contra la pared y llevé la mano a la zobaquera. ¡La Ballester había desaparecido!
–¿Quién es usted?
–El doctor Glazer, de Ginebra.
Ginebra. Esa podía ser una explicación a mi estado de desconcierto. El resplandor de la lámpara de noche, apuntada hacia mí, estalló en mis ojos.
–Por un momento temí que hubiera sufrido una conmoción.
–Corra eso –dije, haciendo visera con las manos.
–Perdón.
La luz se desplazó hacia mi izquierda. Entonces pude reconocer al bizco, sentado en una silla, a los pies de la cama. Resultó sencillo: tenía ojos estrábicos. Identificarlo fue más difícil, pero me resultaba vagamente familiar. Los recuerdos demoran en llegar, pero llegan. Me consta.
–¿Qué hicieron con mi pistola?
El bizco parpadeó.
–¿A usted también se la agarraron? Pensé que la cosa era conmigo...
Parecía contrariado.
–Hablo de la Ballester Molina.
–¡Caramba!– exclamó– Conozco engreídos que le han puesto nombre, pero... ¡dos apellidos!
Me tomaba el pelo o estaba de remate. Como un fogonazo de magnesio, recordé su fuga, a través del estrecho de Magallanes disfrazado de india ona, y me incliné por la segunda alternativa. Sin embargo, había algo que no concordaba.
–Tengo una curiosidad ¿le llevó mucho tiempo cultivar su bigote?
Primero hizo un gesto de sorpresa. Después sonrió.
–Veinte años.
Se atusó el enorme manubrio y añadió.
–Pero no es una simple cuestión de tiempo. Hace falta también muchísima dedicación.
–Y alguna ayuda de la naturaleza.
–Exacto. No todos los hombres lo tienen tan tupido.
–Ni las mujeres.
–Por supuesto que no. Es un signo de virilidad.
–Mucho menos las onas.
–¿Las qué?
Aprovechando su desconcierto yo me había desplazado alrededor de la cama. Lo tenía casi a tiro. Sin darle tiempo a reaccionar salté sobre él y le arranqué el bigote.
Bien, un trozo.
El doctor Glazer había caído de la silla y chillaba, hecho un ovillo sobre el piso. Una lágrima comenzó a rodar por su mejilla. Me llevé el fragmento de bigote a la nariz. Apestaba a betún, pero era real. Evidentemente, no estaba en presencia de la india ona que se hacía pasar por Aníbal Eyzaguirre.
Lo ayudé a incorporarse.
–¿Qué hizo? –lloriqueó.
–¿Quién es usted?
–Ya se lo dije: el doctor Glazer, médico psiquiatra de la Universidad de Ginebra. Estudio el caso de Margarita.
–De las Margarita...
–Entonces no vi doble…
Negué con un cabeceo.
–Me temo que no.
–Qué horror –musitó–. Es tan asombroso que me cuesta creerlo. Hasta hace un rato estaba convencido de que se trataba de un trastorno de doble personalidad. Jamás las había visto juntas.
Expliqué al doctor Glazer las razones de mi estancia en lo de las Eyzaquirre. Expuse mi teoría, que escuchó con gran interés, y esbocé un plan de acción. Llegado a este punto no consiguió disimular una mueca de repugnancia y se negó terminantemente a colaborar.
–Siempre creí que los científicos –lo azucé– tenían al menos un poco de curiosidad intelectual.
–La curiosidad mató al gato, oficial Petorutti. Y ha dado cuenta también de numerosos hombres de ciencia. Fíjese, si no, en madame Curie.
Era una revelación sorprendente y lo miré extrañado. El doctor Glazer sonrió con pedantería de hombre de ciencia y creyó aclarar el punto:
–Hay límites éticos para la investigación científica. Pero también estéticos. Lo que usted me propone es nauseabundo. Y estúpido. ¿Por qué no arrestarlas, simplemente, y que de lo otro se haga cargo la justicia?
“Lo otro” era lo que acobardaba al doctor Glazer. Si no había entendido mal, tal como había dicho su propia madre, la hermana melliza de Margarita era Rosa. En consecuencia, la segunda Margarita no podía ser sino Aníbal Eyzaguirre. Y ya no tuve inconveniente en imaginarlo travestido de india ona. Ningún carabinero chileno, seguramente también amparándose en confusos reparos éticos, se había atrevido a verificar su identidad. Eso era lo que yo me proponía hacer. Y de la forma más expeditiva.
Por un momento el doctor Glazer casi logró disuadirme, pero no había tiempo de llamar a la seccional. Odiaba la idea de que por obra de un prurito, justificable tal vez para un médico psiquiatra, pero inadmisible en un oficial de policía, Aníbal Eyzaguirre consiguiera huir. También odiaba la idea de despertar a Requena en medio de la noche.
Abrí la ventana y me dispuse a salir al techo.
–Imagine que no tiene suerte al primer intento...
–Por eso –dije volviéndome con furia hacia Glazer– quería que usted colaborara haciéndose cargo de una de ellas.
–De ningún modo.
Me alcé de hombros.
–No importa. Tengo el cincuenta por ciento de posibilidades a favor.
–En la ruleta rusa existen muchas más. Así y todo no es un deporte muy recomendable.
Debía cortar ya con esa conversación. En cualquier momento el doctor llegaría a persuadirme.
–Usted métase en sus asuntos. Y escóndase, porque la traeré aquí mismo.
Glazer se puso de pie de un salto.
–¿Dónde me meto?
–No sé, en el techo. O abajo de la cama. Y si me oye gritar... –Sacudí la cabeza. Glazer estaba hecho un manojo de nervios. Debía valérmelas por mí mismo.
–Tenga cuidado –dijo cuando ya me encontraba sobre el alféizar– Recuerde que son idénticas. No sea cosa que traiga dos veces a la misma.
Aspiré hondo y salí al techo. Las probabilidades en contra eran más del cincuenta por ciento.

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