sábado, 18 de septiembre de 2010

7. El salto a la fama


–¿Le hablé del Servicio Profesional?
Hice la pregunta a bocajarro. Un joven algo excedido de peso, que pretendía disimular su prematura calvicie debajo de un manojo de desordenados cabellos y al que alguien –tal vez el sargento Baltiérrez– había dejado un ojo en compota, tomaba notas con su brazo sano mientras yo lo sometía a un severo interrogatorio, se estremeció en su silla.
–Algo me dijo...
–Algo le dije... Ajá.
Para mis adentros me pregunté por qué.
–¿Por qué, qué? –preguntó el reo. Era igualito a Sandrini.
Se ve que últimamente pienso en voz alta. Debe ser una especie de incontinencia oral, como la de la señora Ibarlucea, pero más peligrosa. Fíjense que en lugar de hacer confesar a un detenido, el que confesaba era yo, nada menos que un comisario de la mejor del mundo.
El reo me miraba con extrañeza, desde abajo. ¿Qué hacía yo en posición de firme, haciendo el saludo reglamentario, inspirado en la señal en clave de la policía secreta del Kaiser, según me contó Pérez en una oportunidad?
¡Perez! Todo fue su culpa.
Me dejé caer en la silla, abatido. Siempre sospeché que debí haber atropellado a Pérez cuando algunos años atrás, en la esquina de Chile y Piedras, se cruzó en el camino de mi Buick.

Un encuentro fortuito
Perez iba con la cabeza gacha, la vista en el suelo y la mente perdida en vaya uno saber qué inanidades. Operaciones matemáticas, seguramente.
El cerebro de un mozo de bar es lo más parecido que puedo imaginar a una calculadora científica. Pérez debía venir haciendo sumas de números de tres cifras con decimales, una habilidad para la que los gallegos parecen étnicamente superdotados. También son muy propensos a la fabulación. Y poseen personalidades adictivas. En buen romance, significa que adquieren inofensivos vicios y pequeñas manías de las que son eternamente esclavos.
Estas características se acentúan con la edad.
Imaginen el estado mental de Pérez cuando desistí de atropellarlo en Piedras y Chile si cuarenta años antes ya insistía en mostrar al comisario Requena la herida que había recibido en la guerra civil española.
Por alguna razón que todavía hoy no alcanzo a comprender, Requena se empeñaba en llevarme consigo cuando a la salida del servicio pasaba a tomar una copa por el bar El Gran Visir, atendido por sus dueños: Pérez, García, Vázquez y López.
La primera vez que Pérez –el mozo de la tarde– mencionó su herida de guerra, Requena exhibió una auténtica curiosidad, pero se sintió un poco desilusionado cuando Pérez extendió ante nosotros el meñique de su mano derecha.
–Así como la veis –dijo– es una herida de guerra.
Ni Requena ni yo alcanzamos a distinguir nada, pero Pérez mostraba tanta pasión al contar sus hazañas bélicas que no nos atrevimos a contradecirlo, aunque me parecía muy extraño que siguiera con vida llevando en la cartera una foto del generalísimo Francisco Franco, a quien llamaba “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.
–Por la gracia de su puñetera madre –proclamaba desde la caja registradora su socio, el valenciano García, un furibundo estalinista.
La pareja de mozos de la mañana, más parca y al parecer mejor avenida, se componía de dos asturianos, Vázquez y López. Vázquez, el único cuya apariencia general le hubiese evitado figurar en el catálogo del doctor Lombroso, había pertenecido a un partido de intelectuales trotskistas diezmado a partes iguales por estalinistas y fascistas. López, por su parte, un anarquista ancho y bajo, de crespo pelo rubio y rostro esculpido a buril, parecía cobrar animación únicamente al hablar de la dinamita.
No debe extrañar entonces que desconfiara de la veracidad de Pérez. Su franquismo era indudablemente tan falso como su herida de guerra. En caso contrario, difícilmente hubiera sobrevivido a semejantes asociados.
Desde luego no pensaba en eso, ni mucho menos, cuando muchos años después se cruzó en mi camino y clavé los frenos. Detrás mío venía un auto pequeño, un Renault Gordini con motor de 36 hp y carburador Solex de 32 milímetros. Probablemente tenía tablero color té con leche. Imposible saberlo con seguridad, pues apenas frené, el conductor del pequeño bólido que hizo famoso a Gastón Perkins alcanzó a torcer el volante hacia la derecha para evitar estrellarse contra la poderosa carrocería de mi Buick. Una motocicleta, que contraviniendo al menos dos ordenanzas municipales –la que prohíbe conducir sin casco y la que indica que los vehículos deben ser rebasados por la izquierda– avanzaba a toda velocidad junto a la línea de automóviles estacionados, se incrustó en el guardabarros delantero del Gordini, pasó por encima del capot dibujando una curiosa voltereta y aterrizó a los pies de Pérez, quien, sobresaltado por el chirrido de frenos había levantado su cabeza y miraba en mi dirección. Metió la mano al bolsillo y se echó un trago de un frasco que contenía –lo supe luego– jarabe para la tos.
Lo saludé con la mano, pero su atención era atraída por algo que ocurría a mis espaldas. Miré por el retrovisor: un camión recolector de basura patinaba sobre los adoquines. El conductor cerró los ojos antes de convertir al Gordini en una albóndiga de chatarra. Parte del contenido del camión cayó sobre el pequeño automóvil, comenzando por el peón que encaramado en lo alto, apisonaba la basura con las plantas de sus pies, una costumbre de los camiones recolectores de basura de la época (la de la compactadora humana, no la de aplastar Gordinis).
Toqué la bocina y recién entonces Pérez reparó en mí. Le hice señas de que se acercara.
–¡Comisario Petorutti!
–Suba, Pérez. Lo llevo.
Se sentó a mi lado. El motor zumbó con la serenidad de un ascensor automático y nos pusimos en marcha, con un pequeño tirón. Pérez suspiró:
–Usted siempre igual, comisario.
Asentí, con una sonrisa. Me precio de conservarme joven y de buen ver.
–En cambio a usted lo noto mucho más pálido. ¿No estará enfermo?
–No –dijo Pérez–. Pero, por favor, mire para adelante: acaba de pisar un perro.
Desde entonces, comenzamos a encontrarnos todos los jueves a jugar una partida de dominó en el café-bar El Español, de Bolívar y Estados Unidos.

