lunes, 8 de noviembre de 2010

9. Una ligera intoxicación


La oficial Bellamor era una bonita muchacha de no más de treinta años, grandes ojos negros, pelo recogido en un prolijo rodete, y lentes de aumento. Cuando la conocí los llevaba colgando del cuello con un cordel. Y vestía de civil.
–Razones de servicio –explicó, cruzando las piernas con coquetería.
–Comprendo.
Pareció sorprendida.
–¿De veras?
–He sido policía desde antes que naciera su madre.
–¿Cómo lo sabe?
¿Cómo sabía qué? Esa mujer comenzaba a exasperarme.
–Si estamos en una misión secreta es lógico que no vista uniforme.
–Bueno, yo no diría tanto como secreta –rió la oficial Bellamor sacudiendo un par de robustos y turgentes pechos–, pero podríamos muy bien llamarla discreta.
Yo conservaba la posición de firme, junto a la puerta. Me invitó a tomar asiento. En realidad dijo: “Póngase cómodo”, un formalismo estúpido. Si hubiese querido estar cómodo habría ido con mis pantuflas. O directamente me quedaba en casa, apoltronado en la mecedora, con una copita de jerez a mi lado y una película de Spencer Tracy en el televisor. Eso es lo más aproximado a mi idea de estar cómodo.
Con esto quiero decir que empezamos mal. Había algo exasperante en esa mujer. Tal vez una noción errónea de la autoridad, o una ambición descontrolada. Probablemente sentía la necesidad de demostrar superioridad. Como sea, el caso fue que desde un principio se comportó conmigo de un modo ¿cómo decirlo? complaciente sería la palabra, aunque, mucho me temo, que maternal definiría con mayor precisión esa actitud suya, esa sutil combinación de indulgencia, severidad y sobreprotección. Exactamente como lo haría con un chico de doce años.
Me recordó a mi hija.
Cuando vivía con ella, mi hija acomodaba el nudo de mi corbata, me daba un beso en la mejilla y justo cuando yo abría la puerta para salir, no tenía mejor ocurrencia que preguntar: “¿Llevás pañuelo, papá?”
No es justo que a cierta altura de la vida uno se vea obligado a responder a preguntas de esa clase. Más aún si tomamos en cuenta que yo jamás he pisado la puerta de calle sin llevar dos pañuelos: uno para mi uso personal, y el otro, llegado el caso, para enjugar las lágrimas de una dama. Ellas nunca llevaban pañuelo. Y se les corría el rimmel. Ahora, en cambio, usan kleenex
¡Imagínense!
Si en mis tiempos yo me llegaba a sonar la nariz con un pedazo de papel mi padre me daba vuelta la cara de un cachetazo.

Mi padre era muy severo. Y nos educó en la estricta observancia de las normas de la moral, las buenas costumbres y el respeto a las jerarquías, comenzando por la suya. Era un gigante hosco que repartía mandobles desde la cabecera de la mesa. Así y todo, no pudo librarse del despiadado amor de mis hermanas. Creo que ellas fueron realmente felices recién cuando la enfermedad postró a mi padre ya definitivamente. No podía arreglarse solo casi para nada, y se le fue quebrando la voz. Supongo que algo tuvo que ver en esto la costumbre de mis hermanas de cambiarle la sonda más a menudo de lo razonable.
No imagino peor modo de morir que a manos de una mujer piadosa.

La oficial Bellamor, debo reconocerlo, me escuchó con atención. Yo había contado la historia de mi padre de pie, casi sin toser, en un tono algo apasionado, sintiendo cómo la ira bullía en mi interior. La firmeza de mi voz se atenuó en el instante en que evoqué el mudo pedido de auxilio que debí haber leído en los ojos de mi padre. Pero en ese momento yo era un oficial joven, fuerte, seguro de mí mismo –Requena todavía investigaba ilícitos en la Puna– y no tenía idea del daño irreparable que puede ocasionar la conmiseración femenina.
Todavía me pesa el no haber hecho algo por él. Me limitaba a besar su frente ya marchita y partía a cumplir con mi deber dejándolo a merced de mis hermanas.

