viernes, 30 de julio de 2010

2. Conversaciones inquietantes

Mis encuentros con Rita Hayworth

¿Les dije que sueño con Rita Hayworth? Se trata de una fantasía erótica, naturalmente, e incluye, de tanto en tanto, una emisión nocturna. Así la llaman, aunque en mi caso tiene lugar en horas de la siesta. De algún modo se relaciona con la postura del cuerpo o el roce de los pantalones.
Apenas termino de almorzar me viene una modorra muy satisfactoria, pero que de prolongarse demasiado acaba por traducirse en un aumento de la irritabilidad, flatulencias y un atontamiento que no me abandona en lo que resta de la jornada. Por eso me echo unas cabezadas. Quince minutos son suficientes. Me maravilla lo que mi imaginación resulta capaz de hacer en un lapso tan breve.
No me quito las ropas ni los zapatos y apenas si desprendo el botón superior de mi camisa y aflojo, sin deshacerlo, el nudo de la corbata. Es una medida de seguridad que arrastro desde mis tiempos de servicio. Cuando llegué a comisario dispuse de un cómodo chais longe en mi despacho, pero aun así, no podía permitir que el oficial de guardia me sorprendiera en paños menores en el instante en que daba vuelta la cara de Rita Hayworth de un soberbio cachetazo. Una escena muy excitante.

Llevo más de cincuenta años soñando con Rita Hayworth. Tuve, además, un breve romance con Carole Lombard. Eso fue después de Paulette Goddard. Pero cuando vi a Rita ya por primera vez, todas las demás mujeres desaparecieron de mi vida.
También estaba Ester, mi esposa, pero ella no cuenta. Las pocas ocasiones en que soñé con Ester tuvieron lugar luego de su muerte, y de noche. No hubo emisiones. Y jugué su número a la quiniela. El 48. Quizá sirva para ilustrar hasta qué punto el silencio era un concepto desconocido para Esther.
Murió hace treinta y cinco años, en el Delta, cuando la lancha colectiva dio una vuelta campana.
Aprovechando que me encontraba en Belo Horizonte, tras la pista de Paulo da Souza Barrantes, el más peligroso suicida preterintencional de la historia criminal latinoamericana, Ester pensó hacerse una escapadita al casino de Carmelo. Adoraba los juegos de azar. La lotería de cartones, por ejemplo. Y el monte. Y la generala. Y, ocasionalmente, la ruleta. Debo sentirme agradecido de que en ese entonces no hubiera salas de bingo ni máquinas tragamonedas.
Sólo una persona emocionalmente inestable puede perder el tiempo y el dinero en un juego de azar. Y así era Ester, emocionalmente inestable. Aunque a veces pienso si el juego no sería para ella más una ceremonia social que una verdadera compulsión. El verdadero vicio de Ester era el parloteo: le resultaba imposible permanecer callada durante más de dos minutos seguidos. Por eso pienso que de haber estado con ella a bordo de esa lancha colectiva podría haber salvado su vida. No soy un gran nadador, pero alcanzo a mantenerme a flote lo suficiente como para gritar: “¡Cerrá esa boca, mujer!”

Cada vez que cuento este chiste los amigos de mis nietos estallan en carcajadas. Mis nietos, ya no tanto.

Mis nietos son Nahuel, Julio Oscar y Rita (¿a qué no saben quien propuso su nombre?). Debo estarles agradecido: me rescataron del geriátrico de la Policía Federal donde vegetaba el comisario Requena, quien fingía no reconocerme.
El geriátrico fue una experiencia muy desagradable en más de un aspecto. Sin ser lo peor, la incontinencia de la señora Ibarlucea –con quien Requena mantenía pavorosas relaciones sexuales a la vista de todos–, aportaba lo suyo, pero lo verdaderamente inaguantable era el aire general a decrepitud, los frascos de remedios, los pañales descartables y esa sensación de haber trasmutado en un objeto inservible. Aquí, en cambio mi vieja heladera Siam del '46 y yo somos toda una novedad. Mis nietos nos exhiben a las visitas. Me presto a ello gustosamente y relato algunas anécdotas de cuando revistaba en la Institución.
No hay nada como sentirse útil.

Detesto la idea de dejarme estar. Quiero decir, la vida no puede consistir únicamente en el relato de antiguas hazañas. El repertorio se agota con rapidez y mis nietos podrían aburrirse de mí.
Creo que lo que en realidad detesto es la idea de regresar al geriátrico. Hogar de ancianos, así le llaman, y, debo añadir que con gran exactitud. Está lleno de viejos. En el loft, en cambio, sucede todo lo contrario.
Cada tanto, viene de visita una amiga de Julioscar. Es el vivo retrato de Rita Hayworth, aunque con mayores redondeces. Por suerte, no he tenido ninguna emisión en su presencia. Como ya dije, únicamente se producen durante la siesta, y muy de tanto en tanto.
–¿Qué tenés ahí, abuelo? –me preguntó una tarde Nahuel. Miraba mi entrepierna.
Bajé la vista y advertí un lamparón del tamaño de una moneda de un peso.
–Nada –farfullé–. Es la próstata.
Patético.
¿Hay algo más desgarrador que vernos obligados a sentir vergüenza de lo que debiera enorgullecernos?
Y viceversa.