Un hombre de suerte
Pérez estaba muy avejentado, con el cabello completamente cano y cortado al rape. Y aunque era propietario de una media docena de hoteles –todos ellos en la zona de Montserrat– vestía muy humildemente. El saco de gabardina gris, los pantalones de sarga y las zapatillas azules lo hacían ver como un prisionero del Gulag. Pero viajaba dos veces al año a su tierra natal. Quitaba entonces las fundas a sus ternos a medida confeccionados con casimires de Rocha y calzaba en su anular izquierdo un anillo de oro con sus iniciales entrelazadas. Y siempre, absolutamente siempre, recibía el doble seis en la primera mano. Y sonreía al decir: “Soy un hombre de suerte”.
Llevábamos algo más de quinientas partidas de dominó, de las que no había conseguido ganarle ninguna, cuando en una oportunidad, luego de repetir su rutina, añadió:
–Los fascistas aún no han conseguido dar conmigo.
–¿Cómo los fascistas? Si usted es fascista...
–¡Qué va, hombre! –exclamó.
Y luego de echarse al garguero un traguito de jarabe, me relató una extraña historia
–Verá usted... – Pérez colocó un doble tres que me obligó a robar siete fichas del pozo y me provocó el primer acceso de tos de la jornada. Lo maldije por lo bajo y tomé una cucharadita de mi propio frasco de Expectoran Plus–, como todo el mundo sabe –prosiguió– el cajero García..., ¿lo recuerda? ¿Ese que pasaba por miembro del Partido Comunista? Pues bien, era un agente de Falange Española y de las Jons infiltrado en las filas republicanas.
Encontré por fin un tres cinco y suspiré.
–¿Lajons?
–Jons. Juventudes Obreras Nacional Sindicalistas. Me extraña en usted comisario, que no esté al tanto, porque usted estaba en orden político ¿verdad? Y dedicado a espiar a los exiliados republicanos.
Naturalmente, eso no era cierto.
–No diga pavadas –coloqué mi ficha y recé porque Pérez no dispusiera de ningún cinco.
Pérez se echó otro trago de jarabe directamente del frasco.
–La misión de García era espiar al general Líster. E informar de sus movimientos al propio Serrano Suñer. Lo conocí en Rusia.
–¿A Serrano?
–¡Pero qué dice hombre! –se escandalizó Pérez– Serrano Suñer jamás pisó el frente de batalla. Ni en Rusia ni en ningún otro sitio. Era propiamente lo que se dice un combatiente de escritorio. Bueno para disfrutar los goces de la victoria, pero inoperante a la hora de quemarse los cojones para quitar las castañas del fuego.
Tuve un estremecimiento y un nuevo acceso de tos. El salvajismo de los españoles jamás dejará de sorprenderme. Pérez malinterpretó mi gesto: acababa de colocar el doble cinco y me dirigió una sonrisa bestial, propia de quien está dispuesto a todo con tal de comerse un puñado de castañas.
–Se dice por ahí que durante la Segunda Guerra, Serrano Suñer hizo una visita a los fascistas de la División Azul, en las afueras de Moscú. Pero no era Serrano, sino su doble, la actriz catalana Montserrat Puig, a quien los nacionales habían sometido a un lavado de cerebro. La pobre llegó a creer que Pilar Franco era La Pasionaria.
–No comprendo. ¿A quién conoció en el frente ruso?
No era eso lo único que no entendía, pero a cierta altura de la vida hay que tratar de disimular
–A García. Yo había cruzado las líneas para brindar mi informe al Padrecito y ahí lo vi por primera vez, sentado a su diestra.
–Al lado del cura... – dije, distraídamente, mientras robaba otras cuatro fichas hasta dar con un cinco.
Pérez me estudió unos minutos durante los que creí leer en sus pequeños ojos de rata una muda pregunta: “Al fin de cuentas ¿no tendría razón el comisario Requena?”. Dio un largo suspiro y dijo:
–Hablo de Josep Stalin. García estaba sentado a su derecha y cuchicheaba en su oído.
Esta revelación echaba por tierra todos mis preconceptos sobre la revolución rusa. ¡Stalin un sacerdote! ¡Jamás lo hubiera creído!
La historia, que se inició como una de esas charlas intrascendentes que tienen lugar durante una partida de dominó, había comenzado a interesarme. Pérez, entretanto, me estudiaba una vez más, entrecerrando los ojos. Tosí varias veces, tomé un trago de expectorante y lo alenté a seguir.
–Naturalmente –dijo–, yo ya sabía que se trataba de un agente fascista. Me lo había revelado Serrano Suñer antes de morir.
–¡Pero si Serrano Suñer falleció muchos años después!
–Hablo del verdadero –explicó Pérez–. Lo matamos en julio del 37, después de reemplazarlo por Montserrat Puig. Lamentablemente, los fascistas convencieron luego a Montserrat de que Pilar Franco era La Pasionaria y nada varió, excepto para la cuñada del caudillo, claro está.
–Me imagino.
Pérez asintió:
–Recibió una ardiente artista del varieté a cambio de su abogadillo de sacristía. ¡Fíjese si no habrá ganado con el cambio!
Me fijé, con disimulo, porque no sabía bien dónde mirar. Mientras tanto, Pérez colocaba su última pieza, se ponía de pie y suspiraba:
–Gané, una vez más. Ya me aburre un poco jugar con usted, Petorutti. Lo venzo con excesiva facilidad.