La oficial Bellamor echó una mirada a su reloj pulsera.
–Bien, comisario. Pero se nos pasó la hora. Si le parece nos vemos el viernes próximo. Entretanto, piense en lo que hemos hablado.
¿Hablado? El único que lo había hecho era yo.
–Pero si ni siquiera entramos en tema –protesté.
–No crea –repuso la oficial con una sonrisa–. Por ser la primera vez lo ha hecho usted muy bien.
Asentí, complacido. La vanidad suele jugarnos malas pasadas.
Bellamor estrechó mi mano con la suficiente firmeza como para que yo no olvidara que era una oficial de policía, pero sin exagerar, recordándome a la vez que también seguía siendo una mujer en el apogeo de su turgente feminidad.
–Nos vemos el viernes.
–Pero todavía no hablamos de Pérez...
–Tiempo al tiempo, comisario. Ya llegaremos a eso.
“Tiempo al tiempo”. Me gustó.
Prefiero, por así decirlo, el ritmo cansino de la Scotland Yard al desenfreno de los detectives norteamericanos. La paciencia rinde mejores frutos que el empeño impetuoso, a menudo irracional, de los policías modernos. Eso sí, me resultó algo extraño que fuera precisamente una joven quien me lo recordara.
Caminé satisfecho a lo largo de los entrañables pasillos del Departamento, observando con simpatía los rostros de los nuevos efectivos. Detrás del desagradable desaliño que en su momento me había impulsado a elevar –junto a un centenar de retirados– una nota formal de protesta a la superioridad, creí ahora entrever un reservorio moral y profesional –del que la oficial Bellamor se había transformado casi en un paradigma– capaz de retornar a la Federal a la altura de las mejores del mundo.

En el lugar de los hechos
Lamentablemente, también en el caso de la oficial Bellamor se cumplió el viejo axioma de que la primera impresión es la que vale. Demostró ser una vulgar entrometida.
–Hábleme de su madre– dijo en nuestro segundo encuentro.
Tuve un acceso de tos. ¿Por qué iba a hacer yo semejante cosa? La camaradería, que se nutre de compartir tareas comunes, no debe confundirse con una excesiva familiaridad. En caso contrario ¿hasta dónde llegaríamos? Uno comienza por las confesiones íntimas y acaba llevándose a la cama a su compañero.
Suena repugnante ¿verdad?, pero téngase en cuenta que en este caso mi compañero era una mujer, aunque yo hiciera todo lo posible por negarme a verla de esa manera. Quiero decir, mis esfuerzos por ignorar los extremos de sus pechos constriñendo el delgado tejido de su tricota eran realmente denodados. Fuera de eso, me la imaginaba debajo de la falda azul marino exactamente igual a las muñecas plásticas con las que solía jugar mi hija, esas que no hacen pipí. Jamás fui partidario de los juguetes escatológicos, ni parlantes. Mucho menos de los robots autopropulsados: limitan la imaginación de los niños.
Contra eso precisamente luchaba yo mientras la oficial Bellamor preguntaba por mi madre, contra mi imaginación, tal vez sobre incentivada por la billarda, el dinenti y los demás juegos premecánicos de mi infancia.
De haber sido otras las circunstancias me hubiese abandonado a la peligrosa familiaridad que la oficial pretendía introducir en nuestra relación, pero el cadáver de Pérez, con el extremo ensangrentado de un estilete asomando de su oído, seguía en mi mente y se superponía a la redondeces de mi compañera, recordándome las razones que me habían llevado al Departamento Central de Policía.
–Prefiero que hablemos de Pérez –dije al cabo de un rato.
–Significa mucho para usted... ¿verdad?
¡Qué ocurrencia! Por supuesto que un asesinato perpetrado en mis narices tenía que significar algo para mí.
–Se lo voy a preguntar de otro modo –dijo la oficial Bellamor tomándose todo el tiempo del mundo para seleccionar sus palabras– ¿Qué era Pérez para usted? Quiero decir: ¿qué papel jugaba en su vida?
Me encogí de hombros.
–Un mozo.
La oficial asintió con un cabeceo y anotó algo en su cuaderno.
–¿Y que clase de vínculo... los unía?
Era una pregunta difícil. Podía haber contestado: el dominó, pero hubiera sido una respuesta muy imprecisa.
La oficial Bellamor intentó romper mi mutismo con una nueva pregunta.
–¿Diría usted que Pérez era muy buen mozo?
–En absoluto. Tenía experiencia y se comportaba de un modo muy profesional, pero temblaba demasiado.
Bellamor no consiguió disimular el asombro.
–¿Temblaba?
–Si, su mano. Usted sabe.
Hizo unas nuevas anotaciones en su cuaderno.
–¿Y eso le resultaba a usted una arista irritante, o por el contrario, algo que lo atraía de su comportamiento?
Jamás se me había ocurrido verlo en esos términos, aunque debo admitir que no resultaba muy agradable recibir la mitad del café dentro del pocillo y la otra mitad volcada en el plato. Pero ya no iba a responder más preguntas inconducentes.
–Quiero saber –dije– cuando vamos a ir al lugar de los hechos.
La oficial Bellamor pareció dudar.
–No es lo usual...
Estuve a un tris de perder los estribos. Podían inventar todos los días nuevos métodos investigativos pero ninguno prescindiría de la observación de la escena del crimen.
–Aunque en este caso –prosiguió luego de echar una mirada a su reloj– podríamos hacer una excepción. Mi turno termina dentro de diez minutos.
Salimos por la puerta de Virrey Ceballos. Había dejado mi automóvil estacionado a sólo media cuadra del Departamento, sobre Moreno, estaba seguro; exactamente frente a una marroquinería.
–Lo recuerdo porque me quedé un rato admirando el repujado de esas botas. ¿Ve? Esas que están ahí.
La oficial Bellamor me tomó del brazo.
–Tranquilícese, comisario. Se lo habrán robado.
¿Robado? ¿A mí? Y esa mocosa lo sugería así, lo más campante.
–Pero ¿qué clase de policía es usted?
–Del Servicio Profesional –repuso–. Pensé que ya lo sabía.
Qué podía saber yo si luego de veinte años de retiro ignoraba hasta la existencia misma del “Servicio Profesional”. En mis tiempos ese término aludía a una ocupación muy específica, en un todo reñida con una normal actividad policial. No era posible que el organigrama hubiera cambiado hasta ese punto. Tomé un traguito de jarabe y me cuidé de hacer algún comentario. Bellamor acudió en mi auxilio, sin proponérselo.
–Más probablemente –dijo– se lo haya llevado la grúa.
Hablaba de mi automóvil, no del organigrama, aunque por un momento tuve la imagen de una gigantesca grúa manejada por un acicalado proxeneta polaco arrancando de cuajo el edificio del Departamento Central de Policía. Tenía que hacer algo con el jarabe para la tos.
“Es buenísimo, abue” –había dicho Julioscar cuando deshice el envoltorio de la farmacia.
En un principio supuse que se refería a las propiedades curativas del medicamento, pero luego comencé a tener extrañas visiones. Como la de la grúa. O los mamelones de la oficial Bellamor atravesando la apretada trama de su jersey.
Cuando recuperé una adecuada percepción de la realidad, estaba junto a la oficial Bellamor en el asiento trasero de un automóvil de alquiler. Su falda se había levantado hasta la mitad del muslo y nuestras rodillas se rozaban cada vez que el conductor hacía una maniobra brusca. Preferí mirar por la ventanilla. Y me eché otro trago de Expectoran Plus.
En un santiamén llegamos al Español, la escena del crimen. Entramos por la puerta de la ochava. Inmediatamente, las cabezas de los escasos parroquianos se volvieron hacia la oficial.
–No es lo que esperaba –dijo ella cuando nos sentamos a la mesa junto a la ventana de la calle Estados Unidos.
–Es uno de los pocos bares que se han mantenido intactos en los últimos cuarenta años.
–Y desde entonces a nadie se le ocurrió pasar una escoba.
La oficial decía eso porque todavía no había probado el café. Sabe como si hubieran escurrido el trapo de piso dentro del pocillo. No la detuve cuando pidió un express; tal vez una buena lección le bajara un tanto los humos. Yo opté por un aperitivo Lucera.
La oficial Bellamor echó un vistazo a su alrededor.
–Así que acá se encontraba con Pérez.
–En esta misma mesa, año tras año, todos los jueves.
–Es un lugar un poco deprimente ¿no le parece?
–¿Qué esperaba encontrar? ¿Un dancing?
Lanzó una carcajada burbujeante
–¿Y a qué hora empieza la movida?
–No comprendo...
–¿Cuando llegan...?
En ese momento Bellamor llevó a sus labios el pocillo conteniendo el brebaje espeso, amarronado, de consistencia y, lo que es peor, gusto semejante al barro, sobre el que, previamente, como en una ceremonia ritual digna de mejor fin, había volcado dos gotitas de edulcorante.
Me echó una mirada al estilo Paulette Goddard, revoleando los ojos, súbitamente ribeteados con una aureola escarlata, y apretó los labios. Después tragó. Y comenzó a toser. Y siguió tosiendo, arqueada sobre sí misma como un senador romano en un vomitorio público, hasta que le alcancé mi frasquito de jarabe. Despistada por su gustillo dulzón, o aturdida por las convulsiones, lo confundió con un naranjín y lo vació de un trago.
Mientras ella secaba sus ojos con mi pañuelo de reserva, tomé el envase de Expectoran Plus y me lo eché al bolsillo.
–Gracias –dijo, descargando su nariz en el pañuelo. Rogué por que no intentara devolvérmelo. Tosió un par de veces más, se limpió los labios y miró con aire preocupado el tono rojizo de su saliva (restos del Expectoran, sin duda).
–¿Qué me dio?
–Un remedio que me recetaron en el Pami.
Asintió con un cabeceo. Otra incauta convencida de la inocuidad de los productos medicinales.

Expectoran Plus
Después de vaciar de un trago el frasco de Expectoran Plus, la oficial Bellamor dejó de toser. Miró las paredes del bar con cierta aprensión.
–No lo puedo creer ¿Está seguro de que aquí se encontraba con Pérez? El ambiente es medio deprimente ¿no?
Paseé mi vista por la descascarada pintura al aceite, de un gris verdoso, que en algunos sitios dejaba ver aureolas marrones y en partes, hasta el celeste que había alegrado el salón en sus épocas de esplendor, allá por el 42, o todavía antes, pero no mucho: en tiempos del comisario Santiago las paredes del Español habían lucido un tono rosado, que se tornaba granate luego del anochecer, gracias a la peculiar iluminación ideada por el ingeniero Kurioski, un judío polaco que había huido de los pogroms entremezclado entre las prostitutas de la zar mizdah.
Desde ya, el bar no llevaba el mismo nombre, ni el café tenía gusto a trapo rejilla y a Ramón Zúñiga, actual propietario del establecimiento, lo habrían echado a patadas dejándole el trasero más tumefacto que el del mandril de Abisinia del gobernador Lacerda, que pasaba por ser el suegro de Marita Estigarribia, una hermosa feminista que, extrañamente, me recordaba a la oficial Bellamor. O viceversa. No podía estar seguro: en esos momentos se me había formado una laguna en la memoria, pero no una cualquiera sino de la clase que mi nieto Marcelo denomina “la ciénaga”.
Para peor, la oficial Bellamor había dado cuenta de mi tónico de la memoria, que mezclo a un aproximado 50%, con el jarabe para la tos a fin de no andar cargando con tantas botellitas.
Sospecho que había pasado un buen rato cuando me sorprendí relatando las derivaciones del encuentro que los delincuentes ácratas Segundo David Peralta y Juan Bautista Bairoletto habían sostenido en un templo masónico de Barracas y que puso al borde del frenesí al legendario comisario Requena.
La oficial Bellamor asistió boquiabierta a mi relato, aunque, según me pareció, sin prestarme demasiada atención. Por un momento, su expresión alelada llegó a desconcertarme, pero luego advertí que, a pesar de sus esfuerzos –que se evidenciaban en un anormal fruncimiento del ceño– no conseguía fijar la vista. Lo realmente descorazonador sucedió después, cuando pretendió corregir su maquillaje.
¿Vieron alguna vez esos negros del África que se pintarrajean con ceniza y sangre de bueyes recién degollados?
La oficial Bellamor no, ni siquiera en ese momento, a pesar de sostener un espejito en sus temblorosas manos. Cuando terminó su disparatada obra de redecoración facial se entretuvo reflejando la luz del sol sobre los ojos de los automovilistas que bajaban por la calle Estados Unidos.
–Va a provocar un accidente.
–Estoy aburrida.
Plegó los labios, como una niña enfurruñada, aunque la línea de rouge que subía en diagonal por su mejilla le daba una expresión risueña
–¿Cuando llegan los strippers? A ver usted, Zúñiga –gritó, girando hacia la barra– ¡Ale! ¡Ale!
Zúñiga, que la miraba con el belfo caído, llevó su índice hasta la boca del estómago.
–Si, a vos te hablo, corazón –se extralimitó la oficial Bellamor–. Vení para acá.
Me puse de pie y fui al baño. Tiré el envase vacío de Expectoran Plus al inodoro y regresé al salón.