La historia de Caról

Les contaba de mi obsesión por una amiga de Julioscar que era igualita a Rita Hayworth. Hasta me parecía verla en una propaganda televisiva. Llevaba una corta combinación negra, con encaje, puntillas y trasparencias mostrando una pierna más linda que la de la Mistinguette.
–"Si querés saber como llegué a ser lo que soy, shamame" –decía Caról, con acento en la o– "Tengo un montón de secretos para contarte".
Debajo aparecía un número telefónico. Y debajo del número, una aclaración: "1,45 más IVA el minuto"
Mi jubilación no es nada del otro mundo, pero puedo permitirme pequeños gustos. Fue así que una tarde, aprovechando que ninguno de mis nietos estaba en casa, llamé a Caról. Fue un acto irreflexivo, pero en realidad no tenía muchas esperanzas de encontrarla a esa hora del día y estaba preparado para escuchar uno de esos infames contestadores automáticos que tanto han contribuido a incrementar la incomunicación humana. “En este momento no podemos atenderlo. Por favor, cuando escuche la señal, deje su mensaje”. Por lo general, lo que dejo asentado es el disgusto que me provoca semejante artefacto. Pero Caról respondió personalmente.
Quedé paralizado, sin atinar a encontrar las palabras. Por suerte, es una chica muy desenvuelta.
–Tengo una cantidad de historias divinas para contarte. ¿Sabés? En la facu había un profesor que estaba rebueno
– Sí –dije–. Habla el abuelo de...
–Cuando se acercaba –me interrumpió Carol–, sho sentía una especie de calor ¿viste?, como un fuego que me crecía de adentro, desde aquí abajo, en el hueco tibiecito que tengo ahí donde sabés.
–No, yo no…
Sin escucharme, continuó durante un par de minutos relatando las extrañas reacciones somáticas que le provocaba el profesor cuando, inclinado sobre ella para supervisar el trabajo práctico, ponía la mano sobre su hombro. Carol decía sentir una dureza contra su espalda que atribuía, erróneamente, a la hebilla del cinturón.
¿Por qué erróneamente? ¿Si no era la hebilla del cinturón sería…? ¡Un arma! El profesor iba armado, de eso se trataba
Habló sin parar ni darme ocasión a meter baza hasta que de pronto dijo:
–Si querés conocer detalles un poquito más íntimos, marcá tu número de teléfono en la botonera de su aparato.
–¿Qué?
No respondió.
–Hola, Caról. Hola.
Se mantuvo en sus trece, tal vez avergonzada de haber revelado tantos secretos. Sin embargo, prometía más detalles de sus problemas en la facultad si yo... ¿qué debía hacer yo? No había entendido una palabra. Corté la comunicación y me tendí en el sofá tratando de echar una siesta. Fue imposible. La voz de Caról sonaba insistente en mi cabeza: “Si querés conocer detalles un poquito más íntimos...”
No pedía gran cosa, algo que yo debía hacer en el teléfono. Una estupidez, desde luego, pero las mujeres suelen tener esos caprichos. Esther, sin ir más lejos, pretendía que la llamase “Gilda”. Durante los primeros tiempos de nuestro matrimonio lo hacía con gusto, pero con los años comenzó a parecerme un poco ridículo. Además, había engordado y por su culpa yo había empezado a soñar con Shelly Winters.
Tengo una actitud esencialmente caballerosa. Caról debía estar pasando por un mal momento y no me había mostrado muy gentil. O tal vez, pensé, quería denunciar al profesor y no se atrevía a presentarse en una comisaría.
Me levanté de un salto, fui hacia el teléfono y marqué su número.
–Hola, soy Caról –dijo.
–Sí, habla el abuelo de...
No me dejó continuar. Y repitió su historia, palabra por palabra. Escuché con paciencia tratando de comprender sus instrucciones. ¡Quería que marcara mi propio número! Ridículo ¿verdad? Pero lo hice. Al fin y al cabo, es propio de un caballero obedecer los pequeños caprichitos de las niñas.
–Lo siento –dijo–, pero tu aparato telefónico no tiene...
No entendí muy bien qué le ocurría a mi teléfono –hasta ese momento había pensado que era como cualquier otro– pero de todas maneras no tenía derecho a cortar así la comunicación.


Una extraña proposición


Días después recibí una llamada telefónica
–¿Te gustaría hacer una fiesta con mi mujer y conmigo, los tres?– dijo una voz masculina.
–¿Qué tres?– respondí, sorprendido.
–Nosotros dos, y vos –susurró.
–¿Qué dos?
–Vos, yo y ella.
–¿Qué ella?
Era obvio que así no llegaríamos a ninguna parte. El hombre pareció comprenderlo y recomenzó todo de nuevo.
–Te pregunté si no querías hacer una fiestita íntima, con mi mujer y conmigo.
Yo había pasado de la sorpresa a la confusión.
–¿Quién es su mujer?
–Eso no puedo decírtelo por teléfono, pero está rebuena.
El tipo se estaba tomando mucha confianza. Su comentario era de mal gusto y, además, insistía en tutearme.
–Mire mocito –dije–, no creo conocerlo...
–Eso es fácil de solucionar –me interrumpió, insinuante.
–¡Sepa que está hablando con el comisario mayor Américo Petorutti! –grité, adoptando la posición de firmes.
Cortó.

