domingo, 10 de octubre de 2010

8. El caso de los gastronómicos espías


–Fue un jueves, de eso no le quepa la menor duda.
A veces me pregunto si el amigo de Rita no será medio lelo. Se me queda mirando, sin responder a mis preguntas, ni siquiera cuando se las hago. Para no ser menos, yo también guardé silencio y lo miré a los ojos. Luego de un rato, asintió.
–Así me gusta –dije–. ¡Sepa que mi palabra es un documento!
Volvió a asentir.
–Sí ¿qué?
–¿Qué? –farfulló.
–Eso le acabo de preguntar, mocito.
El tipo es realmente un pusilánime. No entiendo cómo Rita pierde el tiempo con él, aunque, bien mirada la cosa, quien perdía el tiempo era yo, porque Rita no estaba ahí.
–¿Dónde está mi nieta? –pregunté, súbitamente inquieto por el paradero desconocido de Rita.
El lelo suspiró.
–¿Por qué no retomamos el hilo de la historia, comisario?
–Me parece muy bien –repuse satisfecho, aunque un poco inquieto por no estar muy seguro de qué historia hablaba–. Continúe, entonces.
–Me decía que fue un jueves.
Ya veía que así no iríamos a ningún lado.
–¿Quién le decía?
Usted me decía.
¿Por qué diablos yo le iba a decir que había sido un jueves? ¿Qué había pasado un jueves?
–Los jueves jugaba al dominó en El Español –le expliqué–. Lo recuerdo perfectamente porque lo tengo anotado.
Hace años comprobé la eficaz ayuda que los ayudamemorias prestan a la investigación policíaca. A fin de facilitarme la tarea, mi nieto Julioscar colgó un útil pizarrón de corcho en mi área del loft, a un costado de la heladera Siam del 46. Con unas chinches de colores fijo ahí breves recordatorios. Varios de ellos dicen: “Jueves, dominó, Español”. Otros, son más específicos: “Jueves, dominó, Español, Bolívar y Estados Unidos”. Me ayudan a no deambular los jueves, sin ton, ni son, en busca de algún español con quien jugar una partida de dominó.

Asesinato en El Español
Fue justamente un jueves cuando, luego de colocar el doble seis, Pérez me miró con sus diminutas pupilas de roedor ibérico.
–Juegue.
Yo no iba a desaprovechar semejante pie para reiniciar nuestra conversación del mes anterior. Dije:
–Así que había sido un agente comunista...
–¡Silencio! Hable más bajo, pedazo de botara…
Metí mi mano dentro del saco, bajo la axila izquierda. Pérez palideció. Extraje el frasco de Expectoran Plus y bebí un sorbito.
–Continúe. La historia de García y Stalin que me contó los otros días me resultó apasionante.
–¡Pero me cajo en la puta madre!
Pérez miraba estupefacto la verde superficie del linóleo donde brillaban, solitarios, su doble seis y mi seis-dos. Su mano izquierda se dirigió, temblorosa, hacia el pozo. Dio vuelta un dos-cinco y sonrió.
–Soy un hombre de suerte.
Simulé reflexionar. Lo tenía en mis manos y quería gozar todo lo posible de mi revancha.
–Por eso se salvó de los fascistas...
Y sin darle tiempo a responder coloqué el cinco-seis.
Gruesas gotas de sudor le brotaban en la línea de nacimiento del pelo y se escurrían a lo largo de su frente. Pude notar que llevaba dos coronas de oro en el lado izquierdo de la boca y un puente entre el primero y el tercer molar inferior derecho.
Robó tres fichas hasta dar con la adecuada y la colocó sin hacer ningún comentario. Ya no sonreía y en sus ojitos despuntaba un brillo de alarma.
–Se le acabó la suerte.
–No diga usted eso... –suplicó con un hilo de voz–. En mi oficio resulta fundamental.
Lo observé revolver el pozo con avidez mientras me preguntaba por qué la suerte resultaría un factor fundamental en la vida de un gastronómico jubilado. Dio vuelta una ficha y suspiró con alivio.
Me tocó robar a mí. Sin embargo, Pérez ya no exhibía su sonrisa sarcástica y hasta parecía ausente, ensimismado en sus tribulaciones.
–Cuando vi a García sentado a la diestra de Stalin comprendí que todo estaba perdido. ¡Era un agente fascista!
Bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
–Pero yo tenía mi propio agente infiltrado en el riñón del régimen –prosiguió–: Montserrat Puig. Di instrucciones a Vázquez para que la llevara a Moscú.
–¿Qué Vázquez?
–El mozo de la mañana, ¿no lo recuerda? –repuso con naturalidad– Pertenecía al POUM, pero en realidad era un agente de la Checa. En honor de verdad, el mejor que he visto a lo largo de mi carrera: jamás lograron descubrirlo. Con decirle que fue él quien señaló a los fascistas la verdadera ubicación del escondite de Trotski.
–A los estalinistas –corregí– Conozco la historia: Ramón Mercader lo asesinó con un pico de andinista.
–¡Ese no era Trotski, hombre! Fue por eso que Mercader, un agente trotskista, desfiguró a su víctima con el pico. El auténtico Liev Davídovich Trotski estaba oculto en Buenos Aires, donde tenía un corretaje de café en grano. Y fue buscándolo que mil trescientos cincuenta y seis españoles vinimos a este país de indios y bárbaros como ustez, pero, eso sí, cada uno por su lado. Claro que al cabo de un tiempo, de tanto discutir en los cafés de Avenida de Mayo, algunos acabamos por hacernos compinches y pusimos un bar. Además, de ese modo podíamos mantenernos bajo vigilancia los unos a los otros.
Recordé al otro mozo de la mañana, el asturiano que no se cansaba de hablar de la dinamita.
–López, un anarquista –explicó Pérez.
Rebuscó entre las fichas, levantó una y volvió a cagarse, esta vez en la Virgen desatanudos. Luego añadió:
–Lo usábamos como cobertura. Al fin y al cabo él era un verdadero exiliado. Juega usted.
–¿Qué?
–Que ponga una ficha. Estamos jugando dominó.
Me pareció que Pérez no había colocado la suya, pero no podía asegurarlo. El catarro, que me obligaba volverme hacia un costado para toser, me impedía seguir el juego con la debida atención. Tomé un nuevo traguito de jarabe.
–Monsterrat Puig se convirtió en mi amante –decía Pérez–. Una vez al año viajaba a la Unión Soviética a copular, que buena falta le hacía. ¿Qué le parece?
–Que juega usted.
Pérez parpadeó.
–¿Ya?
Había acumulado una gran cantidad de fichas y su mano temblequeaba como en sus buenas épocas de gastronómico. Asentí con un cabeceo, sonriendo para mis adentros. Después de diez años estaba, por fin, a punto de ganarle una partida.
–Pero cometí un error fatal –dijo, sin jugar–. Durante una de mis visitas, mientras tomábamos unas botellas de vodka en mi dacha de las afueras de Moscú, revelé a Montserrat su verdadera identidad. Imagine su frustración: hasta ese momento la pobre creía ser un fascista homosexual. En cuanto supo que en realidad era una cupletista ninfomaníaca, creyó haber perdido todo su sex appeal. Desde entonces juró matarme y, en venganza, se alió a los requetés. Juegue.
A pesar de su evidente esfuerzo por distraerme, gracias al Expectoran Plus yo había conseguido mantenerme alerta.
–No. Usted juega.
–Le toca a ustez –insistió Pérez.
–De ningún modo. Estas dos fichas las coloqué yo.
–Pero no sea cabrón y mal perdedor, hombre.
–Lamento informarle, señor Pérez, que yo estoy ganando la partida.
Se alzó de hombros.
–Eso nunca se sabe hasta llegar al final. Y luego, ya no importa.
En un juego donde el perdedor abonaba las copas su filosofía carecía de utilidad práctica.
–Beria nunca me lo perdonó –suspiró Pérez.
–¿De qué habla? Juegue de una vez.
–Del comisario del Pueblo para Asuntos Internos Laurenti Pávlovich Beria. Montserrat se había convertido en un mito para los soviéticos. Imagínese lo que significó para ellos que de buenas a primera se volviera requeté.
No había hecho el menor amago de robar otra ficha.
–No hable tanto y siga jugando.
–Ustez siempre preocupado por tonterías, Petorutti. Mientras en el café se libraba la más importante batalla de la guerra fría, ustez nos fastidiaba con sus procedimientos en busca de quinieleros.