Un momento de distracción
Regresé del baño tratando de ocultar el lamparón que aparece en mi entrepierna cada vez que voy a orinar y me encontré en el salón del Español. Fue una auténtica sorpresa: en el trayecto me había parecido estar en el camarote del SS Río Santiago mientras Mesic se colocaba las medias de punto de Marita Estigarribia.
¿No les conté de Marita Estigarribia y su extraña relación con un famoso criminal croata?
Sucedió hace unos años. Lo deduzco del hecho de que todavía me encontraba de servicio, escoltando hacia su destino final a Milan Boleslao Mesic, un temible asesino de los Balcanes.
Estábamos en el camarote de Marita, que observaba con curiosidad mientras Mesic revolvía en su baúl. Finalmente el croata eligió una corta pollera tableada, una blusa a lunares y las medias de punto de color ámbar. Los zapatos de taco le iban un poco estrechos, pero se los calzó con estoicismo.
–Son esenciales para el disfraz –dijo.
Luego se colocó una peluca morena y se encerró en el baño. Salió al cabo de una hora, perfectamente maquillado. Con la capelina echando una sugestiva sombra sobre su rostro, Mesic era toda una mujer. Tenía, incluso, bonitas piernas. Podíamos pasearnos sin temor delante de las mismas narices de Stephanoski, el asesino serbio contratado para matar a Marita, quien huía de su suegro después de contraer matrimonio con la hija de un importante ministro gobernador de Getulio Vargas.
Me volví hacia Marita. Sus ojos brillaban de excitación: la perspectiva de correr una nueva aventura hacía fluir la adrenalina a todo vapor por su organismo. Por su seguridad, argumenté, no podía venir con nosotros. Era conveniente que aguardara en su camarote. Hizo una escena de llanto. Las lágrimas diluían el maquillaje que corría por sus mejillas haciéndola ver como el mandril sagrado de Abisinia que Rafael Leonidas Trujillo gustaba de mecer en sus rodillas.
¿O sería el gobernador Lacerca?
Como fuere, se lo hice notar. Marita me dio un puñetazo y caí sobre Mesic.
–¡Mis medias! –chilló el Carnicero de Bosnia.
Fue entonces que advertí la estimulante cadenita de oro que rodeaba el tobillo de Mesic y sufrí un vahído. ¿Hasta dónde era capaz de llegar al influjo del alcohol y la excitación?
Nunca habría de saberlo. Cuando me recompuse, incorporándome lentamente del piso de mosaico al que nadie había pasado un lampazo en el último siglo, me encontré en el salón del Español.
Contra lo que puede pensarse, descubrirme en el Español no me tranquilizó en absoluto. Ni mucho menos lo hizo el que nadie advirtiera mi ligera lipotimia. No era para menos: la oficial Bellamor se había trepado al mostrador y ensayaba unos pasos de zapateo americano. Los únicos tres parroquianos le hacían coro, golpeando sus palmas.
Zúñiga, tieso como un menhir céltico, me echó una mirada furibunda.
–Comisario, hágame el favor de llevarse de aquí a esta beoda.
–Vamos –dije a la oficial–, baje de ahí.
–Mami –cantó la oficial–, yo quiero un novio...
Sacudía frente a sí las manos, con las palmas enfrentadas, aludiendo inequívoca y soezmente a uno de los atributos que esperaba del pretendiente.
Yupanki, el lustrabotas oficial de la casa, un tucumano de edad provecta insólitamente parecido a un famoso folclorista francés, que barría el salón a cambio de que se le permitiera ejercer su oficio, y que ya llevaba calzadas un par de copas de Chissoti, intentó trepar al mostrador haciendo escala en su modesto banquito profesional.
El banquito crujió bajo su peso pero, antes de que se desarmara por completo, Yupanki alcanzó a levantar la pierna derecha y enganchó el talón en uno de los soportes de la bandeja secavasos. Los otros dos miembros del improvisado auditorio –entre ambos superaban holgadamente los ciento cincuenta años– lo sostuvieron con sus hombros. Yupanki adelantó una zarpa ávida hacia el tobillo de la oficial Bellamor que –recién ahora me percataba de semejante detalle– lucía una muy antirreglamentaria cadenita de oro, más propia de un asesino de los Balcanes que de un oficial de policía.
Ignoro qué extraño influjo ejercen los tobillos femeninos en los hombres de mi generación, pero si además están rodeados de una cadenita, el efecto sobre las glándulas llega a ser devastador.
Una dosis masiva de testosterona irrigó el cerebro del lustrabotas, obnubiló su ya muy menguado criterio y le otorgó un sorprendente vigor. Se asió al tobillo de Bellamor, dio un rugido, y trepó sobre el mostrador. Entonces todo se detuvo un instante y, como la imagen de un film proyectado en reversa, Yupanki fue deslizándose hacia atrás, soltó el tobillo de la oficial y se desplomó, definitivamente muerto, arrastrando consigo la bandeja secavasos sobre la menguada humanidad de sus auxiliares.
Llevé a la calle a Bellamor, ya más mansa, adentrándose en la fase depresiva del Expectoran Plus, y caminamos rumbo al bajo. En el trayecto me explicó la repugnante misión del Servicio Profesional, al que yo, erróneamente, había atribuido funciones de contrainteligencia. Pero lo que acabó por sacarme de quicio fue el mote de la sección a cargo del subcomisario Santiago: División Gerontes.
Subí a Bellamor a un camión que tenía como destino la ciudad de Sao Pablo, sin escalas, guardé los reales en la faltriquera, y me encaminé decididamente al Departamento de Policía.

4 comentarios:

  1. Comisario: además del panuelo, tenía que llevar los documentos.

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  2. Me reí mucho... como lo habrá hecho ud, cuando lo escribió... la oficial Bellamor pareciera ser una oficial audaz, espontánea y transgresora que logra desde ese lugar descolocar al comisario quien reacciona atemorizado ante lo desconocido, acostumbrado a otro tipo de abordajes con el sexo "débil" , que necesita " la primera impresión " para poder encasillarla ,porque descubre que no encuentra la casilla adecuada para ésta, y prefiere compararla con una hija que le da dolores de cabeza; describe el comportamiento de esta oficial desde una visión demasiado subjetiva y caprichosa (por no decir paranoica), el rechazo es significativo y tiene que ver que en este tipo abordaje es descubierto con facilidad lo que él mismo desea encubrir.. para solucionar esta incomodidad interna utiliza un mecanismo de defensa reflejándose en esta mujer para atribuirle sus propias inseguridades o fracasos: todo lo saca de quicio; en algún punto el personaje que narra es alguien inflexible que descuida la sensibilidad humana, que necesita que el otro sea invariablemente como lo es él, olvidando que el otro es diferente, que existen otros puntos de vista ; y ,finalmente, conspirando contra sus propios sentimientos y los ajenos, y que no es capaz de detenerse a pensar que éstos pueden ser ser heridos...Una consulta al autor del blog: lo del jarabe del Pami al 50% es una metáfora del viagra en pequeñas dosis? Gracias , vi esta entrada en facebook , en el Muro del quien me precedió en los comentarios

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