Por la mañana ya había olvidado el incidente y me disponía a leer el diario. Hay una edad donde se comienza por la sección de necrológicas, que es donde se producen las novedades. Grande fue mi sorpresa cuando ya antes de acomodar mis lentes había encontrado el nombre del ilustre Ezequiel Martínez Espósito, un juez erudito y un caballero de los de antes. Era yo apenas un muchacho y estrenaba orgulloso mis insignias de oficial escribiente cuando el doctor Martínez Espósito era ya un caballero de los de antes.
Un hombre recto y ejemplar, compendio de sabiduría y virtudes.
Imaginen el impacto al descubrir que había desaparecido semejante pilar de la jurisprudencia y adalid de la lucha contra el crimen.
Toda una época moría con él.
Alguna vez eso mismo ocurrirá conmigo, pensé. Entonces recordé cual era la idea que venía dando vueltas en mi mente: escribir mis memorias.
Esa tarde mi nieta se mostró muy entusiasmada y prometió ayudarme. Hasta me dio la dirección de un periodista. Lamentablemente, había sido detenido por una comisión policial. Por algo habrá sido.
De todos modos, antes de poner manos a la obra debía realizar algunas diligencias. Además, el almuerzo estaba listo y nos sentamos a la mesa, Rita, Nahuel y yo. Rita me relató una extraña historia: Sandrini, el periodista amigo suyo, había sido secuestrado por un patrullero policial. Pretendía que esa misma noche le hiciéramos una visita, para pedirle disculpas. Me rehusé: no puedo hacerme responsable de todo lo que hagan un par de policías descarriados.
–Una manzana podrida pudre todo el cajón –dijo Rita.
Me pregunto por qué alguien querría meter una manzana podrida en un cajón. Algún bromista, sin duda. Abundan en los velorios.
¿Será un crimen? No recuerdo que figure en el código penal, pero el eminente juez Ezequiel Martínez Espósito no hubiera vacilado un instante en mandar al gracioso a pasar una temporada en la Penitenciaría Nacional.
Me recosté para la siesta con esta idea en la mente, de manera que no tuve emisiones de ninguna naturaleza y al despertar sentí la acuciante necesidad de dar mis respetos a la viuda del juez.


El ascensorista desaparecido

El estudio Martínez Espósito se encuentra cerca de los Tribunales, en un edificio antiguo, de aspecto venerable. Llegué hasta el piso correspondiente sin dificultad, prueba evidente de la utilidad de los ascensoristas, una actividad en franca e injustificada vía de desaparición. Me extrañó, eso sí, que el ascensorista bajara delante mío y se metiera por una de las puertas que, menuda sorpresa, resultó ser la del propio estudio Martínez Espósito.
Demoré algunos minutos en seguirle los pasos, pues a veces me distraigo y no quería correr el riesgo de cometer algún error, pero de todas maneras no había transcurrido tanto tiempo y he aquí el segundo elemento extraño: en el recibidor del estudio no encontré ni rastros del ascensorista. Se había evaporado.
Tomé un sorbito de jarabe para la tos y encaré a la secretaria explicándole el motivo de mi visita. Por si he olvidado decirlo, éste era obtener la dirección de la viuda del eminente magistrado.
–Tome asiento –dijo la secretaria–. El doctor lo recibirá en un minuto.
–¿Lo dice por decir o lo sabe con exactitud?
Me miró con ojos bovinos. Había visto esa misma expresión en Juan Romero Medina, un peligroso asesino serial norteamericano que operaba en Entre Ríos, y tuve un escalofrío.
Al fin reaccionó.
–Me lo dijo él.
La aclaración no contribuyó, en nada, a mitigar mi inquietud. Desenmascaré a Romero Medina mientras oficiaba de cura párroco en la colonia para criminales judíos de Ingeniero Sajaroff, al este de Villaguay. Si la nieta había heredado su delirio místico...
–El doctor lo recibirá ahora –dijo al cabo de unos segundos, depositando el auricular sobre la horquilla.
Me palpé los bolsillos. Una vez más había olvidado el carné de la obra social y debería abonar la consulta.
–Espero que no cobre caro.
La secretaria volvió a su expresión bovina. Me alcé de hombros, tomé otro traguito de jarabe y entré al consultorio.