Una llamada imprevista
No sé muy bien qué hice el resto de la tarde, hasta que me encontré delante de la jaula de los monos. Le hice unas morisquetas a un chimpancé que mostraba la aburrida expresión de un cajero de banco y salí del zoológico por la puerta de Sarmiento. Lo demás ya fue fácil: sólo tenía que caminar hacia la izquierda, cruzar la avenida evitando que me pisara algún colectivo y bajar al subte. Si bien me llevó hasta Pacífico, con limitarme a seguir sentado, tarde o temprano aparecería en la Plaza de Mayo.
A la mañana siguiente desperté con una idea fija: llamar por teléfono, pero ¿a quién?
Vacié sobre la mesa el bolsillo superior de mi saco y ordené el centenar de tarjetas, recortes de papel y fichas de archivo Centinela número 3, que conservo siempre a mano, por las dudas. Un nombre me llamó la atención: señorita Adela. Debajo, un número y una indicación “restaurante - adicionista”.
Lo pensé unos instantes tratando de entender para qué podía uno necesitar el teléfono de la adicionista de un restaurante. Se trataba, indudablemente, de uno de esos misterios que hacen que la vida conserve la debida dosis de interés e imprevisibilidad. No hay nada peor que la rutina: saber siempre todo lo que va a pasar a continuación es muy aburrido. Envejece. Para mí, en cambio, todo es novedoso. Hasta hay gentes que dicen conocerme y que resultan completamente nuevas para mí. Por eso me mantengo joven y activo.
Fue así que llevado por mi amor a la aventura, al mediodía marqué el número de Adela, la adicionista. ¿Le hablé de ella?
Sandrini dice que sí. No le pregunto qué hace aquí, conversando conmigo en vez de casarse con Tita Merello, y continúo la historia, antes de que sea tarde.
Del otro lado del cable, porque aunque parezca mentira del otro lado del cable hay otro aparato telefónico, me atendió un desagradable y ciclotímico espécimen de una raza inferior.
–Aquí no hay nadie con ese nombre –gruñó.
Adela se estaba haciendo negar. Entonces me vino como un flash. Recordé. Recordé y quise desaparecer tragado por el loft. ¿Sabe qué recordé?
Y sin darle a Sandrini tiempo para responder, recordé su nerviosismo y el molesto ano contranatura que la señorita Adela llevaba en su cintura.
La pobre muchacha trataba de llevar una vida lo más normal posible, haciendo de cuenta que ese desagradable apósito en su costado no existía y, bestia de mí, no tuve mejor ocurrencia que mencionarlo, obligándola a farfullar una explicación .
Era evidente que su íntima confesión la había avergonzado. Debía hablar con ella a fin de reparar el daño. No era la primera vez que un inocente sufría en medio de la lucha contra el crimen, pero jamás he podido acostumbrarme a ello.
Di unas breves instrucciones a Rita, que frunció el ceño mirándome con curiosidad. Debía llamar al restaurante, preguntando por la adicionista. Probablemente Adela fuese un nombre falso.
El gallego respondió con una carcajada.
–¿La adicionista dice usted? Nunca dejaría a una mulher andar con cuentas. No sirven para ello. Sepa usted, señorita, que aquí las mulheres trabalhan en la cocina. Y sólo como frejonas.
–¡Cretino! –respondió Rita, mirándome directamente a los ojos.
¿Cómo podía ser que la señorita Adela se hubiera evaporado? ¿Eh?