–Era mi trabajo –tosí.
Sonrió de costado. Una mueca desagradable deformó su rostro.
–Lo único que ambicionaba era el soborno, el sobre que todos los meses pasaba a recoger el comisario Requena.
Tuve un vahído. Requena podía ser capaz de las más grandes canalladas, pero ¿soborno?
–Y después –prosiguió sin abandonar su sonrisa torcida– lo repartía con ustez.
Me puse de pie de un salto.
–¡No le permito!
Pérez también se incorporó, pero apoyándose en un ángulo de la mesa, que se inclinó hacia un costado. Las fichas de dominó se deslizaron por el linóleo y cayeron en el piso de mosaico con un tintineo de campanillas.
–¡Tablas! –exclamó Pérez.
–Pero hijunagran...
Tanteaba el respaldo de mi silla en busca del bastón cuando desde el mostrador, detrás de la bandeja posavasos, se escuchó la voz de Zúñiga, el propietario del establecimiento.
–¡Pérez, teléfono para ti!
Pérez sonrió, me dirigió una leve inclinación de cabeza y se encaminó hacia un antiguo teléfono de vela que, con el auricular descansando sobre el mostrador, se erguía junto a la caja registradora. Pensé detenerlo, obligarlo a admitir su derrota, pero el catarro volvió a jugarme una mala pasada.
Llegó junto al mostrador, aferró la vela con la mano izquierda, acercó la bocina a su boca y colocó el auricular en su oreja derecha.
–Hola –dijo antes de girar sobre sí mismo, con los ojos y la boca muy abiertos. Quedó un instante, de pie, con la mirada perdida y cayó al suelo arrastrando consigo el aparato telefónico.
Corrí hacia él. El auricular permanecía adherido al costado derecho de su cabeza. Por la oreja izquierda asomaba el extremo ensangrentado de un estilete.
Tomé el resto de jarabe que aún quedaba en el envase, salí del bar y recién al llegar a mi casa atiné a llamar al comando radioeléctrico.

Una amenaza telefónica
Cuando corté la comunicación después de denunciar al comando radioeléctrico el asesinato de un gastronómico en San Telmo, me quedé mirando el teléfono.
–¿Qué hacés abuelo? –me preguntó Julioscar cuando volvió de su trabajo.
Parpadeé, recordando que estaba en el loft. Había anochecido.
–Estaba viendo si funciona el contestador –me apuré a responder.
¿Sabe qué pasa, Sandrini?
–No soy Sandrini –me contestó un tipo de anteojos que no sabría decir si era alto o bajo. Se entiende: estaba sentado frente a mí y me miraba con atención–. Soy el doctor Glazer, de Ginebra –agregó.
–En uno de mis casos tuve oportunidad de conocer a un homicida chileno que se hacía llamar Glazer. Era bizco. No como usted.
El tipo meneó la cabeza.
–El único Glazer que usted conoce soy yo.
Me alcé de hombros. Daba igual cómo se llamara el tipo. La cuestión era contarle lo del teléfono. Ocurre que tengo en casa un contestador automático. Nuevecito. Lo compré luego de verme obligado a impostar la voz, fingiendo ser un aparato electrónico, ante las insistentes llamadas de una buscona que decía trabajar de adicionista en no sé qué cabaret del Bajo. A veces, hasta recuerdo escuchar los mensajes.
Hoy encontré uno del comisario Benítez, que comenzó a teclear sus primeros sumarios cuando yo ya estaba a punto de jubilarme.
“Se lo advertí, comisario”, dijo el contestador, imitando asombrosamente la voz de Benítez.
Mi mente estaba en blanco y así permaneció. Bastante es con que me acuerde de Benítez como para encima tener que recordar sus advertencias.
¿Y por qué me advertía? Miren el tupé del mocoso: hacerme advertencias a mí, nada menos. Me pregunté si no me habría estado amenazando. Sandrini dijo que le parecía improbable.
¿Qué hacía ahí Sandrini? Si yo había estado hablando con el doctor Glazer.
Sandrini dijo que yo lo iba a volver loco.
Sonreí para mis adentros: el tipo estaba por confesar. Pero había algo extraño, perturbador, que me hizo sospechar. Lo miré con atención: no era Glazer, definitivamente, pero tampoco Sandrini. Se trataba de un impostor: no le llegaría ni a la barbilla al auténtico, un hombre alto y calvo, muy bien plantado. Lástima que usara peluquines estrafalarios y en el momento menso pensado el muy maricón se largara a llorar. Un tipo tan grandote... si daba pena, hasta vergüenza ajena, y un poco de indignación. Más de una vez mi hija tuvo que hacerme sentar en la butaca del cine mientras varios comedidos, amparándose cobardemente en el silencio de la sala, chistaban para acallar mis protestas.
No era raro que el petisito se hiciera pasar por Sandrini: muchos locos creen ser personajes famosos. Lo raro era que supiera tanto de mí. Comprendí la razón en cuanto reanudó su interrogatorio.
–Seré curioso –dijo, como si no me hubiera dado cuenta–, ¿cómo es que sabe tanto de la guerra civil española.
–Por consejo de mi abogado, no voy a responder las preguntas de un detenido.
Yo no tenía ningún abogado, pero el truco funciona. Sandrini permaneció en silencio, pensativo, mientras me solazaba para mis adentros. No iba a darle el gusto de revelar nada acerca de la íntima amistad que me había unido a la bibliotecaria de la Casa del Pueblo. Marita Estigarribia, una mujer de belleza arrebatadora.
A veces, cuando pienso en ella acabo evocando a la oficial Bellamor oprimiendo sus rodillas contra las mías en un coche de alquiler.
Lo que no consigo recordar es qué hacíamos con la oficial Bellamor en un coche de alquiler, aunque tengo la seguridad de que fue culpa de Pérez, un mozo de bar que resultó ser un peligroso agente del Komintern. Lo habían asesinado ante mis propios ojos por medio de un sofisticado artilugio implantado en el teléfono. ¡Qué no inventan hoy día!
Recuerdo perfectamente las facciones del asesino. Subió a bordo del S.S. Río Santiago en el puerto de Santos. Me lo señaló Mesic, un asesino serial croata que fumaba en cubierta vigilando el muelle. Lo llevaba detenido a Estados Unidos, donde se haría famoso y moriría electrocutado, o en la cámara de gas o ganaría un Oscar, algo así como eso.

Un agravio innecesario
El comisario inspector Bermúdez escuchó mi relato en silencio, sin mostrar el menor signo de impaciencia, ni siquera cuando, muy ostensible, dudé del destino final de Milan Boleslao Mesi.
Bermúdez tenía los ojos semicerrados y una de las comisuras de su pequeña boca, en forma de corazón, se arqueaba levemente hacia la izquierda. Se enderezó en el asiento.
–¿Es todo?
–¿Le parece poco?
–Más que suficiente –suspiró Bermúdez–. Lo que no entiendo es la relación entre el doctor Glazer de Ginebra, un carnicero croata en un barco atracado en el puerto de Santos y el supuesto asesinato de su amigo un bar de Montserrat.
–¡No era mi amigo! ¡Era un agente soviético!
Yo me había incorporado a medias y aferraba el puño de mi bastón de un modo inconsciente pero, mucho me temo, también amenazador. Bermúdez adelantó las manos.
–¡Y no fue un asesinato supuesto! ¡Yo mismo pude ver el cadáver!
–Tranquilícese, comisario. Quería saber si había terminado.
Respondí con un seco “Sí”.
–Y pretende que investigue. Me lo imaginaba. Es lo que todo el mundo espera del DPOC. Supongo que los confunde el nombre de la Dirección. Cuando nos llamábamos Coordinación Federal la cosa era más sencilla, y nuestra tarea, mucho más acotada, pero Protección del Orden Constitucional despista hasta al presidente. Un opositor se tira un pedo, y ya está el ministro de Interior llamándome por teléfono, así sean las cuatro de la mañana. Claro, todo pertenece al orden constitucional y esperan que yo lo proteja. Pero sepa que apenas cuento con una plantilla de sesenta efectivos, ochenta eventuales afectados a distintos casos y un par de cientos de informantes pagos. Le confieso que a veces me gratifica eso de ser El Defensor de la Constitución, pero no soy Superman, comisario. ¡No soy Superman!
Nunca me gustaron los policías especializados en las investigaciones políticas. Supongo que algo tenía que ver en esto el comisario Requena, quien saltó de la seccional Balvanera Sur a la jefatura de Investigaciones gracias a su vinculación con un grupo de militares golpistas. Pero en este caso las fuerzas del orden público (o constitucional, como insistía en denominarlo Bermúdez) debían tomar cartas en el asunto. El antiguo café Gran Visir había sido un nido de espías peor que el Grand Hotel Berlín.
Bermúdez suspiró. Tenía un aire demasiado melancólico para mi gusto.
–Vamos por partes –dijo–. En primer lugar, el caso de espionaje, como usted le llama, ocurrió hace mucho tiempo.
Fruncí el ceño: ¿acaso el delito había prescripto?
–Me refiero –prosiguió Bermúdez con liviandad– a que esos viejos están ahora todos caducos.
–Tienen más o menos mi misma edad...
Al advertir el temblor de mi barbilla y mi puño crispado sobre el bastón, Bermúdez adelantó nuevamente sus manos regordetas.
–Están jubilados, eso quise decir. Esos tres espías son ahora ancianos inofensivos.
Apartó las manos a tiempo y mi bastón chasqueó sobre la tapa del escritorio.
–En primer lugar, mocoso inoperante, Pérez acaba de ser asesinado hace apenas dos días.
Bermúdez se acurrucó en la silla. En su rostro fláccido habían aparecido unas cuantas motitas rosadas.
–Y los espías –añadí, descargando un nuevo bastonazo que destrozó su portalápices de plástico, imitación mármol– no eran tres, sino cuatro. Cuando me inclinaba sobre el cadáver de Pérez miré hacia el mostrador y vi, como en un celaje, la silueta de un hombre ancho, fornido, de baja estatura: era el anarquista López. Surgió de detrás de la bandeja posavasos y desapareció en la puerta que da a la calle Chile.
–Como en un celaje... – murmuró Bermúdez. Luego se enderezó en el asiento y me miró con interés.
–¿Sabe comisario? Usted debería dedicarse a la literatura. ¿Nunca pensó en escribir sus memorias?
En ese entonces yo ignoraba la riqueza de las experiencias acumuladas a lo largo de mis noventa años de vida, pero ya habían comenzado a preocuparme ciertos olvidos sorpresivos, como para no percibir en las palabras del comisario inspector el tono inconfundible de la cachada. Más adelante pensé si acaso el pobre Bermúdez no habría realmente presentido mis condiciones literarias. En todo caso, fui un poco injusto. Mi bastón lo alcanzó en un costado de la cabeza.
Bermúdez pegó un grito y llevó una mano hacia su oreja mientras con la otra se cubría el rostro.
Cuando el cabo de guardia entró al despacho, alarmado por los gritos, yo estaba de pie junto al escritorio enarbolando mi bastón ante el aterrorizado Protector del Orden Constitucional.

Federal en comisión
Algunos días después del desagradable incidente con Bermúdez y mi expulsión del señero edificio del Departamento Central de Policía, el subcomisario Santiago me recibía en la puerta de su despacho.
–¡Comisario Petorutti! Adelante, pase por favor.
Me acompañó hasta el interior, arrimó una silla frente al escritorio y me quitó el bastón.
Confundido por tanta amabilidad, no atiné a oponer resistencia.
–Así estará más cómodo. Y, si me permite decirlo –añadió con una risita–, todos nos sentiremos un poquitín más seguros.
Lo estudié con atención. Era la viva imagen de su padre, compañero mío en la escuela de oficiales. Estatura mediana, pelo lacio, rostro anguloso con un poblado mostacho que le daba una expresión de fiereza, inmediatamente desmentida por su tartamudeo y un tic en el ojo izquierdo que lo había inhabilitado de por vida como jugador de truco. Ni el padre ni el hijo habían logrado librarse de la sombra del abuelo, el célebre comisario Santiago, Jefe de Investigaciones en tiempos de don Hipólito y responsable de haber enviado al comisario Requena a investigar ilícitos en la puna jujeña.
Nunca dejé de lamentar el retiro de Santiago, pero mis sentimientos de veneración hacia él no eran compartidos por su hijo y –supuse– tampoco por su nieto. Les sucedía lo mismo que a todos los descendientes de las grandes personalidades: jamás logran recuperarse del sentimiento de inferioridad que les produce la inevitable comparación con sus ancestros. El joven y sonriente subcomisario Santiago cargaba con la misma cruz que su progenitor.