La triste decadencia de una familia

Fue un día plagado de extraños acontecimientos. Una vez que la recepcionista –¡nada menos que la nieta de un famoso asesino serial norteamericano!– me hizo pasar al consultorio del doctor, sorprendí al ascensorista sentado muy orondo detrás del escritorio.
Se incorporó de un salto y vino a mi encuentro.
–Mucho gusto.
Me estrechó la mano y palmeó mi hombro.
–Me dice Silvana que usted trabajó con mi padre.
¿Silvana?
–Mi secretaria –explicó.
Esto me llamó poderosamente la atención.
–¿Su secretaria?
Un ascensorista con secretaria ya es algo de por sí inusual, pero que además supiera que yo había trabajado con su padre... Por otra parte ¿qué padre?
–Tengo un catarro muy rebelde –dije– Estoy tomando este remedio. No sé si a usted le parece bien.
El ascensorista miró el frasco de Expectoran Plus durante unos segundos, luego me miró y volvió a mirar el frasco.
–Sí, claro –asintió varias veces, como para sí mismo–. Bien. ¿En qué puedo servirle?
–No respondió mi pregunta –dije, cortante.
–¿No?
La nuez de Adán saltaba en su garganta como el yo-yo que Edwin Russel popularizara en las funciones circenses del famoso payaso anarquista Frank Brown.
Negué con la cabeza mirándolo fijamente. Apartó la vista.
–¿Qué pregunta? –farfulló.
–¿Cómo sabe la secretaria que yo trabajé con el doctor Ezequiel Martínez Espósito?
–Ah, con mi abuelo.
Admito que me sorprendió.
–¿Quién es su abuelo?
El pareció aún más sorprendido.
–¿Usted no vino por lo de mi padre?
–¿Qué pasó con su padre?
–Murió anteayer.
Caray, había metido la pata.
–Lo siento –dije– ¿En forma sospechosa? ¿Es por eso que me llamó?
–Yo no lo llamé.
–¿A no? ¿Y entonces por qué estoy acá?
–Mi secretaria me dijo...
¡Y dale con la secretaria! El tipo me estaba tomando para el churrete. No me pude contener y descargué un bastonazo sobre la mesa.
–¡Como siga metiendo en el medio a esa chismosa le parto la crisma!
El ascensorista había retirado a tiempo las manos del escritorio y las alzaba a la altura de su cabeza. La posición me resultó vagamente familiar.
–Póngase de pie –ordené–. Las piernas bien abiertas y las manos apoyadas contra la pared.
Obedeció sin chistar y procedí a palparlo de armas. Estaba limpio.
–Puede sentarse.
Lo tenía encañonado con el bastón y al menor amague de resistencia no vacilaría en dejarlo mormoso. Adelantó con timidez la mano hacia el teléfono y me interrogó con la mirada. Asentí: tenía derecho a una llamada.
–Silvana, venga un momentito, por favor.
–Pida que le traigan ropa de abrigo. Y cigarrillos.
Me miró boquiabierto.
–¿De qué marca?
Me estaba tomando el pelo o era un verdadero pusilánime.
–La que usted fume.
–No fumo.
¿Para qué pedía cigarrillos, entonces? Posiblemente sus cómplices deslizaran droga dentro del tabaco. O alguna clase de veneno.
–Que no le traigan nada.
–No traiga nada, Silvana –dijo al teléfono–. Y venga ya mismo.
Al punto la secretaria asomó por la puerta su linda cabecita. No se parecía en absoluto a Juan Romero Medina.
–Silvana –dijo el ascensorista– ¿Por qué hizo pasar a este señor?
–Usted me ordenó...
Ajajá, así que todo había sido idea del tipo.
–Sí. ¿Pero por qué me dijo que había trabajado con mi padre?
–Pamplinas –exclamé sin poder contenerme–. Es la primera vez que esta mocosa me ve en su vida.
–El señor me dijo...
El señor era yo.
–Sí, ¿qué le dije?
–Que había trabajado con el doctor Martínez Espósito.
–Exactamente.
El ascensorista, sintiéndose perdido, cerró los ojos e inspiró profundamente.
–Esta bien, Silvana, vaya nomás –Se volvió hacia mí–. Usted pidió hablar con mi padre.
–De ninguna manera.
–Mi padre, el doctor Aníbal Martínez Espósito...
–Ezequiel...
–¿Sí? –preguntó el ascensorista.
Nos miramos unos segundos, hasta que al fin comprendió.
–Discúlpeme –dijo con una risita–. Es que me llamo Ezequiel.
Lo encañoné con el bastón:
–Mire, mocito: usted podrá ser cualquier cosa, pero de ninguna manera es el juez Ezequiel Martínez Espósito.
–Mi abuelo dice usted.
Me alcé de hombros.
–No sé. Usted me estaba hablando de su padre.
–Murió.
Epa. Había metido la pata. Pero también... no se podía hablar de nadie, si estaban todos muertos por ahí.
–Yo estoy al frente del estudio ahora –el ascensorista se puso de pie y me tendió la mano–. Ezequiel Martínez Espósito, nieto del juez.
Pobre juez. Haber llegado a tanto para que ahora su prestigioso estudio estuviera en manos de un ascensorista.
–Comisario Américo Petorutti, a sus órdenes.
–Bien, ahora que hemos aclarado la situación, ¿en qué puedo servirle?
–Quisiera presentar mis respetos a la viuda.
–¿La viuda? Ah sí, a mi madre dice usted.
Yo no tenía inconveniente en saludar a la madre y hasta a la abuela del joven, pero antes prefería ver a la esposa del juez.
–Mi madre está en una residencia, usted sabe. Es muy anciana.
Asentí, comprensivo.
–¿Quiere la dirección para visitarla?
Me encogí de hombros. No podía negarme a charlar un rato con una solitaria viejecita.
Alargó la mano hacia una pila de esquelas de diferentes colores pero antes yo había sacado una tarjeta del bolsillo. Tengo los bolsillos repletos de tarjetas. Hay gente repartiéndolas gratuitamente en casi todas las esquinas de la ciudad. La que ofrecí al ascensorista era muy bonita, de cartulina rosa con elegantes letras doradas.
El ascensorista tomó una estilográfica y garrapateó una dirección en el reverso. Luego se incorporó y casi podría decirse que me llevó a empujones hasta la puerta.
–Bien, comisario. Ha sido un gusto conocerlo.
Sin darme tiempo a reaccionar hizo pasar a un desconocido que estaba aguardando y cerró la puerta en mis narices.
Mi visita había sido infructuosa. No había conseguido la dirección de la viuda y, para colmo, debía visitar a la madre del ascensorista. Guardé la tarjeta en el bolsillo superior del saco y decidí regresar a casa. El ascensorista de reemplazo no había llegado y estuve más de veinte minutos dentro del ascensor. Para cuando encontré la salida ya era oscuro y me dolían las piernas. Había sido un día largo y agotador.

domingo, 25 de julio de 2010

1. El caso del drogadicto que se hacía pasar por Sandrini


Un imprevisto encuentro con el comisario Requena

El gordito me cayó mal, de entrada. Tenía ojos ansiosos, hipertrofiados por la miopía y, como descubrí tras un hábil interrogatorio, la ingestión de sustancias tóxicas. Era de estatura más bien baja para mi gusto, un poco grueso y procuraba disimular la incipiente calvicie cortando su cabello casi al ras, a la usanza de los penados de Ushuaia. Su sonrisa patética y su aire general a sorpresa y fingida inocencia habrían despistado a más de un investigador bisoño, pero ya me había formado una idea general de su catadura gracias a la desinteresada colaboración del vecindario.
Fue Rita, mi nieta, quien me puso tras su pista. Mi aparición en una doble página de una revista de actualidad había despertado la curiosidad de un periodista amigo suyo. Al parecer, pretendía escribir un libro con mis memorias.
En tiempos en que el prestigio de la Institución ha caído por los suelos, no me pareció una mala idea que un viejo policía relatara al gran público aleccionadoras historias de la lucha contra el crimen, razón de suficiente peso como para que aceptara acompañar a Rita hasta un edificio no lejos de acá, sobre la calle Defensa. O Perú. O Bolívar.

“Acá” es Barracas, por si quieren saberlo. Vivo en un viejo depósito privado de todo lo que alguna vez pudo tener alguna utilidad. Lo llaman loft. Si bien incómodo, resulta mil veces preferible al geriátrico de dónde me rescataron mis nietos. Rita, Nahuel y Julioscar, así se llaman.
Los jóvenes son la mejor compañía que puede desear un viejo. Y viceversa. Ellos abrevan en mis conocimientos y larga experiencia, y yo me mantengo activo. Además, cuesta poco estar a la moda: fíjense que el último grito es liar cigarrillos a mano ¡cómo en la década del veinte!
En el geriátrico, en cambio, todo me hacía sentir fuera de lugar. Desde la insistencia de una estúpida mucama en llamarme “Nono” hasta doña Felita Ibarlucea, la única residente que me dirigía la palabra, pero que aunaba dos condiciones básicamente contradictorias: la ninfomanía, que le venía desde antiguo, y un ya más reciente descontrol de los esfínteres.
Grande fue mi sorpresa, apenas llegado al geriátrico, al encontrarme cara a cara con el legendario comisario Requena, a quien una hemiplejía había postrado en una silla de ruedas. La mitad izquierda de su cuerpo parecía hecha de cartón corrugado y la mueca de por sí despectiva de su boca se había vuelto más acentuada.
Desde un primer momento fingió no reconocerme. Mantenía un terco mutismo cada vez que me sentaba a su lado a recordar viejos casos y revivir antiguas hazañas policiales. Pero en una oportunidad, a la hora del almuerzo, cuando la conversación había derivado en un patético catálogo de enfermedades y yo comenzaba a sentirme un poquitín hipocondríaco, me decidí a animar la velada con el relato de alguna anécdota jocosa del servicio.
–¿Se acuerda, comisario –dije–, de cuando viajó en tren a Entre Ríos acompañado del travesti René? Compartieron el mismo camarote ¿verdad?
Todas las cabezas se volvieron hacia Requena. Hubo en sus ojos un destello de alarma y quiso huir, pero impulsada únicamente por su mano derecha, la silla de ruedas comenzó a girar en círculos, derribando a cuanto residente se interpusiera en su loco camino.
–Belodudi, belodudi –farfulló antes de volcar sobre la señorita Ibarlucea, quien, confundida por la situación, prorrumpió en los característicos estertores del orgasmo y tuvo un denigrante percance biológico.
Por alguna razón el comisario se rehusaba a hablar del caso de Juan Romero Medina, el asesino norteamericano que apresamos en Entre Ríos, el único auténtico serial killer de que se tenga memoria en estas latitudes.


Cómo detectar a un serial killer

No pasa año sin que la prensa norteamericana o británica revele la proeza de algún psicópata que ha dedicado los mejores esfuerzos de su vida a despanzurrar a sus vecinos en número suficiente como para justificar una primera plana. Son los serial killers, o asesinos en serie.
No debe confundírselos, bajo ningún concepto, con los asesinos en masa, ya que su carácter distintivo no radica en la cantidad (si bien cuenta) sino en la calidad.
Hablamos de los crímenes, no la de las víctimas, que pueden ser de cualquier clase –social, cultural, étnica, religiosa, sexual– siempre y cuando reconozcan una característica común.
Existe una gran selectividad en el serial killer y, más importante todavía, una ritualidad. Un asesino en serie no mata un día con un cuchillo, otro con una pistola y, eventualmente, mediante una granada de fragmentación. Y de ser éste el caso, nos encontraríamos frente a un asesino a secas. O dos, sino, directamente, tres homicidas diferentes.
Es difícil, por otra parte, que el de la granada cuaje en la categoría de serial, aunque no imposible. Si todas sus víctimas reconocen características comunes y, lo más importante, han sido eliminadas de a una por vez, quizá, pero sólo quizá, estemos en presencia de un serial killer. Puede tratarse también de una casualidad.
No imagino otro modo de calificar al hecho de que una granada de fragmentación mate una sola persona.
Una granada de fragmentación dificulta enormemente las cosas, para todos. En primer lugar, para el serial killer. También, desde luego, para el forense. Pero, más que nada, supone una enorme complicación para los investigadores, quienes deben vérselas con demasiados casos de conducta desviada como para encima tener que dilucidar si diez restos despedazados, en diez sitios distintos, que pertenecen a diez personas diferentes, constituyen una casualidad o la obra de un asesino serial.

Toda investigación comienza, desde ya, con un análisis.
¿En qué consiste analizar? En dividir un fenómeno en la mayor cantidad de partes.
Si bien el efecto puede ser similar al que se obtiene mediante la granada de fragmentación, no debe confundírselos, pues es preciso, con posterioridad, estar en condiciones de volver a reunir los fragmentos.
Todo esto nos lleva a desechar, prima facie, cualquier homicidio perpetrado mediante granada de fragmentación –o instrumento semejante, a saber, bomba de fósforo, amonal, TNT– como obra de un asesino serial. Desde ya, razones burocráticas impiden derivarlo a Robos y Hurtos –lo que simplificaría la tarea de modo significativo– pero sería aconsejable que nuestro investigador tuviera el tino de adjudicar dichos crímenes a un homicida en masa o a cualquier otro inadaptado.

Aunque parezca contradictorio, el auténtico asesino serial no es en absoluto serial, no cae en estereotipos y la mayoría de las veces, como suele ocurrir a los verdaderos artistas, permanece en el anonimato. Sin embargo, la mayor parte de los llamados serial killers son meros artesanos del homicidio, aunque no debe descartarse que, eventualmente, el ansia de notoriedad lleve a un artista a repetir hasta el aburrimiento alguno de sus éxitos. De ahí en más, es sólo cuestión de tiempo que caiga en manos de la Justicia.


En busca de Sandrini

Luego de la vergonzosa exhibición que dieron el comisario Requena y su incontinente prometida, las autoridades del geriátrico decidieron separarlo –y separarme, debo decir– del establecimiento. Sin embargo, el comisario carecía de familiares y estaba a cargo de la Policía Federal, que no disponía de muchas otras instituciones donde derivarlo. No era ese mi caso.
Mi hija se presentó sola en la dirección. Su esposo quedó afuera, esperando en el Mercedes. Lo observé desde una de las ventanas de la sala de espera. No me devolvió el saludo.
Mi yerno es otro que finge no conocerme. Asegura trabajar de ejecutivo en no sé qué empresa y seguramente comete varios ilícitos al día. De ahí el nerviosismo que siente en mi presencia. Tal vez sea un mafioso y en más de una oportunidad me vi tentado a investigar sus actividades, pero me contuve. Por mis nietos. Rita, Nahuel y Julioscar. ¿Les hablé de ellos? Me rescataron del geriátrico.
–Nos llevamos al abuelo con nosotros –dijeron esa tarde cuando mi hija revisaba frenéticamente las páginas amarillas en busca de una residencia donde alojarme.
“Un manicomio”, había sugerido el mafioso dando cuenta de su tercer whisky.
Mis nietos acababan de alquilar un depósito y preparaban la mudanza.
–¿Lo dicen en serio? –preguntó mi hija con una mezcla de esperanza e incredulidad.
Yo no entendía muy bien para dónde iba la conversación y por un momento creí que jamás les permitiría vivir por su cuenta. Considero que la familia debe permanecer férreamente unida bajo un mismo techo, pero guardé silencio: los muchachos estarían mejor solos que en compañía de un gangster, por más que fuese su propio padre.
Mi hija –que no por nada es mi hija– lo pensó un momento y dijo:
–Está bien, que vaya con ustedes. De todas maneras, nosotros nos haremos cargo de los gastos de papá –ese venía a ser yo–. ¿Verdad, querido?
El mafioso apartó el vaso de la boca y eructó.
Guiñé un ojo a Julioscar.
–La Obra Social no me cubre ningún remedio y tengo cada día más achaques.
Mi hija levantó las cejas. Iba a decir algo, pero le gané de mano.
–Considero imprescindible ir al cine por lo menos una vez a la semana. Quiero el diario para el desayuno y algunas revistas para mantenerme actualizado.
Mi hija volvió a hojear la guía telefónica.
–Pero con lo que haya me puedo arreglar –agregué antes de que fuese demasiado tarde.
Todos quedamos conformes y a la semana nos habíamos instalado en Barracas. En el loft.

Parece que está de moda vivir en un depósito fuera de uso o en una fábrica abandonada. Y decorarlo con algún objeto antiguo.
Mi vieja heladera Siam del 46 y yo somos los orgullos del loft. “¡Alucinante!”, exclaman las visitas apenas nos echan el primer vistazo.


En el conventillo de San Telmo

Juan José Sambelli (que de él hablábamos, del periodista amigo de Rita, un tipo raro que quiso hacerme creer que era nada menos que Luis Sandrini), vivía a unas quince cuadras de nuestro loft, sobre la calle Defensa, en un edificio de altos de aspecto tradicional.
O en la calle Perú...
¿O sería Bolívar?
En todo caso, una de esas que corren así, paralelas.
Mi nieta no retenía el piso ni el número de departamento –aunque sí los esfínteres, que es algo de lo que no pueden alardear muchos de mis conocidos–, pero lo llevaba anotado en un papelito. Lamentablemente, yo había olvidado mis anteojos y Rita, que por algún misterioso motivo no podía dejar de reír, mostraba serias dificultades para comprender su propia escritura.
Rita es mi nieta, por si no lo saben.
Todo parecía haber sido organizado por el comisario Requena con el sólo fin de fastidiarme. No era la primera vez que me ocurría algo así. En una ocasión, de un día para el otro aparecí en Entre Ríos, por ejemplo.
Me alcé de hombros y aprovechando que no estaba en Entre Ríos sino en la Capital, llegué hasta el portero eléctrico y apreté un timbre, al azar.
Esperé un par de minutos frente a la casa de Sandrini y oprimí otro timbre, sin resultado. Decidí cortar por lo sano y apoyé las dos manos sobre el tablero. Hubo respuesta, pero en modo alguno satisfactoria. Resultaba imposible hacerse entender por encima del griterío. Me limité a puntualizar que deseaba ver a Sandrini pero algunos fingían no conocerlo y otros me trataron con irritante descortesía.
Fui hacia mi nieta, que había tomado asiento en el capó de uno de los automóviles estacionados junto a la vereda.
–¿Dónde conociste a ese periodista, nena?
–En una fiesta. –repuso ella, distraídamente.
Las niñas pueden llegar a conocer cualquier clase de crápula en una fiesta.
–El tipo ese no me gusta nada –dije–. Y a sus vecinos, menos.
No hablaba por hablar: dos minutos junto al portero eléctrico me bastaron para hacerme una idea de la opinión que el amigo de Rita merecía a los moradores del edificio.
–¿No te contestó? Dejame a mí.
Mi nieta saltó del capó y se llevó las manos a la boca.
–¡Juanjo! ¡Juanjo!
Me sumé a su llamado con entusiasmo y pronto se encendieron algunas luces y unas cuantas cabezas asomaron en las ventanas.
–¿Está ahí Juanjo?
–¿Qué pasa? –preguntó una voz. No era la de Juan José sino la de un gordo necesitado de una afeitada, pero del que no podía decirse que llevara barba. Un rostro típico del prontuario de L.C. que en las sesiones de manyamiento el comisario Santiago nos obligaba a estudiar durante seis horas diarias a fin de que retuviéramos en la memoria las facciones de todos los L.C. de la capital.
Alcé la bolsa de la panadería. Llevaba algo por lo que el más grata puede llegar a corromperse con suma facilidad.
–Le traje bizcochitos de grasa –anuncié.
–Es un borracho –aseguró una neurasténica.
–¿Qué carajo quiere? –preguntó el gordo.
–Ver al señor Sambelli .
–Por qué no va a dormir, abuelo.
Estallé.
–¡Abuelo será tu madrina, gordo mamarracho!
–Mejor tomátelas, viejo de mierda, porque si bajo... –amenazó el gordo.
Blandí mi bastón.
–Bajá, bajá, que te voy a enseñar lo que es bueno.
No buscaba pelea. Le tendía una trampa: en cuanto el sospechoso abriera la puerta de calle, podría escabullirme en el edificio. Una vez adentro resultaría más fácil, primero, dejarlo en la calle, a fin de tener las espaldas a cubierto, y más importante, encontrar el departamento del periodista. Secretos del oficio, pero el gordo se lo tomó a la tremenda.
–¿Sabés dónde te voy a meter el bastón?
Era el colmo. Recogí una piedra y se la arrojé. En otros tiempos le hubiera acertado en medio de los ojos, pero mi pulso no es ya no es el de antes. De todos modos, le di a algún vidrio.
Fue entonces que el edificio se convirtió en un inquilinato napolitano. Varios vecinos se habían asomado a las ventanas y todos gritaban al mismo tiempo, insultándose entre sí.
Una voz dijo:
–¡Hay que llamar a la policía!
¡Por fin un ciudadano decente!
–¡Es lo que corresponde!– alenté.
El gordo parecía no tener bastante conmigo e intercambiaba insultos con una mujer del tercer piso. Entre ambos se interpuso un pelado de anteojos con cara de andar en la luna.
–¡Ahí está! –gritó mi nieta.
Yo miraba para todos lados preguntando dónde. Lo mismo hacían los vecinos.
–¿Cuál es? –preguntó una voz.
–En el segundo –repuso otro.
En efecto, era el pelado que había asomado su cabecita por la ventana del segundo piso.
Mi nieta saltaba de alegría.
–¡Juan José!
–Aquí, Sandrini –ordené–. ¡Preséntese inmediatamente a Superioridad!
El falso Sandrini (se veía de lejos que se trataba de un impostor) debía ser medio lelo pues miraba para todos lados menos hacia nosotros. Es cierto que por más que nos esforzábamos nuestras voces eran ahogadas por el griterío de los vecinos. Algunos ya lo habían identificado y le arrojaban distintos objetos.
–¡Juan José! –insistió mi nieta– ¡Soy Rita!
Al fin miró hacia nosotros. Alcé la bolsa.
–Le traje bizcochitos.
El tipo seguía sin reaccionar hasta que un pan le pegó en la nuca. Esto pareció despertarlo.
–¿Qué quieren?
–¿No te acordás de mí? –preguntó Rita en un tonito demasiado insinuante para mi gusto.
Me volví hacia mi nieta, para reprenderla, justo cuando el coche patrulla estacionaba a nuestras espaldas.