Estrella mediática
Resolví el misterio quince días después, gracias a la indeseada ayuda del sargento Orduna, siempre de guardia en su puesto de la feria de Pompeya.
–¿Se vio en la revista, comisario?
Y desplegó ante mí una doble página, a todo color. Ahí estaba yo, platicando con la señorita Adela en la confitería de la avenida Santa Fe.
Demoré un buen rato hasta que mi visión se aclaró lo bastante como para leer la nota. Tal como había supuesto, la señorita Adela no se llamaba así. Ni era una triste adicionista deseosa de compañía. Sin dudas, su vida no había sido ese monótono relato costumbrista de Manuel Gálvez, pero tampoco era una agente de la mafia de la pornografía, sino algo muchísimo peor. Lo comprendí al instante: su ano contranatura había grabado, palabra por palabra, mis picarescas historias de crímenes sin castigo. Varias estaban ahí, ante mis ojos, reproducidas en letras de molde, pero apenas podía reconocerlas: adquirían una dimensión fantástica, casi sobrenatural. Por un momento, también a mí me parecieron fascinantes.
Yo no era el único conejillo viviseccionado por la falsa señorita Adela: había entrevistado a un travesti platinado, al inefable trío Abelarda, Fanny y Daisy, al velludo profesor de natación y se había sometido al baño espumoso de la masajista haitiana que espero haya utilizado con ella dolorosos instrumentos de penetración. Pero mi vida de gigoló, bonvivant, amante ocasional de la Reina Madre durante mi breve estadía en Inglaterra integrando la delegación nacional de polo y mis hazañas de fullero profesional habían resultado tan atrayentes como para merecer un aparte de dos páginas ilustrado con tres fotografías.
–Se la tenía guardada, comisario –exclamó con falsa admiración el sargento Orduna.
–¡Pelotudi! ¡Pelotudi! –graznó el loro. Trataba de alcanzar el ala de mi sombrero con su inmundo pico impregnado de polenta. Le pegué con la revista.
El pájaro resbaló por la espalda de Orduna, y agarrándose a su saco, aleteó desesperadamente. Pero ya había olvidado cómo volar. Le atiné un segundo revistazo. Orduna iba a reaccionar contra mí cuando el loro trató de trepar ayudándose con el pico y se prendió al lóbulo de su oreja. Mi tercer revistazo le acertó a Orduna en la frente. En el cuarto, afiné más la puntería y di de lleno sobre la cabeza del loro.
Los gritos del sargento llamaron la atención de varios paseantes y un par de puesteros vecinos que corrieron hacia nosotros. Su interpretación de la escena fue del más elemental sentido común: un anciano, valiéndose de una revista arrollada y de sus menguantes fuerzas, trataba de librar a otro del ataque de un pájaro enfurecido.
Mientras me alejaba creí escuchar el sonido de los huesos del loro al ser triturado por el enorme zapatón de un feriante.

Treinta años atrás hubiera paseado a la señorita Adela por todas las seccionales de la Capital por lo menos durante dos meses. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Irle con el cuento a Benítez?
–Le advertí, comisario –diría apenas controlando la carcajada.– El mundo actual es demasiado complicado para usted.
No soportaría los cuchicheos y las risitas del personal policial. Y Jefatura sería perfectamente capaz de volverme a enviar al Servicio Profesional.