–Mi padre le manda muchos saludos –dijo.
Le agradecí, con un cabeceo, y pregunté por su abuelo.
–Falleció hace treinta años.
Traté de disimular mi confusión. A veces, la memoria me juega malas pasadas.
–Lo sé. Y ahora que recuerdo tengo que ir a presentar mis respetos a la viuda, además de hacer lo propio con la abuela de un ascensorista.
El subcomisario tuvo la delicadeza de cambiar de tema. Tal vez para él también fuese un alivio, pues hablábamos de su poderoso abuelo, pero de todos modos se lo agradecí mentalmente.
–He sabido que tuvo algunos problemas con el comisario inspector Bermúdez.
Ese gordinflón pusilánime ya le había ido con el cuento a la superioridad. Así que por eso me habían citado del Departamento.
–Hay muchos casos como el suyo –añadió Santiago.
–¿Si? –pregunté con interés.
Santiago asintió.
–Supongo que será debido a la tensión del mundo moderno, usted sabe – hizo un gesto vago con la mano–. El aceleramiento, los cambios vertiginosos y todo eso.
Si los cambios vertiginosos “y todo eso”, como ambiguamente lo había descrito el subcomisario, tenían algo que ver con los correctivos bastonazos que yo había aplicado a Bermúdez, el pobre debía tener el lomo cocido a golpes. No, Santiago estaba en un error.
–Le pegué porque es un gordo presumido e irrespetuoso.
–Sí, sí. Es lo que dicen todos.
¿Todos? ¿Cuánta gente le había pegado a Bermúdez? Por un momento me sentí un abusador. Pero se lo tenía merecido. Y en todo caso, si no podía defenderse a sí mismo mal podría proteger el Orden Constitucional. De todos modos debía dar una explicación. No quería que mi trayectoria quedara mancillada por un asunto de menor cuantía
–No lo sabía –dije–. No soy de la clase de persona que hace leña del árbol caído.
Santiago me miró con curiosidad. Y, una vez más, cambió de tema.
–Le he concertado una cita con la oficial Bellamor.
–¿Una mujer? ¿Y la cree suficientemente capacitada?
Santiago suspiró. Por un momento me pareció que emanaba un aire a cansancio, a hastío, un penetrante efluvio a fatiga moral. Pero inmediatamente después, exhibió su dentadura en una sonrisa juvenil.
–Es una oficial muy experimentada y está a cargo de muchos casos como el suyo.
Una experta en espionaje. Bien, bien.
–Gracias, subcomisario. Y saludos a su señor padre.
–Le serán dados –Santiago abrió la puerta del despacho y me palmeó la espalda–. Hasta pronto, comisario. Y ande con cuidado.
Sonreí y le guiñé un ojo.
–El zorro pierde el pelo pero no las mañas.
–No comprendo...
–Quiero decir –añadí, algo irritado– que he sido policía durante más de cuarenta años. Sé cómo cuidarme.
–Si –dijo Santiago–, pero tengo entendido que no le renovaron el registro.
–¡Ese oculista era un inepto!
Santiago volvió a palmear mi espalda.
–Conduzca con cuidado. Y la próxima vez no estacione su automóvil sobre la avenida Belgrano. Está prohibido ¿sabe?
–Federal en comisión.
Santiago suspiró. Sí, era hastío. Probablemente había tenido un día muy agotador.
–Quiere decir que soy un policía...
–¡Ya se lo que quiere decir! –exclamó– ¡Mi abuelo lo repetía cada vez que yo golpeaba la puerta del baño! Se encerraba ahí horas y horas –añadió, ya algo más calmado–, y cada vez que uno pretendía hacer sus necesidades, desde adentro mi abuelo contestaba: “Federal en comisión”.
–Lo siento –tosí.
Nuevamente, el catarro había comenzado a fastidiarme.
–Usted también está retirado, comisario, así que no me joda con esas pelotudeces. Y ahora váyase, y tenga cuidado al poner en marcha su automóvil.
–¡No soy un inútil!
Me coloqué el sombrero y caminé por el corredor. Santiago me gritó algo, pero no me detuve para escucharlo. Creo que quería decirme que me habían colocado un cepo en la rueda delantera izquierda. Avancé a los saltos unos veinte metros antes de darme cuenta.

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