Drogas peligrosas

Un sargento descendió del patrullero policial que se había detenido frente al conventillo.
–¿Qué pasa acá?
–¡Al fin llegan! –exclamé.
–¿Usted llamó?
Tratando de hacerme oír por encima de los gritos de los vecinos le mostré mi credencial.
–Soy el comisario Américo Petorutti.
–Es culpa del degenerado del segundo B –gritó una mujer a la que no alcancé a identificar.
–Ese viejo le trae putas.
El sargento frunció el ceño. Advertí que su mirada era atraída por la corta falda de Rita, que se contoneaba tratando de llamar la atención del impostor.
–¿No te acordás de mí? –preguntaba Rita.
–Traje bizcochitos de grasa –expliqué al sargento.
–Por supuesto que me acuerdo –dijo el degenerado del segundo B–. Esperá un segundito que ya bajo.
–Son para Sandrini –proseguí– pero puede comer algunos. Usted y su compañero. Yo sé lo que es estar de ronda.
El sargento apoyó las manos en la cintura y ladeó la cabeza.
–Son las dos de la mañana. ¿Por qué no se deja de joder y se va a dormir, abuelo?
Rápido de reflejos, le pegué en la rodilla con el bastón. De reojo, noté que el chofer del patrullero avanzaba hacia mí con la mano en la porra.
–No se atreva a tocarme –advertí–, o daré parte inmediatamente al comisario Santiago.
El sargento, masajeándose la rodilla, pareció comprender su error y tranquilizó a su compañero.
–¿Quién es la chica? –preguntó.
–Mi nieta.
–Soy Rita –dijo Rita con su adorable sonrisa.
–Por Rita Hayworth. –expliqué– ¡Qué mujer!
–¿Los remitimos a la seccional? –preguntó al sargento el conductor del patrullero.
El sargento le hizo una nueva seña para que mantuviera el pico cerrado.
–¿Por qué hacen tanto escándalo?
–Son ellos, los del conventillo. Nosotros vinimos a visitar a Sandrini.
El sargento y el patrullero preguntaron a un tiempo:
–¿Qué conventillo?
–¿Qué Sandrini?
Rita, digna nieta de un oficial superior de la Policía Federal Argentina, respondió la pregunta del sargento.
–Ese– dijo.
En efecto, el impostor, en pijama y pantuflas, había bajado a abrirnos la puerta de calle. En menos que canta un gallo se encontró cara a cara con el sargento.
–Documentos –exigió el sargento.
Sandrini fingió sorpresa y sonrió tontamente. Todos los sospechosos lo hacen.
–Estoy en pijama.
–Justamente –dijo el sargento–. Alterando el orden a las dos de la mañana, en pijama y sin documentos. Tendrá que venir a hacerse un examen de alcoholemia.
–O de droga –acoté–. No tiene usted idea de la cantidad de droga que circula últimamente.
El sargento dijo que lo sabía de sobra.
–Proceda, entonces –ordené en un tono de voz que no admitía negativas.
Rita me zamarreó del brazo.
–Abue, callate por favor.
–No m' hija, el sargento hace bien en tratar de salir de dudas. Los drogadictos pueden ser tipos muy peligrosos.
Me volví hacia el sargento
–¿Nunca le conté del caso del compositor Hermes Villarda?
El sargento dijo que no.
–Era el director de la sinfónica municipal. Tenía una pipa para fumar opio. Una noche, saliendo de una orgía con cuatro prostitutas lituanas se le ocurrió parar un tranguay a caballo que avanzaba desbocado por la calle Cuyo. Lo había confundido con un carruaje de alquiler.
El patrullero tenía a Sandrini aferrado de la muñeca. Ante una seña del sargento, lo trajo junto a nosotros.
–¿Usted ingirió alguna clase de narcótico? –preguntó el sargento.
–Estaba obnubilado por el alcohol y el opio –no había otro modo de explicar el extraño comportamiento del compositor Hermes Villarda.
Sandrini aseguró que no había tomado una gota de alcohol desde la hora de la cena. Pero se pisó:
–Y no me llamo Sandrini, sino Sambelli.
No me pude contener y exclamé:
–¡Miente!
Por si no lo sabían, Sambelli era el apellido del periodista amigo de mi nieta. Estuve a punto de darle con el bastón. Afortunadamente el sargento era un hombre muy experimentado y no se dejó engañar.
–El comisario acaba de decir que tiene una pipa para fumar opio.
Era el momento de ampliar mi declaración.
–Exactamente. En una repisa, en casa de Aurorita Villarda. La pobre creía que se trataba de una pipa común y silvestre, pero por el tamaño de la cazoleta y el largo de la boquilla era fácil deducir su verdadero uso. Si la lleváramos a un laboratorio encontraríamos evidencias incontrastables.
–Abue –intervino Rita–, estás confundiendo a los agentes.
–No, señorita –dijo el sargento–, la información que nos ha suministrado el señor comisario es de gran importancia.
Saqué pecho, pero repuse con modestia.
–Para eso estamos.
El sargento aferró al reo del cuello del pijama.
–¿Dónde está la pipa?
El reo adujo ignorancia. Es lo primero que les viene a la mente. No recuerdan nada. Pero el sargento conocía su trabajo.
–Está bien. Ya te vamos a ablandar en la comisaría.
Subieron al reo al móvil policial en medio del aplauso de los vecinos y partieron raudamente.
–¿Y ahora qué hacemos?– preguntó Rita.
–Subamos a ver a tu amigo.
Mi nieta meneó la cabeza.
–Mejor volvamos a casa.
Me alcé de hombros. Al fin de cuentas ir hasta San Telmo había sido idea suya y Sandrini a mí nunca me gustó mucho que digamos, y menos cuando hacía de Felipe y tartamudeaba como un pelotudo, pero no dejó de preocuparme que mi nieta fuera tan inconstante.