¿Nunca le conté del Servicio Profesional?
–Algo me dijo.
–¿Algo le dije?
El reo asintió y, por un instante, me pareció estar viviendo ese mismo momento por segunda vez. Ya se me va a pasar, pensé.
El reo volvió a asentir. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Por qué asentía? La función social de un reo al ser interrogado es hablar, no asentir en silencio. ¿Qué le había dicho yo? La situación se estaba tornando inquietante.
–¿De qué hablábamos?
–Del Servicio Profesional.
¿Cómo podía ser que un detenido estuviera enterado de la existencia de un servicio exclusivo para el personal policial? Decidí sonsacarlo.
–¿Y usted que sabe del Servicio Profesional?
–Nada.
–Y si no sabe nada ¿por qué se mete?
El tipo me estaba sacando de las casillas. En cualquier momento le cruzaría la cara con un bastonazo. Debería controlarme. Además, era evidente que ya alguien le había pegado antes que yo. ¿O había sido yo?
–Yo no me meto –dijo el tipo con un gritito histérico– ¡Es usted el que me mete!
–¿Y qué esperaba? ¿Delinquir y que no lo meta preso? ¡Sepa mocito que está hablando con el comisario mayor Américo Petorutti!
¡El tipo volvió a asentir! Esto ya era el colmo.
–Tranquilo comisario. Mejor respire hondo y siéntese.
Me senté y respiré hondo. ¡Era al revés!
–Discúlpeme –dije, poniéndome de pie. Entonces respiré hondo y recién me senté –¿Así está bien?
El reo asintió. De nuevo. Como siguiera asintiendo a cada rato me iba a volver loco. Decidí cambiar de tema y hacerle una pregunta que no pudiera contestar con un cabeceo.
–¿De qué hablábamos?
–Del Servicio Profesional –dijo.
Esta vez el que asintió fui yo. Lo había madrugado y, lo más importante, recuperaba el hilo de la conversación: el Servicio Profesional.

En el Servicio Profesional conocí a la joven oficial Bellamor, una hermosa e inteligente mujer a la que su adicción a los alucinógenos arrastró al bajo mundo del Mercosur. Me sentía culpable: algo había tenido que ver en eso y no podía sacármela de la cabeza. Además, tenía bonitas piernas. Aún creía verla, a la oficial, no a sus piernas, aunque la oficial iba con sus piernas, pero no era a sus piernas a las que veía…
Me refiero a que todavía creía verla, en el momento menos pensado y en cualquier parte, hasta en el Midland, mientras regresaba de la feria de Pompeya hecho un basilisco, si es que los basiliscos matan a los loros del sargento Orduna. También, no había sido para menos…, pero no podía evitar ni ver a la oficial Bellamor ni la sensación de que los otros pasajeros del tren me observaban de reojo intercambiando sonrisas y miradas de complicidad.
Cuando bajé en la estación Barracas había tomado una decisión: revelaría toda la verdad, la verdad sobre Marita Estigarribia ¿le hablé de ella?
–Me habló.
–Bueno. Iba a revelar la verdad también sobre ella, y sobre la oficial Bellamor y especialmente sobre la señorita Adela. Toda la verdad sobre todo, a los directivos de esa revista que había publicado mis fotos, a los diarios y ante las cámaras de televisión. Destruiría a esa periodista. Nunca más conseguiría un trabajo decente y tal vez hasta acabara por engrosar los anuncios de servicios y ocupaciones útiles para el hombre y la mujer. “Adela. Señorita madura, culta, buena presencia. Mi ano contranatura está calentito para vos. Acepto TC.”
En lo que a mí respecta, ya no tenía nada que perder.
Cuando llegué, Julioscar colgaba un poster en la parte más visible del loft. Varios de sus amigos formaban un semicírculo a sus espaldas comentando con admiración. También Caról, que en realidad no se llama así pero se parece muchísimo al ingeniero químico que muestra en televisión un par de piernas más lindas que las de la Mistinguette.
–¡Ahí está! –exclamó Rita apenas traspuse la puerta– Un aplauso para el abue.
Todos aplaudieron, y me palmearon la espalda y las chicas me dieron besos. Julioscar se abrió paso entre el grupo y me estrechó en un abrazo. Luego me llevó a ver el poster. Era una ampliación del artículo de la revista, un fragmento en realidad: el recuadro con mis tres fotografías. Ocupaba casi toda la pared.
Mi vieja heladera Siam del 46, el poster y yo somos el orgullo de la casa. “Super”, exclaman las amigas de Julioscar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario